La educación fracasa: pero ¿y si no fuera un error, sino una característica de nuestro sistema?
«La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando)»
La verdadera grieta en el campo de la educación no es la que nos separa entre izquierdistas y derechistas. O la que nos divide entre innovadores y tradicionalistas. La verdadera grieta al ponernos a educar es bien otra: la que se abre entre quienes creen que educar debe servir para algo (propagar ideología, perpetuar nuestro sistema económico) y cuantos creemos que educar debe servirle a alguien (al educando).
Buena parte de nuestras izquierdas y derechas creen que educar consiste sobre todo en un privilegio para los docentes: durante miles de horas, tendrán a su disposición a millones de niños encerrados en miles de colegios, y obligados a escuchar con mayor o menor desgana las ideas que al profesor, nuncio de la Bondad en la Tierra, le pete inculcarles. Hay educadores a los que solo sugerirles que esta anda lejos de ser su misión trascendente les enrabieta. Como si a un sacerdote le sugirieras que abandonara sus altares (¿propiciatorios?), cual si a un predicador le invitaras a bajarse del púlpito.
Dado que la mayor parte de estos profesores-propagandistas son de izquierda (los datos muestran este sesgo por doquier: Europa, Estados Unidos, Canadá…), y dado que también fue todo un ídolo de la izquierda, Juan Jacobo Rousseau, quien mayores esperanzas depositó sobre este rol redentor de la educación, la derecha a menudo se ha refugiado en la otra táctica educativa que mencionábamos antes. Propongamos una instrucción no centrada en adoctrinar, sino en formar futuros trabajadores, o emprendedores del mañana. En vez de clases sobre Valores éticos, enseñemos Valores bursátiles; en vez de Igualdad de género, Contabilidad.
Pero, como decíamos al inicio, estamos trabajando con una dicotomía errónea. A la postre, la separación entre izquierdas y derechas no resulta tan importante. Cuando unas y otras creen que la educación sirve para hacerle algo al alumno (meterle ideas correctas, adiestrarlo en habilidades útiles) siempre es posible, al final, un pacto de buena amistad.
Y, de hecho, eso es lo que tenemos a nuestro derredor. Escuelas, colegios y universidades que lo mismo suministran ideología «para hacer buenos ciudadanos» que entrenan competencias «para mejorar nuestra mano de obra». Y si alguien osara recordar que un alumno es algo más que un ciudadano o un productor futuro (que un alumno es una persona, por ejemplo, con dignidad propia, y por lo tanto no sujeto al uso que otros, ideologías o sistemas económicos, organizaciones políticas o empresas, dispongan de él) a quien así hable habrá de tomársele como un tipo harto inconveniente.
Ahora bien, he aquí que nos topamos, una vez instalados en ese marco, con toda una sorpresa. O con una doble sorpresa, pues afecta a las dos patas de esa educación utilitaria que estamos describiendo.
En primer lugar, miramos a las nuevas generaciones de alumnos y salta a la vista que cada vez aprenden menos cosas. Los temarios de los libros de texto, poco a poco, se jibarizan; a sus habilidades de cálculo mental las sustituye una calculadora; su vocabulario se empobrece. ¿Cómo es posible, si ese fuera el caballo de batalla de muchos ideólogos educativos, que no crezcan las «competencias» de nuestros educandos, sino que incluso mermen? Quizá solo en el conocimiento del inglés sea palpable la tendencia contraria (pero ¿es por las clases de esa asignatura o gracias a videojuegos e internet?).
En segundo lugar, las cosas tampoco funcionan mucho mejor en la cara ideologizante de nuestros centros educativos. Lo advirtió hace ya años Peter Sloterdijk: si el objetivo de tanta y tanta educación como llevamos impartida en los últimos siglos era mejorar la moralidad de la especie humana, resulta dudoso su éxito. Como alemán que es, bien sabe él de la refinada cultura que podían exhibir muchos nacionalsocialistas; como niños que todos hemos sido, bien conocemos lo indiferentes (cuando no difidentes) que nos dejaban nuestras maestras y sus cansinas insistencia en que nos portásemos requetebién. Sí, seguiremos haciendo murales por la paz mundial y ejercicios en clase «contra toda violencia»; pero luego, en el patio del colegio, cuando nadie nos mire, solo si jugamos a imitar un concurso de belleza y queremos hablar como las misses repetiremos las banalidades pacifistas de nuestros mayores.
¿Para qué sirve entonces la educación, si no sirve para las cosas que quieren los que dicen que sirve?
Hace unos días el profesor Enrique Galindo nos recordaba en Twitter una inquietante hipótesis. (Galindo es buen ejemplo de que la grieta importante en educación no es la que divide a conservadores e izquierdistas; como militante de Izquierda Unida que es, muchas cosas me separan de él; como crítico con la educación actual, muchas cosas nos acomunan). Se trata de una conversación con un alto cargo francés que recoge Michel Desmurget en su libro La fábrica de cretinos digitales. Merece la pena reproducirla:
«Después del blablablá habitual acerca de los beneficios de los dispositivos digitales, la conversación fue transcurriendo del siguiente modo:
-Yo (Desmurget): Todos los estudios demuestran una importante reducción de las competencias cognitivas de estos jóvenes, desde el lenguaje hasta la capacidad de atención, pasando por los conocimientos culturales y fundamentales más básicos. Y, como ya sabemos, sobre todo gracias a los informes PISA, la digitalización de los colegios no hace más que empeorar la situación.
