THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Una promesa imposible de cumplir

«El pueblo, cansado de las imperfecciones de la democracia real, quiere hacer efectiva su soberanía para reivindicar la democracia que cree posible»

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Una promesa imposible de cumplir

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En el fundamento de la democracia hay una promesa política imposible de cumplir: la de eliminar toda distancia entre gobernante y gobernado. Pero en esta promesa hay también algo noble, porque es noble animar a los pueblos a aprender a gobernarse a sí mismos. En este aprendizaje, nunca culminado y continuamente recomenzado con la llegada de cada nueva generación, se juega la democracia su propia condición de posibilidad.

La promesa se muestra incumplida en el mismo momento en que se convoca al pueblo a decidir sobre cuestiones de su incumbencia. Nunca aparece el pueblo, sino individuos con sus particulares y a veces enfrentadas visiones del mundo. Sin embargo, insistimos en que la soberanía no le pertenece a nadie en particular, sino al pueblo concebido como unidad. Ocurre con la soberanía como con el Museo del Prado, que es de todos, pero no te dejan llevarte Las meninas a tu cuarto de estar.

Por otra parte, la democracia proclama ideales humanistas universales para legitimarse a sí misma como el único régimen político no accidental. A los demócratas nos gusta creer que, como insistía Madariaga, no hay alternativa a la democracia «que una persona sensata pueda aceptar». Pero los pueblos no hacen política universal, sino política particular y por eso la democracia sólo es efectiva en el interior de países con fronteras bien definidas, instituciones estables y una clara conciencia de lo nuestro. La democracia, cuando piensa en el pueblo, piensa en nuestro pueblo.

A la democracia le gusta afirmar que cada ciudadano es un hombre de Estado en potencia que, si está bien educado, hará realidad otro de los elementos centrales de su credo, el de la armonía entre la razón y la política. Abrimos escuelas con la ilusión de que nos permitarán ir cerrando cárceles. Los hechos no comparten nuestra ilusión. No sabemos cómo hacer germinar en cada ciudadano una conciencia comunitaria. En parte por ello el ideal democrático se ha ido deslizando hacia una concepción menesterosa de una parte de la ciudadanía, que necesita de la solidaridad de las ventanillas oficiales para satisfacer necesidades urgentes. La democracia se encuentra así ante la necesidad de igualar mediante la ley unas desigualdades que no puede aceptar que sean naturales sin desmentirse a sí misma.

La democracia es formalmente el gobierno del pueblo, pero en su práctica, se nos muestra como la cultura de mayorías volubles, sensibles a la persuasión de cuanto es culturalmente hegemónico en un momento dado. Hoy, por ejemplo, la hegemonía cultural parece concebir la igualdad de manera creciente como igual derecho a ser diferente. De ahí las políticas identitarias. Sin embargo, al mismo tiempo que decide que todos somos iguales, deja a una parte de la ciudadanía excluida de la colectividad de los iguales. El principio represor no puede ser reprimido, porque es la expresión política de una afirmación moral sobre lo nuestro.

La democracia, como kratos (poder, soberanía) del demos (pueblo) necesita de un árbitro poderoso que organice la anónima solidaridad de las ventanillas, estableciendo mecanismos discriminadores en el reparto del kratos. El árbitro es imprescindible porque, como decía Maura, «no es posible la libertad, ni es posible la democracia, sin que el Poder público sea bastante fuerte para amparar el derecho de todos los ciudadanos». El problema es que para amparar el derecho de unos ciudadanos necesitamos policía que reprima el deseo expansionista de otros. El mismo Maura proclamaba en 1910 en Bilbao: «una democracia no es una dominación excluyente, sino que es la colaboración común, la presencia de todos, la ponderación sistemática y orgánica de los más contrapuestos impulsos de una sociedad, de modo que recíprocamente se limiten y armonicen, y se complementen, y se compongan, y se moderen, y coadyuven todos al cumplimiento de altos y permanentes fines». Maura se nos muestra como paladín del ideal. Pero al sustituir los rostros concretos por las ventanillas anónimas, la democracia cotidiana dificulta la creación de un sentido de agradecimiento hacia la propia práctica democrática. La moderna democracia parece sentirse cómoda en una solidaridad sin rostros.

Para que la distribución del kratos, que es constitucionalmente de todos, no presente problemas, el poder público debería ser la expresión de la sabiduría colectiva. Si tal sabiduría existiese, podríamos optar por el sorteo de todos los cargos del Estado, porque no habría diferencias significativas entre los ciudadanos. No lo hacemos porque las diferencias no solamente existen, sino que la eminencia en el ejercicio de las mismas aumenta las divergencias entre la autonomía real de los ciudadanos. Resulta, pues, que la virtud que es accesible a todos no es suficiente para asumir un puesto político de responsabilidad. La democracia necesita de lo que Fernando de los Ríos llamaba aristarquía y más recientemente ha recibido el nombre de meritocracia (por cierto, otra causa noble e imperfecta).

Las tensiones inherentes a la incapacidad de la democracia para hacer efectivas sus promesas, se expresan, con frecuencia, en explosiones de indignación en el espacio público. El pueblo, cansado de las imperfecciones de la democracia real, quiere hacer efectiva su soberanía para reivindicar la democracia que cree posible. Este es un momento crítico, porque en democracia es imposible gobernar contra la opinión pública. La democracia es, inevitablemente, una teatrocracia porque el Parlamento está siempre expuesto a la supervisión de la plaza pública y es fácil caer en la tentación populista de la sobreactuación en busca del aplauso inmediato.

Los leales a la democracia tenemos el deber de mantener los ojos bien abiertos ante sus defectos precisamente para preservar nuestra lealtad. La conciencia de la imperfección de una causa es la mejor vacuna contra el fanatismo, así como la conciencia de su nobleza es la mejor vacuna contra el desencanto y la decepción.

La perfección que le podemos exigir a un soneto no se la podemos pedir a una novela. Hubo villas romanas más perfectas que Roma; templos en Atenas más perfectos que Atenas; esculturas en Florencia más perfectas que Florencia. Al Siglo de Oro no le podemos exigir la perfección de Velázquez; ni a Los Ángeles la perfección de algunas películas de Hollywood. Pero una novela imperfecta puede contener sonetos perfectos, porque la imperfección puede acoger espacios de perfección. En las cosas humanas todo lo perfecto está rodeado de imperfecciones. Y no hay duda de que sólo en esa experiencia noble e imperfecta que es la democracia es posible, al mismo tiempo, la pregunta autónoma por la vida buena y el debate sobre el mejor régimen político.

Los atenienses de la democracia de Pericles decidían las cuestiones relevantes por medio de votaciones populares en la Asamblea, pero erigieron en el ágora una estatua a la diosa Peitho, la Persuasión, sabiendo bien que no se consiguen mayorías políticas exclusivamente con silogismos. No lejos de Peitho se encontraba el grupo escultórico de los tiranicidas, cuya historia real, como toda persona culta de Atenas bien sabía, nada tenía que ver con su representación. Mostraba a Harmodio y Aristogitón como mártires de la democracia emergente en su lucha contra la tiranía, pero su verdad histórica tenía más que ver con un episodio de amores y celos. Los atenienses sabían que la mitificación del origen de un régimen político es imprescindible si se quiere proteger su credibilidad.

Cuando Lerroux decía que Maura tenía “la superstición de la democracia”, estaba subrayando las imperfecciones de la democracia, mientras que Maura subrayaba su nobleza. Un verdadero demócrata nunca deja a Maura solo.

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