La quinta columna
«A ver si espabilamos y aunque USA nos falle y los quintacolumnistas zapen traicioneramente, vamos con nuestros ahorros a por los tanques»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Entre las varias expresiones que nuestra lengua ha aportado al idioma universal de la política –«liberal», «guerrillero»…– está la de «quinta columna» para referirse, en un conflicto armado, a los que dentro del propio bando colaboran con el enemigo o se niegan a luchar contra él. El inventor del término parece que fue el general Mola, que tenía cuatro columnas avanzando contra Madrid pero confiaba en que habría otra, la quinta, funcionando clandestinamente dentro de la capital en favor de los sublevados. De modo que en un principio «quinta columna» se usó en sentido positivo, al contrario de términos de la historia del arte como «barroco» o «impresionista» que nacieron con tono crítico o burlón.
Más allá de la opinión de Mola (otros la atribuyen al general Varela), el quintacolumnismo pasó a ser internacionalmente un término despectivo, dedicado a traidores a su causa, gente de mal pensar y peor vivir. Fusilables, vaya. Nuestro tiempo no es pródigo en ejemplos de lealtad duradera, todo lo contrario, y el caso de quienes se dicen fieles a unas ideas o un partido y en la práctica oran y laboran eficazmente a favor de los contrarios es tan común que llamarles «quintacolumnistas» sería demasiado sofisticado. Se les suele denominar «calculadores» o «equidistantes» pero nada peor. Claro que, bien mirado, en ciertos asuntos serios no hay nada peor.
Cambio de tercio, porque deben resignarse a que soy taurino. Detestar la guerra, oponerse a ella en la medida de lo posible, considerarla una de las mayores y más crueles desdichas que puede afligir a cualquier sociedad es un sentimiento común y plenamente justificado en cualquiera que no sea carente de razón y de corazón. Los partidarios de la guerra son auténticos psicópatas, como el burlesco protagonista del poema La desesperación de Espronceda: «Me gusta ver la bomba / caer mansa del cielo, / inmóvil en el suelo / sin mecha al parecer, / y luego embravecida / que estalle y que se agite / y rayos mil vomite / y muertos por doquier». En fin, vaya capricho. Nadie con dos dedos de frente quiere guerra, ni siquiera con uno y medio.
Pero, claro, tampoco nadie en su sano juicio quiere quirófanos, ni operaciones a corazón abierto, ni amputaciones de miembros gangrenados. Los demagogos tontilocos que aseguran como prueba de superioridad moral que ellos prefieren que se invierta en hospitales y escuelas antes que en tanques son tan clarividentes como los que se ufanan de que donde esté un buen chocolate con churros que se quiten las colonoscopias. Hay cosas deliciosas que hacen que apetezcamos la vida y hay cosas dolorosas y hasta trágicas que nos la salvan. Que no nos confundan los mentecatos o más bien los trileros verbales.
El siglo pasado las democracias europeas, salvadas dos veces por los USA de las contiendas provocadas por autócratas belicistas, se acostumbraron a vivir protegidas bajo la potencia yanqui, paternalismo no plenamente desinteresado, claro –ninguno lo es, ni siquiera el de los paterfamilias carnales– pero mucho más barato y más seguro que el que podríamos procurarnos por nuestros propios medios. El enemigo del que teníamos que resguardarnos era la Rusia soviética, cuya voluntad fagocitadora no dejaba (¡ni deja!) lugar a dudas. Como vivimos en sociedades libres, es decir donde se respeta el derecho a equivocarse o a conspirar contra la democracia establecida, hay fuertes movimientos pacifistas opuestos a nuestras alianzas militares con Estados Unidos y también a que nos armemos por nuestra cuenta para valernos por nosotros mismos. Nada, ni un céntimo para la defensa de Occidente y ni agua al imperialismo americano.
«A los bellacos clásicos de la izquierda se unen ahora los orates nacionalistas de la derecha: les guían Trump y Putin»
¿Y quiénes esos pacifistas radicales? Pues, dejando aparte algunos iluminados religiosos partidarios del Jesús que reprendió a Pedro por desenvainar la espada y que olvidan al Cristo fustigador de los mercaderes del Templo, son los comunistas, semicomunistas y compañeros de viaje de semejante patulea. En una palabra, el izquierdismo cada vez más desnortado y palurdo. Esa es nuestra quinta columna, que viene zapando la democracia liberal desde hace décadas. Antes los pacifistas colorados estaban contra las armas de los demócratas para favorecer (sin decirlo, claro) las armas de los soviéticos. No temían a la amenaza de Rusia (la deseaban, creían que mejoraríamos bajo su yugo) y abominaban del imperialismo americano al cual debíamos nuestras malditas libertades capitalistas.
A esta caterva radioactiva se les han unido ahora los semitotalitarios de derechas, una recua que ya no ve en el criminal Putin al guía de un marxismo redentor, como su maestro Stalin, sino al último defensor de la familia y los valores del puritanismo cristiano, pisoteados en nuestros países encenagados en el hedonismo individualista. A los bellacos clásicos de la izquierda se unen ahora los orates nacionalistas de la derecha: les guían Trump y Putin, pero entre nosotros también Puigdemont, Otegi y cualquiera que aborrece de la única entidad democrática que conocemos, España. ¡Viva la paz y que triunfe el diluvio!
A los blandengues cursis, que suelen colaborar en El País y en lugares semejantes (compartiendo sólo su señal distintiva, el odio irracional, pero muy interesado a Isabel Díaz Ayuso, con toda la increíble armazón de mentiras y exageraciones sobre los crímenes de las residencias que pretenden fundamentarlo) les ha dado ahora por hacer cantos al genio europeo y pedir que se convoquen manifestaciones a favor de los artistas y geniales que somos en este continente en que cada vez hay más analfabetos históricos y cívicos. Hay que ser gilipollas, sin perdón.
Pues miren, Cervantes ya había escrito su novela inmortal, y Rembrandt había pintado todo lo que merecía ser pintado y Mozart nos había regalado ya su música excelsa cuando Hitler se apoderó por la fuerza de cuanto le rodeaba y asesinó cuanto quiso. Y si no llega un puñado de valientes a desembarcar en Normandía, dejando esa arena regada con su sangre, ni Cervantes, ni Rembrandt, ni Mozart hubieran salvado nuestros derechos humanos. Ni los salvarán hoy si permitimos que Putin viole en Ucrania las fronteras de la Europa democrática, las españolas incluidas. De modo que a ver si espabilamos y aunque USA nos falle y los quintacolumnistas zapen traicioneramente, vamos con nuestros ahorros a por los tanques.