José Antonio Zarzalejos: «Si el desenlace del caso Juan Carlos I se maneja bien, la monarquía parlamentaria tiene futuro»
Daniel Capó habla con Zarzalejos sobre el difícil legado de Juan Carlos I, la necesidad de acotar la inviolabilidad del rey, el papel de Felipe VI durante el ‘procés’ y las reformas de futuro que necesita acometer España
José Antonio Zarzalejos (Bilbao, 1954) retrata en su reciente libro Felipe VI. Un rey en la adversidad (Ed. Planeta) los intensos años de reinado de nuestro monarca. Es un libro escrito a favor de la Corona, consciente de su enorme importancia histórica, pero que no oculta las tremendas dificultades que afronta en el actual momento político.
En esta larga conversación para The Objective, José Antonio Zarzalejos reflexiona sobre el difícil legado de Juan Carlos I, la necesidad de acotar la inviolabilidad del rey, el papel de Felipe VI durante el procés[contexto id=»381726″] y las reformas de futuro que necesita acometer España.
En un libro anterior, ‘Mañana será tarde’, usted dedicaba un capítulo a «los colores de la corrupción» e incidía con especial crudeza en el rol de los municipios. «La corrupción municipal es la más perniciosa», sentenciaba entonces. En este libro, dedicado al rey Felipe VI, describe con dureza a su padre, el rey emérito. ¿Sigue creyendo que la corrupción sube de abajo arriba, como sugería en ‘Mañana será tarde’, o por el contrario, sospecha ahora que se trata de un fenómeno más transversal que aqueja por igual las distintas capas de la sociedad española?
En ese ensayo de 2015 me basaba en un criterio empírico: las administraciones locales -con menos controles- y los partidos políticos son las instancias en las que se han registrado los mayores casos de corrupción. Ese criterio sigue siendo perfectamente válido, aunque la corrupción, y ya se señalaba en el libro, es un fenómeno heterogéneo y que brota en todas las instancias, pero que se conecta con los fenómenos de licitación y contratación públicas de obras y servicios y con el tráfico de influencias. Y eso sigue siendo así, aunque se ha producido en estos últimos años una reacción más regenerativa. La presunta corrupción del rey emérito no se inscribe en un escenario usual, por el contrario, lo hace en la Jefatura del Estado y se ampara en un privilegio constitucional que se otorga para el ejercicio integral de sus funciones: la inviolabilidad. El concepto remite a la irresponsabilidad de la «persona» del Rey y, según la actual interpretación mayoritaria, ampara las decisiones institucionales y conductas del Jefe del Estado en el ejercicio de su cargo, pero también las que practica en su ámbito privado. Se trata de una inmunidad completa que, en este caso, ha servido como instrumento para la impunidad. No puede, por lo tanto, establecerse un termino de comparación con la corrupción política a la que me refería en Mañana será tarde.
En el libro es especialmente duro con don Juan Carlos, a quien acusa de ser un lastre para su hijo y para la Casa del Rey. ¿En qué momento empezó a sospechar de él? ¿Y cuándo se dio cuenta de que su actuación podía llegar a desestabilizar el corazón del sistema constitucional español?
No soy duro con el rey emérito en el libro Felipe VI. Un rey en la adversidad. Simplemente soy descriptivo y esa descripción resulta, efectivamente, dura porque los hechos que se relatan lo son. Percibí que el comportamiento de Juan Carlos I podría ser desestabilizador para la Institución cuando el hoy emérito vivió a una distancia demasiado cercana los avatares del luego llamado «caso Nóos» que impactó directamente sobre su yerno y su hija. La cacería accidentada en Botsuana indicaba que el rey debía dejar la Jefatura del Estado por el desplome de su reputación. Ni su petición de perdón -tan poco adecuada en las palabras y en las formas- pudo evitar la abdicación que es el único procedimiento de los reyes titulares para enjugar sus responsabilidades políticas. Pero cuando reparé en que la abdicación había frustrado su capacidad terapéutica fue en junio de 2019, cuando Juan Carlos I se aparta (es apartado) de la agenda pública y se suprime su secretaría en la Casa del Rey. Me alertó la brusquedad de la decisión y fue cuando comencé las indagaciones de este libro. A partir de esa fecha todo fue una secuencia casi única de acontecimientos que delataban comportamientos inasumibles del padre del rey que puso a Felipe VI en una situación dificilísima que se fue saldando con medidas intermedias hasta que llegó la radical de la expatriación previa apertura, el 5 de junio de 2020, de diligencia prejudiciales indagatorias del Ministerio Fiscal ante la Sala Segunda del Supremo, aún no resueltas.
