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Karina Sainz Borgo: «No concibo la vida sin muerte»

Daniel Capó habla con Karina Sainz Borgo a propósito de su segunda novela, ‘El tercer país’

Daniel Capó
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Karina Sainz Borgo: «No concibo la vida sin muerte»

Clara Rodríguez | Cedida

Tras el gran éxito de La hija de la española (Lumen, 2019), que mereció el Grand Prix de lHeroïne Madame Figaro y el International Literary Prize, la escritora venezolana Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) acaba de publicar su segunda novela, El tercer país (Lumen, 2021), un libro intenso y desgarrador que se construye sobre el universo simbólico de la tragedia clásica y el paisaje espectral de un espacio llamado el tercer país, «una frontera dentro de otra donde se juntaban la sierra oriental y la occidental, el bien y el mal, la leyenda y la realidad, los vivos y los muertos». En esta conversación para The Objective, la autora desgrana los grandes temas que han inspirado su nueva novela.

Karina, tu novela El tercer país arranca con tres citas. La primera pertenece al Pedro Páramo de Juan Rulfo, la segunda a la Antígona de Sófocles y la tercera a la Odisea de Homero. Una nos habla de la presencia de la muerte, otra de la piedad con los muertos y la última del olvido. Me gustaría hablar de estos tres conceptos, que creo son los que enmarcan la novela. ¿Por qué la muerte? ¿Qué nos dice sobre la vida?

No concibo la vida sin la muerte. Es un tema que está presente en todo lo que escribo y procuro no perderla de vista. Es tan abrupta la llegada de un ser humano a la vida como su partida. De hecho, Visitación Salazar lo dice en un pasaje de la novela: no todo el mundo puede nacer, pero todos vamos a morir.

La piedad aparece en la segunda cita como una negación. Antígona no acepta la ley humana que le impide enterrar a los caídos. Para los griegos, el abandono de los cadáveres representaba la acedía y constituía una de las mayores ofensas imaginables. El cristianismo, más tarde extendería este significado, hasta llamarlo el demonio del mediodía y considerarlo el peor de los pecados. El tercer país es una novela que se levanta contra la acedía y que como la Antígona de la tragedia se niega a obedecer a los hombres para cuidar y amar, a pesar de todo.

Antígona como argumento siempre me ha desarmado: radiografía una sociedad enferma y la capacidad de los individuos para resistirse a la pobreza moral. El exilio republicano trabajó mucho la obra de Sófocles, desde Bergamín hasta María Zambrano, no sólo por la guerra civil que se expresa en la muerte de los hermanos, sino por el desposeimiento hasta de la más elemental lápida: un trozo de tierra para morir. Además, me parece que resume la naturaleza humana que abordó Hölderlin es su traducción de Antígona, algo así como que el hombre es de lo que no hay, busca aquello que le falta. Pero creo que la base de Antígona como personaje, y como alegoría que da vida a estas mujeres, desobedece una ley para hacer lo que considera justo y correcto.

Al citar a Homero, te fijas en el famoso pasaje de los lotófagos, condenados por así decirlo al olvido. ¿Por qué no hay humanidad sin memoria? ¿Y cómo se liga la memoria con la esperanza y la justicia?

La memoria es la piedra primera sobre la que podemos construir algo duradero. La mayoría de los totalitarismos ha intentado manipularla, usarla con un fin ideológico o directamente dinamitarla. La fosa común como imagen es muy explícita: cuando una sociedad es incapaz de concederle a un ser humano ni siquiera un trozo de tierra y una caja para que no se la coman las alimañas, hay un problema. Cuando tú entierras, aparte de que estás haciendo una restauración, estás creando memoria. Alguien tiene que saber que ahí murió alguien y por qué murió, cuáles fueron los motivos por los que murió.

Con estos temas de fondo, El tercer país resulta una novela intensísima, de un dolor lacerante, yo diría que profundamente carnal. Aunque se repiten toda una serie de símbolos a lo largo del libro y la geografía tiene algo de fantasmagórica, lo que se cuenta sale de las entrañas. ¿Dirías que el dolor nunca miente? ¿O, más bien, qué es la realidad -y no nuestras ficciones- la que escribe la letra menuda de nuestra vida?

Tendemos a ver la vida como un elemento dispuesto de antemano. No somos narradores omniscientes, ignoramos todo cuanto ocurre. No sabemos qué va a pasar ni cuándo en nuestra vida, pero al menos podemos optar a elegir cómo vivirla. No siempre, pero se puede. Concibo la ficción como el territorio para comprender, el paisaje que atravesamos autores y lectores, ese viaje que nos enmarca y nos define. No es la vida ni la realidad las que escriben. Es el ser humano quien lo hace para entender el mundo que se despliega a su alrededor.

 El título de la novela, El tercer país, subraya el protagonismo de la geografía. ¿Hasta qué punto resulta determinante en la construcción de tu libro?

El Tercer País es un territorio ficticio. Es la frontera que separa sierra Oriental y Occidental. Para construir ese territorio volví a la Comala de Rulfo, a quien rindo un homenaje con sentido del decoro. Mezquite es un lugar de paso, una frontera, un sitio en que la presa es más presa y cualquiera puede ser depredador.

A veces me he preguntado si es el tiempo -su paso, su biografía- o es el espacio el que determina en mayor medida nuestra identidad.

Concibo la identidad como una hibridación. Por ejemplo, mi sensibilidad infantil es telúrica: mi lenguaje, mi visión de los paisajes, mi memoria de los olores, incluso hasta la disposición de contar es muy del Caribe. Sin embargo, mi balcón hacia el mundo desde hace 15 años es España, incluso Europa. ¿Qué me ha construido? ¿El espacio? ¿El tiempo? ¿La mezcla?

Un viejo adagio latino reza cor ad cor loquitur, el corazón habla al corazón. En esta novela desnudas tu corazón de un modo extraordinario. Y lo que se desvela es -creo yo- la necesidad de la compasión si no queremos cegar la esperanza.

El Tercer País busca la noción del otro como alguien necesitado de piedad. Estamos inhabilitados para la compasión, vivimos compartimentados en un mundo empeñado en su propia necedad y poco dispuesto a transigir en sus prejuicios y obcecaciones. En esta novela existe un gran alegato a la amistad y la solidaridad.

Dirías que frente al mal radical, ¿cabe el perdón?

Cabe la verdad, si es posible; luego la memoria y después la reparación.

Y una última pregunta. Llegaste a España en 2006. ¿Cómo crees que ha evolucionado el país en estos quince años? ¿Qué te sorprendió al llegar y qué te preocupa ahora?

Yo llegué a España durante un fin de ciclo, antes de la crisis económica de 2008. Entonces las OPAs estaban a la orden del día y el Capital Riesgo vertebraba la vida española. Parecía que el dinero caía de los árboles y la construcción se convirtió en el negocio central… hasta la crisis de las hipotecas subprime. Esa crisis financiera coincidió con una crisis moral y política: la incapacidad del bipartidismo para percibir su desgaste. Lo anterior, unido al malestar que produjo la crisis, los recortes para reducir el déficit y un paro de 5 millones de personas propiciaron un clima de desencanto y desafección hacia la clase política. Creo que España está expuesta, como el resto de los países, a un proceso virulento y contagioso de populismo. Confío en la sociedad española, que ha vivido en carne propia lo que supone perder institucionalidad democrática y que es muy consciente de lo importante que es salvaguardarla. 

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