¿Quién inventó el mal?
«En este sucio mundo hay que respetar los derechos de Luisgé Martín, el sanchista, el oportunista. Pero los decentes guardamos nuestro cariño sólo para ti, Ruth»

El filicida José Bretón.
En una entrevista le preguntaron al gran director de cine Fritz Lang cuál era su visión del mundo y repuso: «Creo que existen sólo dos clases de seres humanos: los malos, que son a los que llamamos buenos, y los muy malos, a los que llamamos malos». Sin compartir tan radical pesimismo (después de todo, si uno escribe para los demás, algo bueno verá en ellos y en uno mismo para querer comunicarse), hay que reconocer que es más fácil y llamativo encontrar ejemplos reprobables a nuestro alrededor y en la historia que lo contrario. Quizá sea porque el mal atrae especialmente nuestra atención, es más interesante. Tolstói dijo que las familias felices son insípidas, y la criatura de Frankenstein informó a su creador de que él era malo porque se sentía desdichado.
Sin la presencia activa del mal no existiría el cine de Fritz Lang, pero tampoco los cuentos de Grimm, ni el Génesis o los Evangelios. El niño que se sienta en nuestras rodillas simpatiza prudentemente con Pulgarcito, pero todos sabemos que su ideal secreto es el ogro o la bruja. Y en la prodigiosa escena final de El tercer hombre todos entendemos que la bella Alida Valli pase de largo ante el abnegado pero soso Holly Martins y prefiera inútilmente al siniestro Harry Lime. En las riñas de gallos mexicanas cuentan que en cierta ocasión un gachupín llegó a la gallera y le preguntó al manito: «Oiga, ¿qué gallo es el bueno, el negro o el rojo?». El manito repuso: «El rojo, patrón» y el gachupín apostó en consonancia. Luego el gallo negro hizo picadillo al rojo. Protestó el gachupín (lo llevan haciendo desde Hernán Cortés): «Pero usted me dijo que el rojo era el bueno…» El manito se encogió de hombros: «Y sí, pero el negro es el cabrón». Por lo general nos fijamos más en los cabrones…
Además de reclamar nuestra atención, ¿son los malos realmente interesantes? He conocido unos cuantos (y sobre mí mismo no me hago ilusiones), pero bien vistos resultan decepcionantes: son brutos, son guarros, son acaparadores, carecen de los sentimientos que hacen amable la vida, pero a fin de cuentas no tienen verdaderamente interés o relieve. Si desaparecieran del mundo decaerían las narraciones, pero saldría ganando la vida cotidiana. Los malos son como una navaja de afeitar bien afilada: hay que manejarla con cuidado, pero no sirve más que para adecentarse un poco.
Los únicos malvados de auténtica altura vital sólo están en la literatura, en las novelas de Dostoyevski o Conrad, y sobre todo en las tragedias de Shakespeare. Ese Macbeth que decía atreverse sólo a lo que se atreve un hombre, pues quien se atreve a más ya no lo es: finalmente transgredió ese límite y mató al sueño, el apreciado compañero de cada noche… O Ricardo III, que se convirtió en enemigo de sí mismo y temía quedarse solo en una habitación porque sabía que estaba en compañía de un asesino… Los villanos de Shakespeare tienen una maldad reflexiva, razonadora, que se convierte en su propio castigo, como las penas de los condenados en el infierno de Dante son metáforas de sus pecados.
Pero la mayoría de los monstruos de la vida real no tienen en su alma podrida la clarividencia de los grandes literatos. Cometen atrocidades, pero si intentan alardear o arrepentirse de ellas aburren a cualquiera: son palurdos venenosos, pero al fin y al cabo palurdos. Tenía razón Tomás de Aquino, el mal no es una cualidad positiva sino la falta de varias cualidades positivas (escrúpulos, compasión, empatía, generosidad…), que labran vacíos en el alma como el Alzheimer agujerea la red neuronal de nuestra memoria y nos deja sin lenguaje ni recuerdos. El mal nos roba la humanidad sin darnos nada a cambio.
«Detesto y desprecio a ese padre asesino con todas las fuerzas de mi desesperación»
Cada uno tenemos nuestra idea de lo que es el mal por antonomasia, el mal que no puede aliviar su gravedad apelando a una circunstancia desafortunada, al arrebato momentáneo o a la ignorancia culpable. No soy nada original tampoco en esto: yo condenaría eternamente a ser masticado por la boca de Satán no a los traidores, como hizo Dante, sino a los que han maltratado deliberadamente a los niños.
Los dos hijos de José Bretón tenían seis y dos años cuando su padre los borró de la faz de la tierra para torturar a su madre, que con toda la razón del mundo quería separarse de él. No soy nadie ni tengo limpieza de corazón para condenar a ninguno de mis semejantes, pero detesto y desprecio a ese padre asesino con todas las fuerzas de mi desesperación. No quiero escucharle, ni entenderle, ni concederle el mínimo tributo que merece cualquier ser humano: desafío el castigo de los cielos pero no le quiero en mi misma especie. Hay pecados que los humanos no podemos perdonar, ni debemos perdonarlos: por eso hace falta que una y otra vez Cristo muera en la cruz por nosotros.
El juez autoriza la difusión de El odio, el libro en que se recogen los vómitos de Bretón sobre su hazaña, tan interesantes como musicales son los crujidos de un esfínter que se desgarra por culpa de una deposición excesiva. El libro (o lo que sea) ha sido perpetrado por Luisgé Martín, autor de los inolvidables discursos de Pedro Sánchez: primero Sánchez, luego Bretón, qué afición tiene este hombre a dar voz a los psicópatas. La madre de los niños aniquilados, Ruth Ortiz, ha protestado en vano contra esa publicación infame.
No, Ruth, el libro debe publicarse porque una vez escrito se difundirá inevitablemente: más vale que sea legalmente y que el único culpable sea su autor, que ni siquiera tuvo la mínima delicadeza de ponerse en contacto contigo para advertirte de su rentable «homenaje». Pero tú tienes razón en protestar, Ruth, y en acusarle de servir de pluma al diablo. Y en más de un sentido. Muchos estamos de tu parte, aunque los más cobardones de mi gremio no lo reconozcan para proclamar mejor su entusiasmo por la libertad de expresión. Por lo visto, el único que la tiene dudosa es Vito Quiles en el Congreso. En este sucio y puñetero mundo en que vivimos hay que respetar los derechos de Luisgé Martín, el sanchista, el bretonista, el oportunista. Pero los decentes guardamos nuestro cariño y nuestra admiración sólo para ti, Ruth.