¿De verdad Barcelona necesita ampliar El Prat?
«¿Para qué es necesario multiplicar la capacidad de un aeropuerto por el que se dejan ver 145.000 personas cada día del año?»
El haber pasado los últimos veinte años viviendo durante media semana en Barcelona y la otra media en Madrid, extravagancia residencial a la que puso fin definitivo la irrupción en escena el virus, me ha permitido durante ese tiempo disponer de una visión privilegiada sobre las diferencias y parentescos entre los dos grandes núcleos urbanos en torno a los que se articulan todas tensiones históricas de España desde hace más de dos siglos. Pero, sobre todo, me ha llevado a certificar que uno de ellos, Madrid, existe, y que el otro, Barcelona, ya no. Porque Barcelona, la ciudad donde transcurre la memoria de mi infancia y juventud, existió hasta más o menos el cambio de centuria. Pero luego se extinguió. Y lo que ahora ocupa el que fuera su lugar geográfico, al igual que sucede con los espacios que en tiempos lejanos alojaron a Venecia, Florencia o Praga, es un parque temático dedicado a recrear para los visitantes un simulacro, si bien algo tosco, de lo que se supone que había sido aquella ciudad antes de desaparecer tras verse engullida por la industria del turismo global de masas. Una muerte dulce, pero muerte al fin y al cabo, que Madrid ha tenido la dicha de no sufrir. No disponer de playas ni de Gaudí los ha salvado. De momento.
Y se me dirá que París o Londres, destinos tan concurridos o más que Barcelona, no por ello se han dejado por el camino su identidad urbana. Cierto, pero es que Barcelona, la Barcelona visitable, resulta ser un lugar muy pequeño, pequeñísimo, algo que siempre se olvida a la hora de hacer comparaciones. De hecho, apenas posee 1,62 millones de habitantes. La genuina villa es Barcelona, no Madrid. Una villa encerrada entre el mar y dos montañas, ergo sin posibilidad ninguna de crecimiento horizontal, que en 2019, el año inmediatamente anterior a la peste, albergó a doce millones de turistas. Doce millones que sumados a los que no pernoctan en la urbe pero la visitan igual, da un total de treinta millones, según estimación del Ayuntamiento. Treinta millones de forasteros haciendo fotos sin parar y por todas las esquinas, diecinueve turistas por cada habitante de la ciudad. Se dice pronto. Y 96.609 plazas hoteleras en su área metropolitana. Y 42.404 camas en pisos turísticos legales. Y otras tantas en los ilegales. Y un aeropuerto, el del Prat, por el que en el mentado año 19 transitaron 52 millones de personas. Un promedio muy próximo a las 145.000 almas diarias. Y ahora la pregunta del millón: ¿Para qué es necesario multiplicar la capacidad de un aeropuerto por el que se dejan ver 145.000 personas cada día del año?
Digan lo que digan tanto el Govern de la Generalitat como el Ejecutivo central, solo cabe una respuesta racional y verosímil a esa interrogación, a saber: ampliar la capacidad operativa del Prat por medio de una inversión nada convencional únicamente posee sentido económico si el objetivo real de la obra, que no el confeso, pasa por incrementar de modo exponencial el número anual de turistas que recalan en Barcelona y su entorno costero. Porque la hipótesis alternativa, el imaginar que decenas de miles de ejecutivos vinculados a las empresas globales constituirán el grueso de los usuarios del nuevo hub, creerse en serio eso, es vivir en un mundo de fábula. ¿A quién iban a visitar en Barcelona esas legiones innúmeras de ejecutivos transnacionales, los de la fantasía oficial, si en la ciudad, al igual que el resto de Cataluña, ya no queda ninguna gran empresa digna de tal nombre? Cataluña fue, sí, la fábrica de España. Bonitas historias del No-Do. Ahora, desengañémonos, somos la playa de Londres y el bar de copas de Frankfurt. De ahí que el verdadero debate en torno a la ampliación del Prat remita a si Barcelona podría soportar que la cifra de turistas que la visitan saltase hasta los cerca de 200.000 diarios que conllevaría la puesta en marcha de la nueva terminal, cuyo volumen de tráfico humano se estima en 70 millones de pasajeros anuales. Todas esas cifras tienen un algo de demencial. Más que un algo, un mucho. ¿Y si estuviéramos a punto de incurrir en un disparate histórico?