¿Dónde están (escondidos) los intelectuales cristianos?
«Las vibrantes discusiones que caracterizaron la universidad medieval son hoy solo un recuerdo mortecino»
Hace tres días el joven filósofo Diego S. Garrocho publicó en el diario El Mundo una tribuna notable. Su título, ¿Dónde están los cristianos?, formulaba sin concesiones una preocupación: que en nuestros debates públicos, nuestras redes sociales, nuestras tertulias políticas y discusiones intelectuales, apenas cabe oír voces cristianas que muestren, verbigracia, «el vigor filosófico del Evangelio de Juan, el mérito sapiencial del Eclesiastés o la revolución moral de las epístolas de San Pablo».
«Hagan la lista», sugería Garrocho: «Está la izquierda cultural, el marxismo talmúdico, la socialdemocracia, el populismo de izquierdas, el de derechas, el liberalismo erudito, el de audiolibro, los ecologistas, la izquierda de derechas, la Queer Theory, los conservadores estetizantes, la tardoadolescencia revolucionaria, el extremo centro, los del carné de un partido, los del otro carné… Y está, por supuesto, el catolicismo excesivo y de bandería. Están todos, absolutamente todos en un ejercicio de afinación sinfónica, todos menos la intelectualidad cristiana».
Esta carencia, a juicio de nuestro pensador, él mismo cristiano (y, por tanto, el texto no deja de emanar cierto aire autocrítico), es grave. No siempre fue así: Garrocho recuerda debates recientes en que sí que supieron penetrar autores como el papa Benedicto XVI, o los filósofos Gianni Vattimo y Rémi Brague (todos ellos vivos, aunque ancianos; yo añadiría al recientemente fallecido René Girard). Su artículo concluye, pues, de forma tan punzante como bella: «Nadie ensaya a decir ya, ni tan siquiera como ejercicio intelectual, que a lo mejor es cierto que hay una dignidad singular en los que pierden, los que sufren y los que lloran, porque de ellos será lo que los cristianos reconocen desde hace siglos como el Reino. Así sea como hipótesis merecería la pena decirlo en alto alguna vez. Por pura probabilidad. No vaya a ser cierto».
Garrocho lanza, pues, un llamamiento a hablar más en cristiano. Y uno podría esperar que tal llamamiento chocase sobre todo con quienes se alegran de que el cristianismo quede fuera (o «fuerísima», según moderno superlativo) de nuestras batallas culturales: laicistas, podemia, modernez malasañera, cientificistas… Sin embargo, resulta revelador del estado de nuestra opinión pública que las principales críticas que tal texto ha recibido hayan procedido… de los propios cristianos.
Estos se han sentido (¿hace falta aclararlo, en el mundo de hoy?) ofendiditos con el planteamiento de este joven profesor. Han negado la mayor. No, ¡no es cierto que no haya autores cristianos produciendo pensamientos valiosos! En Twitter se han ocupado y todo de detallarle listas de notables.
Pero no solo Garrocho (a quien tuve la fortuna de conocer hace años en un congreso dedicado a Paul Ricoeur), sino cualquier persona culta conoce bien estos nombres. Lo que denuncia su artículo, pues, no es que no existan. Volvamos al título: lo que se pregunta es más preciso, ¿dónde están? Pues, desde luego, no son nombres que resuenen en nuestros diálogos públicos.
Ante esta evidencia, los críticos con el artículo que estamos comentando contraatacan: “Oh, cierto, pero ¡no es culpa nuestra, cristianos, si no estamos presentes en el mainstream! ¡Es culpa de quienes controlan este! Si nos excluyen, nos silencian, o si simplemente no se nos escucha, ¿qué responsabilidad nos puede caber?”.
Esta queja parece plausible hasta que uno recapacita sobre ella. Que es a lo que me gustaría invitar al amable lector aquí. Porque cabría ver ese lamento como razonable si procediera de algún grupo marginal, pongamos a los mormones o a los adventistas del Séptimo Día. O a los jugadores de bádminton. Todos ellos dependen, por sus escasos recursos, de la voz que les concedan los demás.
