La perepichka congelada de Kiev
«Nada más íntimo que contemplar la nevera de otro. Más incluso que su armario, su biblioteca, su archivo de fotos»
Decía Agustín Fernández Mallo que nada más íntimo que contemplar la nevera de otro. Más incluso que su armario, su biblioteca, su archivo de fotos. Somos lo que comemos y lo que tiramos. Teoría general de la basura se llamaba aquel ensayo.
Lo poco que conozco de Ucrania y su capital Kiev es la perepichka, sobre la que tuve que escribir para una guía de gastronomía urbana mundial, sin probarla, por supuesto, como se hace en general las cosas en el periodismo moderno. ¿Y qué es la perepichka? Pues una especie de perrito caliente que se vende en los puestos callejeros desde los tiempos soviéticos. La venta ambulante también define, como las neveras, a los pueblos, a las sociedades. Como esos puestos de hot dog que jalonan las calles de Manhattan, con ese queso amarillo gabardina del capitán Iglo que uno devora antes de entrar al Met, por ejemplo, por aquello de alimentarse en todos los sentidos. ¿Y los bretzel? Me fui sin probar uno, aunque su mera omnipresencia callejera nos recordaba un dato poco conocido: que en Estados Unidos hay más descendientes de alemanes que de ingleses o irlandeses. Ojo al dato.
En Madrid hay poca cultura de comer andando. Como si fueran dos actividades incompatibles, como besarse y andar, jugar al Wordle y andar. Se dice que hay quien ha comprado esos boniatos asados que venden en los puestos mortadelofilemonianos de plaza España o Atocha, pero nadie lo certifica. Luego está el mundo pizza en porciones, que tardó en llegar veinte años mientras que en las grandes capitales donde los comistrajos orientalizantes ya estaban a la orden del día. Como ese sándwich griego que en París causaba furor a finales de los noventa, antes de la eclosión del dúrum y el kebab. Carnaza especiada con cebolla de colores y una sobrecama de patatas o frites que, en Francia y Bélgica, no sé por qué, alcanzan la categoría de masivo placer culpable.
Hay imágenes que ya van quedando en la breve historia de estos nuevos capítulos de la historia. Como la desbandada en coche, por una avenida central de Kiev que podría recordar a una Caracas gélida, de esos primeros días de guerra, o de invasión, que no es lo mismo, como tampoco sitio y asedio. Esa guerra incómoda que genera trastornos en las rutinas, en los armarios, en las listas de la compra suspendidas sine die de las neveras ucranias. ¿Sobrevivirá alguna de la época comunista o ya había obsolescencia programada?
Habla Manuel Chaves Nogales en su La agonía de Francia de la impertinencia de la segunda guerra. En la primera, fueron de los más golpeados, millones de bajas, Verdún, y otra baja peor, la de los ideales. Porque entonces aún se creía —y esto lo cuenta el periodista Gaziel, que estuvo ahí en su impagable Diario de un estudiante. París, 1914— que la guerra servía para algo y que las naciones debían de ser defendidas incluso con la vida, con la muerte.
Francia ya estaba a estrenar el turismo que se llevara entonces, el Renault Dauphine de los años cuarenta, para irse de «week-end» a la segunda residencia quien pudiera, al parque los más, con sus déjeuner sur l’herbe y paté de campagne con vino Beaujolais, con ganas de hacer todo menos la guerra. Pero la guerra llegó y los franceses fueron de mala gana, de ahí que los nazis se les metieran hasta la cocina.
¿Y los ucranianos? De momento, se les ha congelado la perepichka, pero no tienen «week-end» ni almuerzos al solecito que perder.