El peor viaje de mi vida
«Allí estaba yo en Buenos Aires, todo el día sola, en una habitación interior oscura y con una fiebre tan alta que acabé delirando con Isabel Pantoja»
Amo el verano por encima de todas las cosas: los días largos, el mar, las horas plácidas tumbada en la arena, las noches de fiesta… Para mí, la viva imagen de la felicidad es unas cervezas y unas tapas en un chiringuito playero, con eso lo digo todo. Por otra parte, mi querencia por la época estival es inversamente proporcional a la que siento por el otoño y el invierno y, de hecho, odio bastante el frío y, sobre todo, la falta de luz. Aquel año del peor viaje de mi vida, el verano tardó tanto en llegar como la primavera en la estepa del alto Duero y no sé si fue dulce y bello porque me fui a Argentina sin haberme dado ni un par de chapuzones.
Iba con mi compañero para estar allí un mes y medio así que, además de las maletas, llevábamos un petate que, justo llegar al hostal en el centro de la capital bonaerense, nos dimos cuenta de que nos habíamos dejado en el aeropuerto, por lo que después de un interminable viaje transatlántico con escala en Madrid y una hora de taxi, tuvimos que deshacer el camino hasta Ezeiza para recuperar nuestras pertenencias. Digamos que, de entrada, la cosa no empezó precisamente bien.
Aunque era nuestro periodo vacacional, estábamos allí con una beca para recuperar obras de escritores exiliados, por lo que nuestra función consistía en pasar el día en bibliotecas y casas regionales para registrar todo lo que encontrábamos y también comprar en librerías de viejo ejemplares para la biblioteca de Letras de la UAB. No tengo nada contra el turismo académico, todo lo contrario, me parece una de las mejores maneras de conocer otros países, pero pasar largas horas, como hice yo, en una irmandade galega, muerta de frío y escuchando como en la sala de al lado alguien practicaba con una gaita las escasas notas que conocía es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo.
Buenos Aires es una ciudad gigantesca, pero como a mí me encanta caminar -en aquella época el subte no llegaba a muchos lugares y allí los conductores de autobuses son como una especie de kamikazes dispuestos a poner tu vida en peligro sin miramientos-, yo intentaba ir siempre a pie a todas partes, hasta que llegué a la conclusión de que era inviable y no tuve más remedio que atreverme a subir a colectivos y aprender a guardar el cambio con una mano, mientras que con la otra me agarraba fuertemente a la barra para no salir despedida.
No les voy a negar que la primera semana fue realmente dura y cuando parecía que, por fin, podríamos descansar, descubrimos que las mucamas pasaban cada día, inmisericordes, unas ensordecedoras aspiradoras a primera hora de la mañana sin tener en cuenta los festivos. Pero aquella no era la única sorpresa desagradable que nos esperaba: al salir a la calle de esa ciudad en la que parecía que todo estaba siempre abierto, de repente nos encontramos siendo la viva imagen de Eduardo Noriega en la Gran Vía en la icónica secuencia de Abre los ojos. Los domingos en Buenos Aires, todo el mundo se va a hacer su asado y cuando digo todo el mundo, es todo el mundo. No había nadie por las calles, todo estaba cerrado y nosotros no teníamos nada para comer ni invitación a la que acudir. Las siguientes semanas ya nos procuramos alimentos el sábado, pero aquel primer día fue realmente desesperante. Un domingo de julio y yo, en lugar de estar en la playa o tomando el vermú en cualquier terraza, estaba en medio del frío invierno argentino y sin nada que llevarme a la boca hasta que por la noche encontramos un bar regentado por españoles abierto.
«Cuando parecía que ya todo empezaba a estar bien, pillé una gripe tan fuerte que no me quedó más remedio que guardar cama»
Poco a poco me fui acostumbrando al ritmo de la ciudad y el hecho de ir conociendo a gente, todos cálidamente acogedores, hizo que las cosas fueran mejorando. Recuerdo como si fuera ayer la emoción de -tras muchos días alimentándome exclusivamente a base de carne- comer lentejas en casa de una nueva amiga o el dulce placer de tomar en alguna bonita cafetería un vaso de leche caliente con una pastilla de chocolate derretida y una media luna. Y también el encanto de Miguel Hernández, un porteño de sangre gitana que había montado un tablao flamenco al que acudí varias noches.
Y cuando parecía que ya todo empezaba a estar bien, pillé una gripe tan fuerte que no me quedó más remedio que guardar cama. Así que allí estaba yo, todo el día sola, en una habitación interior oscura y con una fiebre tan alta que acabé delirando con Isabel Pantoja. No me pregunten por qué extraña razón apareció por mi mente esa famosa tonadillera que nunca ha sido centro ni de mis filias ni de mis fobias, pero así fue. Y por si eso fuera poco desazonador, cuando encendí la tele, apareció en la pantalla Lady Di que acababa de fallecer en un accidente de coche. Y esas eran las mismas imágenes repetidas en bucle cada vez que volvía a pulsar el botón del mando a distancia porque era la gran noticia a nivel planetario y no se hablaba de ninguna otra cosa. A todo esto hay que añadir que el pequeño hostal no tenía ningún tipo de servicio de restauración y que todo lo que consiguió mi compañero fue que me calentaran unas sopas de sobre.
Me daba pánico que la fiebre siguiera tan alta y tener que enfrentarme en esas condiciones al largo viaje de vuelta, pero al final no fue así y cuando me monté en el avión, ya me encontraba bien. Eso sí, nada más llegar a casa se cernió sobre mí un otoño que se precipitó en invierno y como yo no soy Camus, no había dentro de mí un verano invencible que empujara más fuerte.
(Y, a pesar de todo, siento que aquel viaje a Argentina valió la pena).