El ingenioso pufo del Bitcoin
«El bitcoin resulta ser tan virtual como falso, tan falso como las monedas de chocolate»
Nadie en el mundo entero sabe quién es Satoshi Nakamoto. No es de extrañar, pues, que tampoco nadie en el mundo entero haya visto nunca a Satoshi Nakamoto. De hecho, los más avisados sospechan que, en realidad, Satoshi Nakamoto no existe, que ese nombre solo sería un seudónimo tras el que se escondería el verdadero creador del Bitcoin. Si bien tampoco procede descartar del todo que Satoshi Nakamoto exista. Sea como fuere, lo que con plena seguridad no existirá dentro de bien poco son gran parte de los miles de millones de dólares y de euros que centenares de circunspectos gestores de fondos de inversión de medio planeta decidieron destinar a la compra del falso dinero virtual inventado por el no menos etéreo Nakamoto. Mientras escribo estas líneas, el precio de esa muy ingeniosa ficción, un intangible perfectamente inútil para proceso productivo alguno de la economía real, sigue desmoronándose a toda prisa tras haber generado plusvalías de más del 800% a sus afortunados tenedores veteranos. Quizá exista en la historia económica constancia documental de algún caso similar, pero yo solo tengo noticia de otro «activo» financiero capaz de generar semejantes tasas de beneficio para sus propietarios, a saber: los bulbos de tulipán en la Holanda del siglo XVII. Nada nuevo, pues, bajo el sol.
Así, al modo canónico de los bitcoins del escurridizo Nakamoto, los bulbos de Carolus Clasius, que por tal respondía el emprendedor germinal que ideó las bases del negocio hace cuatro siglos, llegaron a intercambiarse por dos carruajes de lujo, los Ferrari de la época. Eso fue muy poco antes, claro, de que su cotización se derrumbase en caída libre, tocando fondo cuando aquellos absurdos vegetales igualaron su precio de mercado al de las siempre prosaicas y humildes cebollas. Nakamoto y Carolus, cuatro siglos de distancia pero la misma necedad humana. De ahí que, entre el uno y el otro, en la Bolsa de Londres, la más importante el mundo en su día, se labrasen inmensas fortunas con el arbitraje de acciones correspondientes a sociedades mercantiles dotadas de objetos sociales tan innovadores como el de extraer energía eléctrica de los pepinos, conseguir plata por medio de un método secreto de destilación de ciertos licores también secretos o asegurar de por vida a los amos por las eventuales pérdidas económicas que les pudieran provocar sus esclavos más negligentes, amén de una startup muy bien recibida por los intermediarios habituales del mercado y que se decía «creada para desarrollar un asunto muy ventajoso, pero que nadie debe saber en qué consiste».
Falso dinero virtual, sí, decíamos ahí arriba. Y es que, al menos en su pretendida condición de dinero, el bitcoin resulta ser tan virtual como falso, tan falso como las monedas de chocolate. ¿Cómo entender, pues, fenómenos colectivos tan definitivamente disparatados como el de la extendida creencia , y entre personas cultas además, a propósito de la imaginaria condición de dinero que iría asociada al bitcoin? Puestos a señalar un culpable de esos bulos vírales, yo señalaría a la propia ortodoxia económica que se transmite en las universidades. Al cabo, es en los manuales de Economía donde se propala el razonamiento teleológico de que el fundamento del dinero reside en la confianza. Un euro, según esos libros académicos, es dinero y vale un euro solo porque yo creo que todo el mundo cree que un euro vale un euro. Pero resulta que no, que un euro no vale un euro porque yo crea que vale un euro. Un euro, a diferencia de un bulbo de tulipán, una monedita de chocolate o uno de esos bitcoins que se inventó el tal Nakamoto, es dinero, al margen de lo que yo crea o deje de creer al respecto, porque cierta institución jurídica y con poder coercitivo sobre mí, una llamada Estado, me ordena cada año que pague los impuestos solo con euros, no con bulbos de tulipán, con chocolatinas o bitcoins. Por eso y solo por eso, el euro es dinero, a diferencia del bitcoin, que no resulta ser nada más que humo. Es tan simple como que la naturaleza ontológica del dinero no se asienta en la confianza, sino en el monopolio legítimo de la fuerza que ejerce el Leviatán. Esperemos, en fin, que el derrumbe de ese castillo de naipes informáticos no sea tan estrepitoso el de las puntocom cuando el cambio de siglo. Crucen los dedos.