Volver a Notre Dame
«Fue un auténtico disgusto no ver al Rey allí: una decepción inesperada viniendo de quien menos nos decepciona en nuestro país decepcionante»
Hay lugares o monumentos con los que guardamos una relación personal, íntima, más allá de cuáles sean sus encantos objetivos. En el atentado de Londres de hace unos años en que los terroristas islámicos hicieron estallar bombas en el metro de Russell Square y en Tavistock yo me sentí especialmente conmocionado, más allá del lógico sentimiento por la pérdida atroz de vidas humanas. Esos lugares de Bloombury, que aparecían en televisión entre policías afanosos y transeúntes desconcertados, forman el meollo de mi Londres, donde mi hermano y yo nos hemos alojado docenas de veces cuando vamos a las jornadas felices del Derby. Esas bombas explotaban dentro de mí, en mis recuerdos más gratos, no sólo en las calles familiares de la capital británica. Y aún fue mucho más traumático el incendio de Notre Dame, un desastre que pudimos ver en todo su desarrollo escalofriante (¿puede causar escalofríos un incendio?) a través de los informativos.
Para mí, como para tantos, sean o no franceses, sean o no católicos, la catedral parisina es un lugar sagrado en el más alto y misterioso sentido de la palabra. Uno de esos pocos refugios que tiene el alma y que se pueden contar con los dedos de la mano. Al ver arder el edificio, con un fuego atroz que lo consumía con la misma furia del que tortura a los condenados en las leyendas piadosas, se me agolpaban todos los recuerdos que tengo de París, desde las escapadas juveniles y semiclandestinas para respirar aquel aire libre (y sobre todo libertino) tan preferible a la asfixia de la dictadura franquista hasta las charlas académicas de maestros famosos que escuchaba devotamente sin apenas entenderles, aburrido y feliz. París era una fiesta, desde luego, y Notre Dame su corazón insuperable. Ahora lo veía arder y lo mejor de mi juventud quedaba también destruido con él.
Con los años, uno aprende que cuando algo muy amado se pierde, se pierde para siempre. Por eso la reconstrucción triunfal de Notre Dame ha sido un auténtico milagro, uno de esos regalos que la vida hace muy de tarde en tarde. Yo lo he gozado como un «levántate y anda» que por una vez se burla del pesimismo. A mi la Inteligencia Artificial que encandila o abruma a tanta gente no me produce ni frío ni calor, la considero una cosa para otros. Pero recobrar Notre Dame si que me parece algo capaz de renovarme el apetito de vivir… aunque sea de paso. Y este gran logro se debe al empeño de Macron, que ahora está en horas bajas y por quien me gustaría romper una lanza o varias, llegado el caso. Se ha puesto de moda desdeñarlo llamándole «Napoleón», que es el mote que los españoles secretamente acomplejados le ponen a los franceses bajitos que se creen importantes, a veces porque lo son. Bueno, puede que se crea Napoleón, no lo sé, pero seguro que no cree ser Franco como en cambio les ocurre a tantos en la España sanchista.
Macron se comprometió a tope con la recuperación de la gran catedral y ha salido victorioso de la prueba, gracias a que en Francia aún quedan muchos artesanos que aman sus tradiciones y la obra bien hecha, aunque sólo Dios la vea. ¿Que lo hizo para compensar otras deficiencias, para realzar su figura política tambaleante? Muy bien, pues acertó como aciertan quienes valoran los grandes símbolos civilizadores y no los tejemanejes modernoides que entretienen a los telembobados. Contra Macron están Le Pen y Melenchon, luego seguro que algo habrá hecho bien.
¿Y los fastos de la inauguración? Pues ya sabemos que todas las pompas son fúnebres pero la convocatoria no estuvo mal, cuando intentó y en gran parte logró combinar lo religioso (que no tenía que ser excluyente, porque Notre Dame es más importante que cualquier novena) con la representación civil de grandes figuras del poder que acudieron a rendir pleitesía, algunos quizá de mala gana, a algo superior a ellos y a lo que no pueden destronar. He leído críticas acerbas contra varias de las músicas que sonaron o hasta contra las casullas de los clérigos. ¡Cuántas vocaciones frustradas de maestro de ceremonias hay! Y sobre todo cuanto tiquismiquis que protesta ante una magnífica puesta de sol porque le parece mal iluminada…
«Quizá el Papa no quiso ir porque le pareció un festejo demasiado europeo y no aprobado por el Grupo de Puebla»
Entre los asistentes algunos brillaron por su ausencia, como por ejemplo el Papa. Quizá no quiso ir porque le pareció un festejo demasiado europeo y no aprobado por el Grupo de Puebla. En fin, desde el primer día sabemos que habemus Pampa! Más justificada está la ausencia de Ernest Urtasun, nuestro inverosímil ministro de Cultura. Faltó porque se fue al circo, un espectáculo en el que encaja mucho mejor aunque ahora lamentablemente ya no salen a la pista animales amaestrados.
En cambio fue un auténtico disgusto -al menos para mí- no ver al Rey en Notre Dame: una decepción inesperada viniendo de quien menos nos decepciona en nuestro país decepcionante. Seguro que hay una explicación justificada pero doler, ha dolido. No creo ser el único español que hubiera querido estar en la resurrección milagrosa del templo representado por quien mejor sabe hacerlo. España otra vez fuera de juego y su carcoma interior frotándose las garras.
Mi único propósito firme para el incierto 2025 es volver en cuanto pueda a Notre Dame. Y allí dar gracias a Dios, a Macron, a los artesanos que han recuperado su tradición medieval, a Nuestra Señora, a quienes aún nos defienden, a los que desde lo alto o a nuestra misma altura se preocupan de nosotros.