Pero ¿de verdad pueden miembros de la Iglesia católica quejarse de que «otros» les acallan? ¿No tiene tal iglesia hoy en España una red de colegios, de universidades, una cadena de radio, una de televisión, editoriales, asociaciones, organizaciones, institutos, congregaciones, edificios, museos… suficientes como para no depender de si «otros» te otorguen o no la palabra? ¿De veras se están empleando estos enormes recursos del modo óptimo que permitiría ir bien pertrechados a la guerra intelectual?
Mi impresión es la contraria. Todos esos talentos se están dilapidando de forma difícilmente perdonable (recordemos la parábola de los ídem). Y parte del problema es que ese desperdicio se ha convertido ya en una inercia que pasa desapercibida a los propios dilapidadores. De ahí que estos reaccionen del modo tan airado en que lo han hecho con el artículo del profesor Garrocho.
¿A qué me refiero cuando hablo de derroche de los recursos con que sí cuenta la Iglesia católica, pero que no se ven reflejados en su impacto intelectual? Empecemos hablando de los medios de comunicación de la Conferencia Episcopal: una de las cadenas radiofónicas más escuchadas del país, Cope, y una televisión con cierta presencia también, Trece TV.
Enciendo mi aparato de radio mientras redacto este artículo: se juega un partido de fútbol, así que los locutores lo narran exaltados, pespunteándolo todo de alguna que otra blasfemia (el término «hostia», no en su significado sacramental de «pieza redonda y delgada de pan ácimo», es la primera que detecto). No me parece algo definitivo (aunque la próxima vez que los obispos se quejen de que un artista o una revista satírica se mofa de su fe, me preguntaré por qué no ponen en su sitio también a sus propios empleados de Cope, por muy millonarios que sean los contratos de estos). Acudo a la parrilla general de esta cadena: ¿qué espacio se presta a debates intelectuales de empaque donde escuchar la voz cristiana? Me percato de la gran labor que Fernando de Haro o Pilar Cisneros realizan en su programa de tarde, algún que otro programa consagrado a asuntos de sacristía… y poco más.
Apago la radio, enciendo la tele, y mi sensación empeora. Trece TV ha decidido, por razones misteriosas, que repetir películas del Oeste antiguas constituye una excelente introducción al pensamiento cristiano actual. Pero no acierto a captar el porqué.
En cuanto Pablo Iglesias Turrión contó con una televisión, pequeña, financiada por la teocracia iraní, comenzó enseguida a producir debates en que exhibir sus ideas extremistas. Y en los que ir contactando con intelectuales afines o netamente adversarios. Debatir, incluso con gente muy contraria a ti, te da visibilidad (y bien que se la acabaron dando las teles de derecha a Iglesias). ¿Ha pensado alguna vez Trece TV en hacer algo tan sencillo como copiarles?
Es más, ¿por qué no inundar su parrilla de programas que expliquen el inmenso legado artístico, literario, musical del cristianismo? ¿Por qué no explicar, en formato audiovisual, las ideas de (por recordar solo los aquí citados) Ratzinger, Brague, Girard? Reconozco que no tengo ni idea de si estos programas resultarían lucrativos en lo económico (no lo descartemos: como bien descubrió Pedro Navaja, aunque tarde, «la vida te da sorpresas»). Lo que es seguro es que esas emisiones resultarían lucrativas en lo intelectual. Y, por cierto, se puede difundir también este tipo de cosas en la radio (no nos hemos olvidado de ti y de tus locutores millonarios, Cadena Cope).
Trasladémonos de la comunicación de masas al mundo educativo. Prosiguiendo la pasión por el fútbol de la Cadena Cope, permítaseme hablar en primer lugar de «la cantera». ¿Salen preparados en el legado cristiano los jóvenes que pasan hasta 10, 12, 15 años en colegios católicos? ¿Conocen al dedillo (¡diez años dan para mucho!) los relatos bíblicos, las metáforas de los evangelios, los personajes del Antiguo Testamento? ¿Saben responder si se les pregunta por las virtudes teologales o, al menos, las cardinales? Mi experiencia, como profesor de Ética, es en este sentido decepcionante. A menudo debo explicar a mis alumnos, educados o no en escuelas cristianas, los protagonistas de nuestra civilización con el mismo detenimiento con que ellos deben explicarme a mí los personajes y aventuras de Harry Potter. Con el detalle, claro está, de que hay que salvar muchas distancias para sopesar siquiera una comparación como esta.
