Democracia hipocondríaca
«Una democracia que se percibe segura es una democracia más frágil, capaz de incubar males con efecto retardado pero seguro»
Me contaban mis mayores que, al inicio de la Transición, era habitual escuchar lamentos sobre distintos males –o lo que se percibían como tales– con la expresión: «Eso por la democracia y la poca vergüenza». Una asociación que en nuestro país se sostenía en el hecho de que la liberación política y moral hubieran venido de la mano. Pero que también ha existido y existe en otros países, caso de Italia y la tendencia de los italianos de culpar de todo a sus gobernantes, que han hecho méritos históricos para ganarse el sarcástico «piove, porco governo». Allí donde existe la democracia, existe la queja hacia la propia democracia, sus imperfecciones y sus ineficiencias, singularizadas en los distintos dirigentes que la representan en cada momento.
No es algo nuevo, y basta echar un vistazo a las hemerotecas para encontrar noticias cada año, en cada país democrático, que hablaban con cierto grado de alarma del deterioro y la crisis de la democracia. Hagan el ejercicio en Google: escriban «crisis de la democracia libro» más una fecha por cada año desde 1950 hasta hoy, y ánimo a la hora de contar cuántos aparecen en distintos idiomas. Porque una democracia que se percibe segura es una democracia más frágil, capaz de incubar males con efecto retardado pero seguro. Es, como explica Ramón González Férriz en su brillante y reciente La trampa del optimismo (Debate), lo que ocurrió en la década triunfante de la posguerra fría, en los 90 del pasado siglo, cuando Francis Fukuyama hablaba del final de la historia y hubo un relajamiento generalizando en demasiados frentes, desde las finanzas al terrorismo, pasando por una incipiente desigualdad y una creciente insatisfacción social. Incluso, se llegó a pensar que las enseñanzas de relaciones internacionales y geopolítica carecían ya de sentido. Observemos, en cambio, cómo luce el mundo de las luchas globales de poder en los años del resurgir de China como superpotencia. O los coletazos de Rusia, heredera del perdedor de aquella contienda entre bloques que amenazaba con extinguir la vida sobre la Tierra.
Es innegable que se ha producido un deterioro general de las democracias y de sus instituciones, así como de la conversación pública que debe sostenerla. No han ayudado otros dos fenómenos que también vinieron de la mano, como fueron la Gran Recesión y el auge de las redes sociales. En muchos países se han producido regresiones autoritarias evidentes, caso de Hungría o Polonia, que responden a angustias culturales e identitarias tanto o más que a las carencias materiales. Sin embargo, y a diferencia de otras décadas en las que hoy creemos que la democracia tenía mejor salud, ningún dictador en potencia se atreve a negar hoy el ropaje formal básico de la democracia, ya sean urnas, tribunales electorales o separación aparente de poderes. Un avance intangible que cuesta ver desde dentro del ojo de la tormenta, pero que muestra un poder blando democrático del que no se puede prescindir tan alegremente, tampoco en estos años de vigorexia del poder duro.
Una democracia en crisis es, sobre todo, aquella democracia que no se percibe en crisis. Por eso, una democracia sana se parece más a una democracia hipocondríaca que a una aparentemente musculada y refulgente que presume de sus niveles bajos de colesterol. Pero no hay duda tampoco de que la democracia, además de ser moralmente virtuosa y constitucionalmente bella, debe ser eficaz. Y ahí está su flaqueza reciente, agudizada tras una crisis de 2008 cuya salida fue percibida como injusta e ineficiente tras discursos resignados en los que se nos decía que no había alternativa. Goethe decía que prefería la injusticia al desorden, y lo que nos enseñan los últimos años es que la democracia funciona con los factores cambiados, que muchos votantes optan por lo contrario y prefieren el desorden a la injusticia.