Garci y otras películas
«Su filmografía -deseo que todavía no terminada- recorre nuestra historia sentimental, nuestra manera de ser, de soñar, de saber perder y de saber ganar»
«No son estas fronteras mis fronteras/
No es este mundo de las viejas runas./
Gobiernan los cobardes, los oscuros…»
(Luis Alberto de Cuenca)
A la hora que estaba llegando la segunda carta a la ciudadanía yo me encontraba ajeno y feliz en el Matadero, ese espacio de Madrid cerca del río y recuperado para la vida. Me acerqué con mi amigo Chus Visor, el atlético editor y educado antimadridista militante, que creció en ese barrio cuando el Matadero de Legazpi era un lugar para el sacrificio y el degüello. Todavía recuerdan los que fueron chicos de ese barrio los gritos de inocentes animales ajusticiados legalmente y a su pesar. Eran otros tiempos, otras matanzas.
En una de sus dependencias recuperadas para las letras, el teatro y el cine estuvimos para escuchar a José Luis Garci en compañía de Luis Alberto de Cuenca y José Antonio Marín Otín, Petón. El director hablaba, en una sala abarrotada, de su cine, su vida, sus lecturas y su manera de ser español. Un madrileño crecido en las sesiones continuas de cines que ya no existen, un apasionado por la radio y sus «teatros del aire», aficionado a la ciencia ficción y a cualquier ficción en letras o en fotogramas. Es Garci un narrador oral que está muy alejado de todo provincianismo intelectual, nunca trata de imponer lo que piensa y, aún más raro, es un tipo que sabe escuchar.
Garci, además de ser chico para todo en un banco, vivía la realidad distorsionada por el cine, escribía relatos bajo el influjo de Ray Bradbury y soñaba con ser un Berlanga o, por lo menos, un John Ford. Ni una cosa ni otra. Nunca consiguió, según confesó al auditorio, hacer ninguna obra maestra. Pero tampoco consiguió hacer una mala película. Sigue siendo uno de nuestros cineastas imprescindibles. Su filmografía -deseo que todavía no terminada- recorre nuestra historia sentimental, nuestra manera de ser, de soñar, de saber perder y de saber ganar el primer Oscar de nuestro cine. Han pasado cuarenta años y muchas películas.
Hoy sigue siendo un raro que está a sus anchas en la sinceridad. Un españolazo que lo disimula. Tuve la fortuna, el privilegio, de ser uno de aquellos tertulianos de una televisión que hoy parece imposible. El programa de Garci, Qué grande es el cine, ayudaba como un enorme cine fórum, con nocturnidad y humo de tabaco, a que desde la televisión pública se acercara lo mejor de la gran historia universal de nuestro cine. En aquella Arcadia de tantas noches hablaban las tres o más Españas. Durante años consiguió que lo imprescindible del cine europeo, americano o en nuestro idioma fuera mejor visto y mejor entendido.
Por allí pasaron Juan Cobos, Lamet, Porto, Giménez Rico, Méndez Leite, Nativel Preciado, Rodríguez Lafuente, Oti R. Marchante, Carmen Posadas, Miguel Marías, Luis Alberto de Cuenca, Clara Sánchez, Enrique Herreros Jr, Carlos Arévalo y otros diferentes en sus votos, sus pensamientos y su cinefilia. No fue suficiente, ni fuimos contingentes, para la televisión pública de Zapatero. El programa fue retirado por ser ideológicamente abierto y culturalmente necesario. Yo fui indirectamente implicado por ser imagen progre asimilable aunque estrafalaria. Y confieso mi derrota en la defensa de lo obvio. Ya contaré esa intrahistoria de la caída de Garci y Sánchez Dragó, otra película.
«Garci muy pronto fue un maestro melancólico de sueños perdidos, de vidas que hacen crack»
Antes de la guillotina, en una fiesta de celebración del programa, recuerdo que Garci, con amable complicidad de colegas, le decía a Giménez Rico: «¡Hay que ver Antonio! Con la cantidad de cine que hemos visto, con lo que sabemos, y no hemos sido capaces de hacer una obra maestra». Ante esa confesión, dicha con solidaria camaradería, Giménez Rico- mucho menos necesario que Garci- le contestó : «Bueno, cada uno que hable por sí mismo». En fin, todos tenemos derecho a creernos mesías y aguardar impacientes nuestra propia llegada. Es cierto que sobrevivimos porque tenemos capacidad de engañarnos a nosotros mismos.
