THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

El peor viaje de mi vida

«Un ‘apparatchik’ nos informó de que la ‘invitación’ de Albania había ‘alcanzado sus objetivos’ y nos exigió que nos volviésemos al aeropuerto aquel mismo día»

El peor viaje de mi vida
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El peor viaje de mi vida

El Teatro Nacional de Tirana. | Ep

Para llegar a Tirana, capital de Albania, aprovechamos lo que ahora se llama «una ventana de oportunidad», que en este caso era la voluntad del régimen de proyectar al exterior una impresión de apertura, como si empezara a sumarse, aunque arrastrando los pies, a los cambios que se estaban produciendo en los países de Europa del Este en la estela de la perestroika de Gorbachov. El país estaba en ruinas, los herederos del cruel tirano Enver Hoxha, fallecido cinco años atrás, necesitaban préstamos del Banco Mundial como agua de mayo y tomaron algunas medidas de apertura cosméticas, entre la cuales permitir la visita de una docena de periodistas occidentales. Fui uno de ellos, en calidad de corresponsal del Abc, el diario de Madrid en el que trabajaba.

Para formar parte del grupo de privilegiados periodistas antes tuve que hacer tres veces antesala en la sede de la Embajada albanesa en Viena. Era un coqueto chaletito en una amplia y somnolienta avenida arbolada en el apartado barrio de las embajadas. De la fachada colgaba mustia la bandera nacional con el emblema de un águila bifronte en un campo rojo. Qué lugar opresivo. La seriedad tétrica de algún funcionario que entraba y salía como si no me viera, las puertas cerradas, la densidad del aire, hasta la espesura de las silenciosas alfombras, hasta una puerta lateral que se entornó y por un instante me dejó ver la silueta de una joven que en seguida salió del campo de mi mirada porque se cerró la puerta, todo reafirmaba la leyenda de Albania como un país autárquico y sellado, herméticamente hostil a cualquier influencia exterior.

A la tercera visita por fin me recibió en su despacho el señor embajador en persona, hombre de pocas palabras separadas por largos, inquietantes silencios, que me devolvió mi pasaporte debidamente sellado mientras me recomendaba que contase lo que viera en Tirana «si no con simpatía, porque estamos al tanto de la tendencia política que sigue su periódico, por lo menos con ecuanimidad…».

De aquella tercera y última visita al edificio deprimente salí exaltado. Iba a ver lo que al resto del mundo le estaba prohibido. Un país europeo olvidado del que nadie sabía nada.

Llamé a Mirjana Tomic, colaboradora de El País en Belgrado, para saber si nos veríamos en Albania. Me dijo que tanto a ella como al corresponsal volante del diario, Hermann Tertsch, les habían negado el visado.

«La principal avenida había cambiado de nombre, pasando de ser el Bulevardi Stalin al más neutro Camino de la ciudad de Cavajë»

Llegamos por la noche al pequeño aeropuerto de Tirana. Tras las formalidades aduaneras y el cambio de moneda, y bajo la solícita atención de unos guías que luego, seguramente, pasarían informes de nuestro comportamiento, nos alojaron –no se podía elegir, claro— en el hotel Dajti, que era una mole de estilo brutalista, bonito y agradable, con pinos y abetos en el jardín, en la principal avenida de la ciudad, que había cambiado de nombre, pasando de ser el Bulevard Stalin -en honor del único referente auténticamente comunista que reconocía Hoxha-, al más neutro Rruga e Kavajës (Camino de la ciudad de Cavajë). Hoy se llama Dëshmorët e Kombit, Mártires de la Nación, en homenaje a las innumerables víctimas del régimen comunista.

En el comedor, a la hora del desayuno, constaté que los demás periodistas «invitados» eran dos franceses, un italiano, un alemán, un finlandés, un inglés… ningún español. Ni Mirjana, ni Hermann, ni el intrépido Alfonso Rojo, de El Mundo, ni Ángela Rodicio de TVE, nadie de La Vanguardia o El Periódico. El único español era yo. De manera que tenía por delante ocho días enviando crónicas diarias desde la misteriosa ciudad, sin competencia. Podía relajarme. Todo el campo era orégano.

Estaba sirviéndome una segunda taza del aceptable café y mordisqueando una deliciosa tostadita con mantequilla y mermelada, cuando oí a mis espaldas una voz conocida que decía: «Bueno, pues tendremos que saludarle».

Me volví: Hermann Tertsch. ¡Qué reencuentro tan indeseado!

«Aprendí a gritar como un energúmeno, y en vez de echarme a patadas se desvivían por complacerme»

¿Cómo demonios había llegado allí? Según me explicó, había volado sin visado, y en la aduana había contado el embuste colosal de que el ministro de Asuntos Exteriores en persona le estaba esperando en la ciudad, con su visado. Mentira fiada al servilismo de los funcionarios de aquellos países, que especialmente los de último nivel tenían pavor a meter la pata y disgustar a sus superiores.