Azotado por un aluvión de escándalos, y más allá de lo que digan las encuestas, ¿cree usted que se puede estar dando un lento, pero sólido, trasvase en el parecer de los españoles, que los dirigiría de la monarquía a la república? ¿Qué pálpito tiene usted al respecto?
Si situamos esta cuestión en el ámbito de los «pálpitos», el mío es que en España no hay una utopía republicana ni un consenso monárquico, sino una cierta indiferencia sobre la forma de Estado. Los prescriptores de la III República no combaten la monarquía parlamentaria sino el sistema y se están confundiendo por completo. No han aprendido nada de la utopía republicana de los años 20-30 del siglo pasado. No hay consenso monárquico, pero sí un sentido pragmático de las prioridades de la sociedad y entre ellas no está la apertura de un proceso constituyente que en eso consistiría cambiar monarquía por república. Si el desenlace del caso Juan Carlos I se maneja bien, la monarquía parlamentaria tiene futuro. Lo que sí estoy seguro -y no es meramente un pálpito- es que existe una demanda ciudadana nuclear: acotar la inviolabilidad del Rey, un asunto que requiere de una reflexión jurídica muy profunda sobre la forma de abordar tal acotación y otra de carácter político-institucional que compromete a otros institutos jurídicos-constitucionales como el refrendo de los actos del Rey.
Enfrentado a esta difícil herencia, usted señala que don Felipe se ve obligado a «reconstruir todo lo que su padre, después de erigirlo, destruyó». ¿Cree que para ello sería necesario prever una ley que permita regular cuanto antes determinados aspectos de la Casa?
La ley de la Corona es una creatividad político-periodística. Algunos juristas la creen posible; otros niegan que la autorice el Titulo II de la Constitución. En la actualidad no es viable porque abriría un debate que rebasaría el propósito de establecer una suerte de estatuto del Rey. Creo, más bien, en la trasposición en Reales Decretos de disposiciones privadas de la familia real y al código de conducta de los empleados de la Casa del Rey dictadas por Felipe VI, alguna medida relativa a la transparencia y a un debate -una vez pasada la convulsión sanitaria y económica actual y el caso Juan Carlos I- sobre cómo abordar la inviolabilidad del Rey, sobre la que desde 1977 estamos advertidos por el catedrático de Derecho Penal, Enrique Gimbernat que adujo la posibilidad de «un monarca delincuente» y no se atendió la advertencia porque se alineó la Constitución, en este punto, con otras europeas.
Y, por otro lado, ¿considera conveniente en el actual escenario político establecer una comisión parlamentaria que investigue las actividades del rey emérito?
En términos generales las comisiones parlamentarias en España son inútiles. Los grupos no han sabido implementarlas adecuadamente y carecen de ascendencia en la sociedad. Además, suelen cursar en paralelo con las investigaciones judiciales -en este caso fiscales- lo que las hace casi intrascendentes. Por lo demás, una comisión que investigase al rey emérito tendría que detenerse, según el criterio de los letrados del Congreso, en cuanto afectase a la inviolabilidad del rey. En definitiva, es preferible que la fiscalía termine su trabajo y que sepamos qué conductas del rey emérito han sido investigadas y si todas ellas están cubiertas por la inviolabilidad, la prescripción y las regularizaciones fiscales voluntarias y, alternativamente, si hay comportamientos que, sin amparo en esos paraguas, merecen el ejercicio de la acción penal ante la Sala Segunda del Supremo, ante el que está aforado el rey emérito.
En la página 131 del libro, usted afirma en un entrecomillado que en la Zarzuela se toman muy en serio el riesgo que supone Corinna Larsen a la que consideran una «enemiga temible» para la institución. En su opinión, ¿se limita este peligro al fraude fiscal o podrían darse otras derivadas no previstas, incluso de carácter político o diplomático?
Creo que el «temor» en la Casa del rey a Corinna Larsen tiene que ver con las conductas del rey emérito pero no tiene derivadas de carácter político o diplomático. Existen algunas teorías un tanto conspiranoicas al respecto, pero la realidad es que la relación entre Larsen y el rey emérito tuvo un carácter muy personal y se extendió a aspectos pecuniarios y operaciones financieras en las que esa señora tenía experiencia casi profesional.
El libro dedica varias páginas al ‘procés’ y al histórico discurso que pronunció el rey el 3 de octubre de 2017. Fue un discurso, afirma usted, «que tuvo una buena acogida fuera de Cataluña, pero no allí». Sin embargo, no parece que fuera muy bien recibido entre la clase política dirigente del país, ya que ni Rajoy ni Sánchez lo aplaudieron abiertamente sino que, al contrario, expresaron en privado algunas reticencias. Hay algo dramático en esta imagen, la de un hombre solo, con todo el peso sobre sus espaldas que representa el símbolo de la Corona, frente a un momento histórico. ¿Qué supuso para la imagen del rey este discurso? ¿Y cómo cree que lo valorará el futuro?
