Cambra de Barcelona: la decadencia de Cataluña
«El nacionalismo es un ascensor de la mediocridad. Nada bueno cabe esperar de la cultura del resentimiento»
Solo en un momento de máxima tensión política, cuando todo parecía perdido, hubo una reacción firme por parte de la sociedad catalana contraria al separatismo. Fue el 8 de octubre de 2017, en pleno otoño negro del procés, y espoleada por el rey Felipe VI y su aseveración “no estáis solos”. Antes de aquella manifestación, la respuesta de los partidos constitucionalistas en los plenos del Parlament del 6 y 7 de septiembre, tan esperanzadora como efímera, y poco más.
El grueso de la sociedad catalana demostró, en las pasadas elecciones generales, que no quiere problemas. Quiere vivir tranquila o, mejor dicho, despreocupada. Es un laissez faire, no a la creatividad que emana de la libertad, sino a los impulsos del nacionalismo. Es una cómoda sumisión al colectivismo particularista. Es una tremenda irresponsabilidad que acabaremos pagando con un nuevo procés aún más destructivo. Así, dejándose arrastrar por un contexto político tóxico, la burguesía catalana -si todavía existe- parece haber renunciado, no solo al liderazgo en España y, por tanto, a la influencia en Europa, sino también a cualquier compromiso con el futuro de Cataluña. El epítome: la victoria del separatismo hiperventilado en la Cámara de Comercio de Barcelona.
Dice la prensa local -cada día más local, que la burguesía está “conmocionada”, que no entiende cómo una candidatura impulsada por la Assemblea Nacional de Catalunya y un señor que se paseaba con una careta de Puigdemont vayan a controlar una institución como la Cámara de Comercio y, con ello, a situarse en posiciones privilegiadas en no pocas instituciones económicas catalanas y españolas, desde la Fira de Barcelona hasta la Cámara de España. Este no ha sido un avance más del tradicional nacionalismo catalán que sutil y estratégicamente había ocupado prácticamente todos los espacios de poder en Cataluña. No, esta ha sido una victoria de aquellos que en los últimos años disfrazaban de jugada maestra todas sus derrotas. Loskerenskies, como Artur Mas, ya cumplieron su idiota misión.
No es de extrañar que el talento, las empresas y las inversiones, como los afectos, huyan de Cataluña. El nacionalismo es un ascensor de la mediocridad. Nada bueno cabe esperar de la cultura del resentimiento. Pero bajar los brazos no es una opción, si no se quiere acabar saliendo por piernas. El compromiso cívico y las alianzas con altura de miras son hoy una obligación, si no se quiere que la decadencia de Cataluña sea definitiva.