Cataluña es (toda) España
«Como en Cataluña, parte de la opinión expresa consternación sincera y se refugia en un altiplano desde donde distribuir la culpa en proporciones idénticas a unos y otros»
La política española nunca se ha regido por las reglas del Marqués de Queensberry pero no hace falta ser de natural cándido para asustarse de las cotas de acritud y encono que está escalando últimamente. Algunos analistas trazan un semejanza con la Cataluña del Procés y conciben lo que ocurre desde la moción de censura de mayo de 2018 como una suerte de catalanización de la política española. Es una intuición que comparto y a la que me gustaría dar cuerpo. ¿Qué entender por catalanización? Esto: un proceso de entropía social acelerada que combina la degradación institucional con el tensionamiento de las relaciones privadas, en coincidencia con la adopción la clase dirigente (o de parte de ella) de programas políticos divisivos. Los consensos básicos que cimientan la convivencia en contextos de pluralismo ideológico se agrietan; el adversario se recodifica en enemigo; cesa de existir, en suma, un espacio compartido, un nosotros donde sentirse a gusto con personas que sabemos que no opinan igual en todo. La confianza social, la fortaleza sobre la que toda sociedad asienta sus demás fortalezas, se gasta y deshace y deshilacha.
Los paralelismos existen. En Cataluña el parlamento se dividió en dos bloques, a favor o en contra de la permanencia de España, similares a los bloques cincelados en las Cortes por la moción de censura, confirmados luego en sucesivas citas electorales: de un lado, la heteróclita coalición que destronó a Rajoy, en la que el PSOE quedó flanqueado por una suma de partidos con la marca común de su hostilidad al régimen constitucional. Del otro lado, un grupo menos homogéneo de lo que se pregona, pero unido en la creencia de que España vive un proceso subrepticio de mutación constitucional (destituyente ha dicho Ignacio Varela) no deseado por al menos una mitad de españoles. Como en Cataluña, las suspicacias se filtran a la sociedad: amistades que se enfrían, familias que discuten, grupos de whatsapp que se petrifican en silencio o prenden en acaloradas disputas. Como en Cataluña, quien antes no se interesaba por la política se vuelve bruscamente un abroquelado militante de una causa o la contraria. Como en Cataluña, cunde la impresión de que hay temas que es mejor evitar en la conversación o que no se puede hablar con entera libertad, por miedo a una lluvia de reproches o ser rotulado con una etiqueta insidiosa. Como en Cataluña, toma forma el sentimiento de que instituciones o lugares que debieran ser independientes o quedar al margen de la política se ocupan en beneficio solo de una parte. Como en Cataluña, proliferan los activistas travestidos de periodistas o académicos. Como en Cataluña, parte de la opinión expresa consternación sincera y se refugia en un altiplano desde donde distribuir la culpa en proporciones idénticas a unos y otros. Ciertos fenómenos sociales delatan parentesco: en la exorbitante popularidad de Fernando Simón, que medio país no acierta a comprender, se ven reflejos del caso de Josep Lluís Trapero, el jefe de los Mossos divinizado por la parte independentista de la sociedad catalana.
Otro parecido es la idea de que los debates que han abierto brecha en la sociedad son problemas irreales que conciernen a una minoría y distraen una monstruosa cantidad de energía que debiera volcarse en los problemas muy reales que afectan a la mayoría: muy en primer plano, la crisis económica. Que asuntos como el feminismo o la memoria histórica no tendrían por qué dividir a la opinión pública si se le presentaran de una manera razonable, orientada al acuerdo. Como en Cataluña, la estación de termino es la decadencia: si allí el Procés desbancó a Cataluña del lugar de predominio económico que llevaba largo tiempo ostentando en el conjunto del país, la crisis política podría llevar a España a borrarse del cogollo de países más desarrollados del mundo al que por méritos propios se había aupado. Extraños procesos de autosabotaje inducidos por las obsesiones privadas de estamentos minoritarios que a menudo no rebasan el puñado de personas: separarse y destruir un Estado democrático y pluralista en un caso; rectificar la Transición en otro.
Hay, sin embargo, una diferencia crítica entre ambos procesos: en Cataluña la oposición al independentismo nunca se radicalizó: los catalanes constitucionalistas tascaron el freno y soportaron con estoicismo los abusos de la parte independentista. En España se piafa y se relincha también por el otro lado. La pregunta que atosiga los espíritus es saber si será posible represar el caudal de energías reformistas echado a perder a raíz de la moción, y conformar un gran centro civil que hoy por hoy sigue en la galería de convalecientes.