Los acontecimientos entre el 2017 y el 2021 le están dando la razón al discurso del Rey. La indolencia de Rajoy y su fracaso gestor en Cataluña y las funciones constitucionales del Rey (simboliza la unidad e integridad del Estado) le ampararon en ese discurso. No gustó a Rajoy porque puso en evidencia sus omisiones; tampoco, obviamente a los independentistas y a la sociedad catalana burguesa y plutocrática auténticamente «secuestrada» por la utopía disponible de la estatalidad y a esa sentimentalidad un tanto impostada de cierta capas catalanas que reclaman «cariño» cuando quiere decir «dinero». El Rey estuvo como debió estar en una situación crucial y evitó el vacío de presencia del Estado después de su intervención fallida el 1-O. El discurso del día 3 de octubre de 2017 ha sido un activo para Felipe VI y lo será más a medida que transcurra el tiempo. Veamos cómo está Cataluña en la actualidad tras las elecciones del 14 de febrero y volvamos a leer las palabras del Rey. Recobran sentido y oportunidad. Felipe VI es un hombre que puede ser extraordinariamente resistente y en este episodio lo fue y sigue estando convencido, con razón, de que actuó como debía.
En el libro señala también que el rey estaba mejor informado que el gobierno sobre la realidad de Cataluña, a pesar de los enormes medios de inteligencia y de información con los que cuenta el Estado. ¿Cómo es eso posible? ¿Debemos achacarlo en exclusiva a la indolencia de Rajoy y de su equipo o indica un deterioro más profundo del funcionamiento de las instituciones?
El rey en su margen discreto de autonomía mantiene una información al día de las cuestiones que afectan al Estado y a la sociedad española. Por mandato constitucional, debe recibir esa información; está presente en los organismos más delicados de la información del Estado y despliega una intensa actividad de escucha activa. Tiene entrada en muchos ámbitos -políticos, empresariales, académicos- y es un hombre que absorbe información y la reelabora. Sobre Cataluña siempre tuvo mejor información que Rajoy y, sobre todo, extrajo conclusiones más certeras que el Gobierno. Siempre pensó que el proceso soberanista iba en rumbo de colisión y Rajoy creyó que su rumbo era de negociación.
Pensando en el largo plazo, me gustaría plantearle dos últimas preguntas. La primera es que el libro desprende una cierta convicción de que una reforma federalizante puede ser el mecanismo que permita encauzar la actual crisis. Pero un escéptico le respondería que apenas nadie sabe en España en qué consiste realmente un Estado federal y, por otro lado, y quizás aún más importante, que apenas hay federalistas entre los partidos nacionalistas periféricos.
Creo que la vocación de futuro de nuestra Constitución era la federal. El modelo autonómico es viscoso y le gusta más a los nacionalistas e independentistas porque sus límites son difusos. Un Estado federal es más claro en lo competencial, más exigente en lo cooperativo, más sólido en lo unitario, más libre en lo plural y diferente y más fácil de implementar porque disponemos de derecho constitucional comparado y de prácticas y usos igualmente comparados de los que aprender y con los que experimentar. Hay Estados centralizados, regionales y federales, pero el autonómico es una rara avis y debe ser de transición. La doctrina española está llena de federalistas pero a la derecha lo federal le evoca dispersión y a la izquierda le cohíbe porque los nacionalismos con los que colabora intensamente no se lo admiten. La tercera España es federalista como lo era Salvador de Madariaga, un referente del federalismo en España.
Y finalmente me gustaría preguntarle por el futuro de la Corona. ¿Cómo se la imagina en veinte, treinta años? ¿En qué habrá cambiado la institución y hacia dónde se dirigirá?
Primero: habrá monarquías parlamentarias y seguirán siendo eficientes si se actualizan de forma constante manteniendo su patrimonio tradicional que identifica el pasado de sus sociedades y las proyecta sobre un futuro compartido. Más aún si en vez de un rey, España tiene, como creo ocurrirá, una reina desconectada de la transición y del reinado de su abuelo, de los últimos años. Por lo demás, la receta está ya prescrita: ejemplaridad, transversalidad, referencia de valores cívicos y democráticos. El rey/reina es un/a funcionaria del Estado con determinadas exigencias, algunas extraordinarias, que son de imprescindible cumplimiento para compensar el sesgo excéntrico en una democracia de una institución hereditaria. En definitiva: no todo lo electivo resume lo democrático, pero aquello que no lo es debe cumplir con la funcionalidad institucional que la Constitución le encomienda de una forma permanentemente encomiable.