Por la boca muere el pez
«Cada gol que mete un futbolista vasco jugando a favor de España es un tanto contra el racismo separatista y el racialismo imbécil»
A Biden le ha caído una auténtica maldición encima con sus despistes. Todo el mundo está exageradamente atento a lo que dice para pillarle en un traspié verbal y ese implacable escrutinio hace equivocarse a cualquiera. Naturalmente, Biden, aunque no está tan lúcido como quisiéramos, no confunde a Zelenski con Putin ni a Kamala Harris con Trump sino que trabuca unos nombres con otros en la presión del acto público. A cualquiera puede pasarle, aunque sea joven y tenga buen riego sanguíneo en el cerebro. Pero esas equivocaciones verbales adquieren rango de quiebra mental si quien las escucha busca pruebas para desacreditar al candidato, que a menudo se lo pone a sus adversarios demasiado fácil.
Pero en una figura pública de primer rango, son más graves los fallos que revelan ignorancia o mala fe que las confusiones verbales. Recomendar beber lejía para curar la covid, como hizo Trump en sus buenos malos tiempos, es bastante peor que decir un nombre por otro y lo mismo creer que un lustro se compone de 25 años: eso no puede achacarse a un trastorno senil sino a no haber hecho como es debido el bachillerato.
Pero a veces manejar las palabras dándoles un significado erróneo, incluso opuesto al que tienen, es lo que provoca efectos más desastrosos. Eso ocurre no solo cuando alguien emplea al tuntún un término que conoce solo de oídas, sino cuando fuerza su sentido hasta despatarrarlo para ponerle al servicio de su ideología. Por ejemplo, el término «racializados», que la ínclita Irene Montero utilizó en un comentario laudatorio dedicado a dos futbolistas de la selección nacional, Lamine Yamal y Nico Williams, sin duda excelentes en lo suyo. Pues bien, el calificativo en cuestión (que ninguno habíamos oído hace diez años) es una hispanización del término inglés to racialize, que significa dar una interpretación racial a algo o clasificar algo o alguien en función de su pertenencia a un grupo étnico.
La palabra (o palabrota, más bien) implica un tratamiento negativo del sujeto a quien se aplica. Leo en Google que «las personas racializadas son aquellas a quien la sociedad ha asignado una categoría racial que dictamina el tratamiento opresivo o discriminatorio que reciben, en particular de las instituciones formales, a través del racismo sistemático e institucionalizado». El entusiasmo de Irene Montero por los futbolistas racializados de la Roja le llevó extender esta incómoda pero meritoria condición no sólo al joven Yamal, que en efecto es más bien oscurito, sino también al goleador Dani Olmo, que es claro como una mañana de sol y catalán por más señas. Claro que después de todo… ¿por qué no? Si hoy los racistas (es decir, los que juzgan a los demás para bien o para mal por su raza) abominan de un color de piel y lo ven como señal de todos los egoísmos y crueldades, ese es sin duda el de la raza blanca. Ser blanco, para los racistas, es pertenecer quieras o no al regimiento de los amos: los bebés blancos no vienen al mundo con un pan debajo del brazo, sino con un látigo de piel de hipopótamo en la manita.
«Luchar contra la Alabama de hace medio siglo desde el Galapagar actual siempre será una batalla ficticia y postureo»
En España puede haber individuos racistas (ya saben, los que racializan al prójimo, aunque sea para elogiarle) como hay ladrones o maltratadores de mujeres, pero no son la regla sino la excepción. Y desde luego no hay instituciones racistas ni un racismo sistemático. Lamine Yamal y Nico Williams sin duda habrán tenido que vencer numerosas dificultades y esforzarse mucho para alcanzar su maestría actual con el balón, pero entre esos obstáculos no ha estado el color de su piel. Es inútil empeñarse en luchar contra la Alabama de hace medio siglo desde el Galapagar actual: siempre será una batalla ficticia y un postureo heroico que no merece aplausos sino una patada en salva sea la parte.
Pero si alguien quiere seguir pensando en «racialismos» (aunque más prudente que Irene Montero y demás gaznápiros no utilice esa palabrota) no le será difícil encontrar en este país ejemplos de ese flagelo: el racismo separatista. En distintos puntos del País Vasco han aparecido pintadas contra Merino y Oyarzábal llamándoles «traidoreak»; por jugar en la selección española. Contra Nico Williams de momento no hay nada, a pesar de que el pamplonica dijo alegremente que él en euskera está en el nivel cero. Por supuesto, Otegi, Ortuzar y otros pájaros de mal agüero ya han hecho saber que ellos no se alegran de la victoria de España en la Eurocopa, todo lo contrario. Pues qué pena, qué ganitas de llorar.
Para los separatistas (antes de nada separados del sentido común) los vascos están racializados a más no poder y entre sus obligaciones raciales está no jugar en el equipo de Toda España y entristecerse de sus éxitos. Comprendo que se desesperen porque haya casi tantos vascos en la selección como en la historia de España: ¡y siempre metiendo goles! Cada gol que mete un vasco jugando a favor de España es un tanto contra el racismo separatista y el racialismo imbécil.