THE OBJECTIVE
Daniel Capó

El misterio Celibidache

«Lento, aburrido y solemne para unos; definitivo e irrepetible para otros, ¿quién era Celibidache?»

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El misterio Celibidache

Liliana Alexandrescu | Wikimedia Commons

Cuando el 14 de agosto de 1996 falleció el director de orquesta Sergiu Celibidache en su molino de La Neuville-sur-Essonne –este sábado se cumplirán los 25 años–, nuestro añorado José Luis Pérez de Arteaga le despidió en Radio Clásica definiéndolo como «el mayor artista vivo de los últimos cincuenta años».

Por entonces, el mito Celibidache se movía en el ámbito de la leyenda. Su rechazo a los registros fonográficos –de los que decía que eran como «hacer el amor con una fotografía de Brigitte Bardot»– y su carácter explosivo le emplazaban entre las brumas de lo exótico y la genialidad. Los melómanos de los noventa coleccionábamos sus discos corsarios, editados en Croacia o Italia, con orquestas ignotas, de cuarta o quinta categoría algunas de ellas. El mito Celibidache se sustanciaba en esa lejanía, en el fervor creyente de sus seguidores –que rozaba en muchos casos la idolatría–  y en el asombro sonoro. Incluso aquellos cedés piratas permitían vislumbrar el sello de un músico que, aunque inserto en una línea determinada –la alemana de Furtwängler–, se situaba sin embargo fuera de cualquier tradición conocida. Tras los orígenes dionisíacos del Berlín de la inmediata postguerra y el equilibrio perfecto de la década de los setenta (se diría que, entre 1975 y 1985, asistimos al momento de mayor esplendor clásico del maestro rumano), sus años finales en Munich nos ponen ante un director situado más allá del tiempo, cuyas interpretaciones contemplativas e icónicas, profundamente introspectivas, de un sonido llameante, suscitan inmediatamente amor o rechazo. Lento, aburrido y solemne para unos; definitivo e irrepetible para otros, ¿quién era Celibidache? A los veinticinco años de su muerte, no lo sabemos: un misterio, sin duda. Pero, en efecto, todo artista verdadero responde a la llamada de un misterio que le sobrepasa. 

En el caso del músico rumano, esa llamada tuvo lugar en 1956, en un concierto celebrado en la Catedral de San Marcos de Venecia. Los ensayos no auguraban una buena velada y, sin embargo, aquella noche sucedió algo inexplicable. Por primera vez en su vida, el director rumano percibió la íntima conexión entre el principio y el fin, entre el origen y el destino. Fue, por así decirlo, una conversión religiosa que demolió los muros habituales de la experiencia musical que él había perseguido durante años al frente de la Filarmónica de Berlín. Fue precisamente en aquel periodo berlinés cuando su antiguo mentor, el director y compositor Heinz Tiessen, tras escuchar los vítores del público, se acercó al camerino y le llamó «pobre idiota». Lo acusaba de buscar sólo el éxito y de haber olvidado el secreto arcano de la música. Celibidache llegaría a entender aquellas palabras tiempo después, en aquella velada veneciana cuando el tiempo pareció desvanecerse y el sonido adquirió rasgos de eternidad. La belleza pasaba así a un segundo plano, aunque permaneciera -son sus palabras- como un señuelo de la verdad. Celibidache fue siempre fiel a la experiencia fundante de aquella noche. La fe, nos explica el rabino Abraham Joshua Heschel, consiste en mantenerse fiel a los pocos momentos de luz y de verdad que hayamos conocido en la vida.

Sin embargo, para guardar esta fidelidad Celibidache tuvo que empezar de nuevo. Volvió con su maestro Tiessen y éste le hizo trabajar durante un año con las piezas más sencillas: la Tafelmusik (música para banquetes) de Telemann. Empezó a dirigir orquestas desconocidas para el público continental. Pasó un largo tiempo en México y sobre todo en Venezuela, donde tenía una hermana viviendo y donde compró una granja avícola juntamente con su cuñado, el famoso fotógrafo Petre Maxim. Allí hizo amistad con el compositor Vicente Emilio Sojo, padre de la gran escuela musical venezolana. Fueron años de galera para Celibidache, expulsado de la Filarmónica de Berlín (que prefirió, como director titular, al mediático Herbert von Karajan) y de las principales formaciones europeas. Se refugió en las orquestas radiofónicas –la RAI italiana, la Sinfónica de la RTVE, la de la Radio Sueca y la SWR de Stuttgart– hasta que recaló en Munich en 1979 para ponerse al frente de la filarmónica de la ciudad. Exigió quince días de ensayos por concierto y derecho a veto sobre cualquier instrumentista, compositor o programa. Se lo concedieron. Allí perseguiría hasta los límites de lo imposible repetir aquella experiencia primera de Venecia: la anulación de la frontera del tiempo, el fin contenido en el principio. Félix Pons, que fue Presidente del Congreso con Felipe González, me contó que, en una Octava de Bruckner dirigida por Celibidache, había sentido cómo si el cielo se derrumbara sobre su cabeza. «No sabías de dónde surgía el sonido –añadió–, parecía como si el aire ardiera de repente. Fue la experiencia musical de mi vida». Esto es algo que en un registro fonográfico –esa pálida fotografía de Brigitte Bardot– no se puede ni intuir. 

En el arte, en la música, en la literatura, resulta absurdo utilizar el lenguaje del deporte, enfrentando a unos contra otros, como si se tratase de una competición liguera. Celibidache fue sencillamente uno de los verdaderamente grandes, uno de esos pocos músicos que cambian nuestra percepción de una partitura y nos abren a espacios y experiencias nuevas e irrepetibles. 

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