Esto lo pude comprobar repetidamente: aprendí a gritar como un energúmeno, y en vez de echarme a patadas o llamar al guardia de seguridad, como hubieran hecho en Occidente, se desvivían por complacerme. Por cierto que se me quedó la costumbre y al volver a España seguí reclamando las cosas a gritos. Pronto hube de recordar que aquí este recurso no es efectivo, más bien lo contrario. Cosas del Estado de derecho.

Luego recordando aquel momento he pensado que en realidad la bola me la contó Tertsch a mí, seguramente en el último momento su periódico había movilizado influencias políticas para que le levantasen el veto y le concedieran el codiciado visado.

Así empezó el viaje más frustrante de mi vida, que lo fue no porque, para peor, en ese momento vi entrar en el comedor a un corresponsal de la agencia Efe –sólo faltaba ya un cuñado o dos y Manolo, el del bombo-, sino porque fue drásticamente abreviado por circunstancias del todo ajenas a nuestra voluntad.

«Vi por doquier una miseria tercermundista. Me contaron anécdotas atroces. Todos anhelaban emigrar»

Mientras llegaba, sigilosa, Némesis, hice lo que se puede hacer cuando llegas a una ciudad en la que no conoces a nadie y en la que ni siquiera hay embajada española: paseé de la mañana a la tarde, hablé con quien no tuviera demasiado miedo de conversar con un extranjero, entrevisté a algunos artistas y escritores, que sin excepciones se expresaban con calculadísima ambigüedad, comprensible, pero decepcionante, fui a la universidad… alguna entrevista ministerial de esas en las que el discurso está perfectamente higienizado… Escuelas, hospitales… Visité la pirámide negra, coronada por una estrella roja, que se había levantado como museo de Hoxha…

Vi por doquier una miseria tercermundista, inimaginable en Europa. En la cafetería del hotel rechacé con brusquedad los sospechosos avances de una señorita muy guapa. Una noche, mientras paseaba por el parque con una periodista italiana, nos abordaron unos chicos descamisados que brotaron de un matorral pidiéndonos cigarrillos y ofreciéndonos una botella de aguardiente. Me contaron anécdotas atroces. Todos anhelaban emigrar. Como es natural, nada de todo lo que supe entonces lo publiqué, para no ser expulsado o detenido como agente de una potencia extranjera. Lo mejor me lo guardé para escribirlo cuando volviera a casa.

En la Avenida Rruga e Kavajës, donde estaban los edificios oficiales, visité cada día un contenedor blanco que albergaba una librería para los contados extranjeros, generalmente miembros de ocasionales delegaciones oficiales de los países satélites de Moscú. Tenía, encaradas, dos estanterías. Una estaba dedicada a la obra completa de Enver Hoxha, lujosamente encuadernada; la otra estaba dedicada a las ediciones francesas, alemanas y rusas de las novelas de Ismail Kadaré, la gloria nacional, el único albanés conocido en el extranjero, candidato al premio Nobel de literatura. Compré las novelas de Kadaré.

Empecé a conocer la ciudad, empecé a entender a la gente. Mientras desayunábamos el tercer día, nuestros guías nos convocaron a una urgente reunión en el cercano Palacio de Congresos, que estaba en la misma avenida. Nadie podía faltar.

«Las declaraciones de Kadaré en París habían provocado una crisis fenomenal en el Partido y pavor a una insurrección»

Yendo, muy intrigado, hacia allí, me detuve un momento, según mi costumbre, en el contenedor-librería, y me extrañó que los estantes dedicados a Kadaré estuvieran completamente vacíos, pero lo atribuí al clásico inventariat y no le di la importancia de signo que tenía.

Pero vaya si la tenía: en el anfiteatro del Palacio de Congresos un elegante apparatchik nos informó de que la «invitación» de Albania había «alcanzado sus objetivos a plena satisfacción de todos» y nos exigió que nos volviésemos al aeropuerto aquel mismo día. Protestas, vanas exigencias de explicaciones. Tratados como reses desplazables a voluntad, mis colegas se escandalizaron, como es natural. Yo también me disgusté, pero no me indigné, pues cuando las cosas son irreversibles y hay nada que hacer para cambiarlas, no me altero. Doy al fatum lo que es del fatum.

¿Por qué echaban tan escandalosamente a los enviados de los periódicos más influyentes de Europa? Resultó que aquel día Kadaré estaba en París, como invitado en la Feria del Libro. En ese contexto había dado una entrevista en la radio nacional francesa. Inesperadamente había dicho que no pensaba volver a Tirana, que no creía en las proclamas democráticas del régimen de Ramiz Alia, heredero del asesino en serie Hoxha, y que se acogía a la hospitalidad de Francia y se quedaba en París, como exiliado. Y esta entrevista había provocado una crisis fenomenal en el Partido y pavor a una insurrección, quizá a una guerra civil.

Qué raro que las declaraciones de un escritor provoquen un terremoto político, ¿verdad? Y que me expulsen a mí de un país. Es lo que me decía en el avión de vuelta a Viena.

Cosas del mundo de ayer.

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