'Dos Cataluñas': la objetividad como falta de honradez periodística
Formular un documental desde la asepsia discursiva comporta evidentes riesgos deontológicos. No solo porque como dijo Godard, parafraseando a Valéry, todo movimiento de cámara es una elección moral, sino porque además el supuesto afán de objetividad se puede ver lastrado por una carencia de compromiso periodístico. Así Dos Cataluñas, obra de Álvaro Longoria y Gerardo Olivares y que ayer se estrenó en la plataforma Netflix, con una audiencia potencial de 130 millones de espectadores, traza un montaje entrecomillado de las opiniones de unos y otros que se queda en un mero careo dialéctico, y el repaso de los grandes momentos que conmocionaron al villorrio no alcanza el verdadero propósito de todo audiovisual fáctico que se precie: el relato veraz de los hechos. Falta robustez y coraje para afirmar sin cortapisas que hace poco más de un año en Cataluña se produjo un intento de golpe de Estado en toda regla. No es necesario ser un Malaparte para advertirlo y reconocerlo. Es un hecho.
Pero partiendo de premisas endebles y delicuescentes el resultado es un balbuceo sin fuelle que repite una y otra vez que todo depende, conforme y según, y que todas las opiniones son igualmente respetables, consideraciones que debería desechar por principio un trabajo de estas características. Aunque tal vez sin proponérselo, y con el generoso metraje que el documental dedica a la figura de Carles Puigdemont, queda demostrado para el mundo entero las devastadoras consecuencias que conlleva el permanente sometimiento a la tramuntana y a una educación rural de raigambre carlista.
Por lo demás, y saltándonos al pelotón de los dolientes equidistantes y pensamiento blandiblú (Carles Francino, Gemma Nierga, Iñaki Gabilondo y un largo etcétera de periodistas, ensayistas, politólogos y demás vividores de la cosa), al inefable John Carlin demostrando que los ingleses todavía se pasean por España con la inquisitiva Biblia de Borrow remachada en el cerebro y a espontáneos tan delirantes como Jorge Moragas o Vicent Partal, la tesis de la narración no se desvía un milímetro de los confortables postulados de la progresía totalizadora y de la indigencia intelectual podemita: la culpa de todo desde el Diluvio universal la tiene Mariano Rajoy.
Admitiendo la parte de culpa que Rajoy acumula (nefasta estrategia de comunicación, inmovilismo táctico, complejos en el despliegue de sus competencias, falta de contundencia y la promesa incumplida de que la votación no se llevaría a cabo) resulta asombroso que el relato de los hechos obvie por completo la corrupción convergente y la asquerosa decisión de Artur Mas de tapar sus pestilentes boñigas y las del líder supremo Pujol bajo un manto de señeras aborregadas como las causas principales de la triste y ridícula situación que vive Cataluña.
En cuanto a la votación ilegal, el film recoge el despliegue de fuerza (legítima y tranquilizadora) de las FCSE, subrayando las imágenes de manifestantes heridos sin referirse, no obstante, a Roger Español, que perdió un ojo a causa de una pelota de goma y fue la única víctima grave de esa jornada. Asimismo, en un documental autoproclamado objetivo, no podían faltar las imágenes del tan cacareado a-por-ellos-oé en perjuicio de la emotiva escena de los guardias civiles abrazando al dueño de un hotel de Calella que, por presión de los vecinos y el consistorio, se vio obligado a expulsarlos de su establecimiento. La asepsia, pues, también entiende de descartes.
Dicen sus responsables que el propósito de Dos Cataluñas es que la realidad catalana se entienda en todo el mundo. Después del visionado del documental tengo la certidumbre de que en la Patagonia les quedará clara una cosa: en España hay un pollo montado de tres pares de narices.