-Él (alto cargo francés): Se habla de la economía del conocimiento, pero se trata de algo minoritario. En el futuro, más del 90 % de los empleos serán de escasa cualificación, en los sectores de ayuda a las personas dependientes, servicios, transporte, limpieza en el hogar… Para estos puestos tampoco hacen falta personas muy formadas.
-Yo: ¿Y entonces para qué hacer que todos estudien una carrera universitaria, si van a terminar como dependientes en Decathlon?
-Él: Pues porque un estudiante sale más barato que un parado y está más aceptado socialmente. Todos conocemos ya el nivel de esos títulos. Son solo de cara a la galería. No hay que ser ingenuos. Además, cuanto más tiempo estén en la Universidad, más nos ahorraremos en pensiones».
¿Nos hallamos ante una declaración aislada, consecuencia indeseada de que el capitoste galo de referencia acabara de comer demasiado brie o de ingerir excesivo Burdeos? El propio Galindo desmonta esa sospecha, trayendo un par de citas de documentos en este caso oficiales, de nada menos que la OCDE, en línea similar.
Así, en su publicación Las escuelas de mañana, de 2001, se habla ya de «no todo el mundo elegirá una carrera en el dinámico sector de la nueva economía (de hecho, la mayoría no lo hará), por lo que los planes de estudio no pueden diseñarse como si todos debieran llegar lejos».
Y hace ocho años, en su informe Mejores competencias, mejores empleos, mejores condiciones de vida, se insistía en que «hay indicios de una tendencia hacia el aumento de la polarización de competencias: se necesitan trabajadores altamente calificados para labores relacionadas con la tecnología; se contratan trabajadores menos calificados para la prestación de servicios que no pueden automatizarse, digitalizarse o subcontratarse, tales como el cuidado de otras personas; se sustituyen las competencias medias por robots inteligentes».
Al leer estos textos, de repente, todo cuadra. Ya no es un misterio que una escuela que se dice orientada a instruir al alumno para que sirva a la sociedad luego instruya de manera tan escasa; ya no resulta enigmático que cada vez más dinero dedicado a la educación forme de modo cada vez peor. ¿Y si todo eso no fuera un error de nuestro sistema educativo, sino una característica intencionada del mismo? (Como dicen los informáticos: it’s not a bug, but a feature).
¿Y si la vía que tienen nuestros colegios e institutos de servir al país no fuera ilustrar hasta el máximo posible a cada uno de los que por ellos pasan? ¿Y si el propósito fuera retener estabulados a millones de niños y jóvenes para que no molesten a los que estamos en edades productivas? ¿Y si se les entretuviera en tanto con un poco de ideología por acá, un poco de saberes por allá, pero sin esfuerzos excesivos, que al fin y al cabo la mayoría de esos alumnos terminarán haciendo cosas como cuidar ancianos o fregar esas escaleras donde Roomba no marcha del todo bien? ¿Y si nuestros profesores fueran ya solo animadores socioculturales mejor pagados que sus homónimos en Benidorm, que amenizan a jubilados en vez de a púberes?
La hipótesis es sencilla, aunque desasosegante. Mas ya Occam nos advirtió que lo primero no empece para que algo sea verdad. Hay un viejo chiste soviético que habla de que en sus fábricas los obreros hacían como que trabajaban, mientras el Estado hacía como que les pagaba por ello. Poco a poco, nuestra educación se asimila a ello: un sistema donde los profesores hacen como que enseñan, y los alumnos como que aprenden. Y a ningún gobierno le molesta que así sea: se afanará, al contrario, en que obtener suspensos cada vez importe menos, en que cada vez se deban hacer menos recuperaciones, en que el esfuerzo sea menos y menos necesario. La economía del futuro no necesita otra cosa. Y corregir exámenes en septiembre resulta un tostonazo.
Mientras, los que pensamos que educar vale por sí mismo, no por lo que la economía futura, o por lo que una u otra ideología ansíen hacer del estudiante; los que creemos que darle a un chico saber es como darle salud o fuerza física o afecto o disfrute de la vida (cosas que se justifican no por lo que podrá hacer luego con tales virtudes, sino porque ellas mismas fundan lo valioso de nuestra existencia); los que creemos que la educación debe hacer mejores personas porque sí, no porque luego vayan a ser útiles a la sociedad o a la economía, deberemos aguardar tiempos mejores. ¿Con alguna esperanza? Bueno, justo si hemos leído libros antiguos (de esos que no sirven para nada) sabemos ninguna decadencia es perpetua; así que acaso pronto los hados tornen a sernos propicios y arriben tiempos mejores para educar.