The Objective
Fernando Savater

Comer de cine

«No hay rincón del comportamiento humano donde no pueda aparecer la mueca ufana del esnobismo. Donde hoy se posturea más es en el ámbito gastronómico»

Despierta y lee
Comer de cine

'El menú' (2022). | Searchlight Pictures (Disney+)

El esnobismo es confundir la elegancia con la ostentación. Cuentan que Lord Brummel, admirado parangón de la elegancia en su día, fue halagado en un salón por una dama: «Milord, qué elegante viene usted hoy». Brummel respondió suavemente: «No estaré tan elegante si usted me lo hace notar». La buena señora era carne de esnobismo, sin lugar a dudas. La verdadera elegancia es como un perfume que se percibe, crea un grato ambiente, pero no pica en la nariz. Quizá a lo que más se parece es a la sprezzatura, ese toque ligero y despreocupado, pero convincente, que caracteriza al que logra cosas difíciles como sin darse cuenta.

Baltasar Castiglione, en Il Cortesano, lo aplica a gestos y vestimenta, porque sobre todo se liga comportamientos personales (¡la maravillosa sprezzatura de los cuadros de Rafael!) pero hoy tendemos más a aplicarlo a estilos colectivos en decoración, moda, etc. Por lo visto, ahora toca esforzarse por parecer despreocupado y se elogia por su espontaneidad lo que tan evidentemente ha costado mucho artificio conseguir. Por eso el castigo del esnobismo suele darse como ridículo, o al menos como una risita irónica y clandestina que acompaña discretamente al pavoneo culpable de quien se toma poco o mucho por arbiter elegantiarum.

No hay rincón de los comportamientos humanos donde no pueda aparecer la mueca ufana del esnobismo. Pero yo creo que donde hoy se posturea más es en el ámbito gastronómico. De una necesidad natural muy grata de satisfacer, pero no especialmente noble ni distinguida, se procura hacer algo así como un arte sublime, a medio camino entre la química recreativa y el malabarismo. Por descontado, comer bien y variado es muy agradable, sobre todo cuando se goza de un buen estómago, pero también es muy sencillo para quien no padece gran estrechez económica.

En países como el nuestro no hay región que no tenga sus platos característicos muy sabrosos. Hasta no hace muchos años, también en las familias se cocinaba competentemente, por lo menos en la mayoría de las casas. Siempre hubo excepciones, claro: tuve un amigo que cuando alguien nos ponderaba un restaurante diciendo «ahí se come como en casa» solía apostillar: «Yo no quiero comer como en casa, prefiero comer bien». Por mi parte, puedo asegurar que, pese haber comido en reputados templos culinarios, sigo añorando platos que tomaba los domingos durante mi adolescencia. Preparados por manos sencillas pero amorosas… aunque son probablemente esas manos lo que realmente echo de menos.

Ahora existe toda una mitología culterana de exquisiteces rebuscadas, apoyada en un lenguaje tan enigmático como lo es el de la física nuclear para un neófito. Hay quien se aprende esa jerga con deleite, sobre todo al ver la cara de asombro de quien la escucha. En el fondo, no disfrutan de la comida, sino de la explicación pretenciosa para iniciados de la comida. Sin el cuento de hadas (brujas, más bien) que rodea cada plato no podrían saborearlo. En fin, con su pan se lo coman… Aunque los más severos de estos metafísicos del condumio (los pensadores del pienso, les llamé hace años) proscriban el pan de sus mesas, como luego veremos. No es cosa rara que esta moda esnob de envolver en bisutería intelectual los bocados que nos llevamos a la boca (por no mencionar su destino posterior) haya llamado la atención satírica de algunos cineastas: por ejemplo El menú, de Mark Mylod, una película reciente (2022) que es el pretexto de estas líneas.

«En la película ‘El menú’ pronto vemos que lo que ocurre trasciende el esnobismo para convertirse en venganza criminal»

Por lo que yo sé, el cine gastronómico oscila entre dos extremos, ambos interesantes (descarto con cierto pesar Holocausto caníbal 1 y 2 y sobre todo Hannibal, porque se centran en gustos legalmente no autorizados). De un lado tenemos un clásico como La Grande Bouffe de Marco Ferreri (1973), un escándalo en su día comparable a El último tango en París aunque bastante más divertida. Tenía un reparto imbatible –Piccoli, Mastroianni, Ugo Tognazzi, Philippe Noiret…- del que recuerdo especialmente a la opulenta Andréa Ferréol, cuya oronda silueta me inspiró algunos sueños húmedos y que ahora compruebo que es de mi quinta y que sobrevive a sus compañeros de cartel.

Una película tan desaforada que es difícil tomarla seriamente por cruel, aunque por si acaso no la reponen en ninguna parte. En la otra punta del mapa está El festín de Babette, de Gabriel Axel (1987), basada muy ligeramente en un cuento de la estupenda Karen Blixen y con la encantadora Stéphane Audran como cabeza del reparto. Una película humanista, con una mirada muy sensata sobre un tema actual como es no ya la inmigración sino el exilio. Su mayor mérito es que ofrece al espectador en la pantalla un menú verdaderamente apetitoso, que si lo ves en ayunas te hará correr de inmediato a cualquier lugar donde puedas reponer fuerzas.

Entre esos extremos está El menú, la película de Mark Mylod, un film de terror satírico. Ambientada en una isla sofisticada que ejemplifica el aislamiento de un grupo de supuestos privilegiados que en realidad sólo arrastran miserias, se burla tanto de los que se las dan de entendidos como de su contento en pastar insensateces. La situación del grupo de comensales, una élite que no tarda en lamentar serlo, va derivando de la comedia bufa a la tragedia: están invitados a un banquete tan refinado que de él nadie puede salir vivo. Pero para mí el mayor atractivo de la cinta (admitamos que Mylod no es Hitchcock precisamente) es la figura central de Ralph Fiennes como el chef fanático dispuesto a inmolarse con sus comensales.

Confieso sin rodeos que tengo a Fiennes por el mejor actor vivo del momento, con permiso de mi entrañable Clint Eastwood. Aquí compone un personaje genial, ante el que no sabe uno si reír o temblar. Sus normas gastronómicas son tan arbitrarias como prohibir rotundamente el pan en su banquete y es secundado por un regimiento de cocineros que le obedecen con ceguera fatal. Pronto vemos que lo que ocurre trasciende el esnobismo para convertirse en venganza criminal. Y el único personaje que salva el pellejo es quien se atreve a rechazar todo el exótico menú y lo anula pidiendo una simple hamburguesa. Comer sin pretensiones nos devuelve de la figuración caprichosa a la humildad del auténtico placer.

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