Una y otra vez he de preguntarme, pues, ¿qué han hecho día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año en esos centros educativos? Me repetiré (pero bien sabrá el amable lector que las repeticiones no son ajenas al estilo bíblico): ¡diez, quince años dan para mucho! Me responden algunos alumnos: clases de religión dedicadas a elaborar murales «por la paz». Charlas sobre lo importante que es ser buena persona. ¿Sabíais que es importante ser buena persona? Jesús te ama y la Virgen, también. Más murales con letras de colores en que ponga esto. Hay que ayudar a los pobres. Jesús vivió hace mucho tiempo. Pero te ama. A los pobres también. Hagamos una campaña de recogida de fondos. Por cierto, ¿no sería fantástico acompañarla de un mural?
No tengo nada, naturalmente, en contra de las campañas filantrópicas. (Sobre los murales evitaré, de momento, pronunciarme). Yo también recogía fondos mientras fui escolar, pues conté con la fortuna de que me educara un colegio católico. Pero justo por eso sé que en 10 años (13 en mi caso) da tiempo para aprender muchas más cosas. Soy el primero que disfruta el entusiasmo de un joven de 23 años, que está redescubriendo el valor de su civilización cristiana, cuando escucha por primera vez la ya citada parábola de los talentos. Pero uno añora los tiempos en que esas cosas bíblicas se conocían de sobra a semejante edad, y se podía partir de ellas para reflexionar más allá.
Terminaré hablando del otro extremo de nuestro sistema educativo: las universidades, en este caso las católicas. Son 16 en total, más dos facultades eclesiásticas. Y sin duda todas ellas cuentan con profesores e investigadores de nivel más que apreciable. Pero, de nuevo, ¿consiguen imbricarse en el debate social? ¿Generan discusiones que tengan repercusión fuera de ellas? ¿Introducen asuntos en redes sociales? 16 universidades dan pie a una red de invitaciones mutuas, de lecturas mutuas, de intercambios respectivos, pero ¿logran cada una de ellas entrar en diálogo con visiones cercanas, mas no idénticas por fuerza?
Mi impresión es que aquí ocurre lo contrario que describíamos en niveles educativos inferiores: mientras que en ellos el cristianismo queda a menudo diluido en frases vagas o bellas intenciones (y murales), cosas todas ellas que podría compartir cualquier persona de buena voluntad, en el ámbito universitario el enfoque se vuelve más cristiano, pero también más cerrado. No proliferan conversaciones entre ateos y cristianos en las facultades católicas. O entre cientificistas y humanistas. No son frecuentes los debates tampoco entre visiones contrapuestas de la fe. La moral cristiana no aprovecha para propagarse y demostrar su potencia en lucha intelectiva con otras visiones. Las vibrantes discusiones que caracterizaron la universidad medieval son hoy solo un recuerdo mortecino. Todo se despacha a menudo con un par de jornadas en que unos cuantos amigos repiten entre sí las ideas que ya todos ellos conocen; o algún homenaje simbólico a algún autor de renombre, que rara vez tiene más alumnos entre el público que ponentes invitados.
Seguramente he generalizado (es lo que tienen los análisis generales, como este, de la postergación del cristianismo en nuestra cultura). Seguramente hay alumnos que salen de sus escuelas católicas con una sólida formación desde Abraham a Maritain, desde el Génesis al Apocalipsis. Seguramente hay actos donde universidades eclesiásticas o religiosas se confrontan con los retos (y los intelectuales) de nuestro tiempo. Probablemente hay tardes en que Trece TV no emite un western.
Todo eso puede ser verdad y, aun así, la pregunta de Diego S. Garrocho con que iniciamos este artículo seguiría siendo pertinente. Así al menos la he visto yo; y un buen modo de mostrar que Diego y yo nos equivocamos sería que radios, televisiones, colegios, universidades, institutos, editoriales, museos católicos recogieran este guante. No como lo recoge una damisela ofendida; sino como un reto para batirse en duelo intelectual. Para demostrarnos a nosotros, a todos, que el cristianismo, dos mil años después, sigue aprovechando cualquier ocasión para ponerse de actualidad. Al igual Jesús, también él, aprovechó el mero hecho de sentir sed junto a un pozo de Samaria para pegar la hebra.