Muchas veces es mejor seguir confundiendo la realidad con una película de aquellas con finales felices. ¡Qué tiempos en que nuestra infancia era un paraíso habitado por películas del lejano oeste, de hombres tranquilos y justicieros, de malos que acababan castigados, de hermosas que besaban y de besos robados! Aunque esa es otra historia. También llegaron los neorrealistas, la nouvelle vague o Bergman y nos enseñaron finales no felices, finales de escapada y callejones sin salida. De eso también se llenaron nuestros ojos cinéfilos. Y aunque siempre nos quedará París, también nos quedan las risas congeladas después de Plácido o El verdugo. Garci muy pronto fue un maestro melancólico de sueños perdidos, de vidas que hacen crack. Es un notable encajador, aunque sea un peso pluma, para mí es nuestro Jake LaMotta de nuestra cultura, golpeado pero nunca derribado.
Después de tantas películas, de tantos finales, sabe mantener esa capacidad tan suya de parecer empecinadamente feliz. Como si la vida también fuera un poema de Margarit, una lúcida ironía de Ángel González o viviéramos en esos versos de Luis Alberto de Cuenca: «Volveremos a vernos donde siempre es de día/ y los feos son guapos y eternamente jóvenes,/ donde los poderosos no abusan de los débiles/ y cuelgan de los árboles juguetes y tebeos».
Garci parece feliz y proporciona buen rollo. Lo comprobé muchas veces. Por ejemplo, en medio de un montaje en Cine Arte, cuando paraba para comer una carne y unos vinos en Casa Paco, al lado de la plaza del Conde de Barajas. Allí lo recordé el otro día cuando por azar me encontré con un mitin de Sumar -o lo que quede de la resta- para la campaña europea. La plaza, con sus terrazas abarrotadas de ciudadanos bebiendo cerveza y hablando de sus cosas, de repente se vio ocupada por unas decenas de entusiastas entregados a la gran misión de regenerar el país, o algo así. Gritaban sus eslóganes, no recuerdo ni uno, y se entregaban al aplauso incondicional de sus líderes y empleadores. Había tres ministros y unas decenas de empleados de la causa.
«Yolanda Díaz todavía no nos mandaba a la mierda a los que estábamos emboscados detrás de nuestras cañas»
Yolanda Díaz todavía no nos mandaba a la mierda a los que estábamos centrados y emboscados detrás de nuestras cañas. De los otros, creo que responsables de nuestra sanidad y nuestra cultura -cosas de nada- apenas recuerdo sus apasionados y emotivos discursos salvadores de las amenazas de la fachosfera y algunas referencias a algo así como un fango que nos crea a veces la ilusión de la profundidad. También recuerdo a un señor que subió a la tribuna para advertir a los de «Izquierda Unida» que no se equivocaran de voto. Me acordé de los Monty Python y del Frente Popular de Judea hablando de los derechos de todo hombre, o mujer.
Pero no me dieron ganas de reír, ni por Judea, ni por la izquierda empoderada, fraccionada y soberbia. Una vez más creo que no se puede. En esa misma plaza, en ese momento, tuve una suerte de melancolía. Recuerdos de otros tiempos, otros políticos, otro país con ministros que no me hicieran bostezar- ese «aullido silencioso» como decía Chesterton- y mucho menos cabrearme. Sí recordé que en compañía de Garci, que además de a los dry martinis le pega con pasión no disimulada a los libros, algunas historias compartidas de aquella plaza donde vivió María Zambrano. En aquella su casa donde se reunían diversas gentes, diversos pensamientos, desde un joven poeta llamado Camilo José de Cela que andaba pisando la dudosa luz del día o a Miguel Hernández, católico y comunista, que ya era un gran y necesario poeta.
Dos vidas muy distintas, dos españoles que podrían compartir claros del bosque en la abierta casa de María Zambrano. Una tercera España que debió ser posible. Que lo sigue siendo. De esa tercera España de Garci, con su amigo Petón, atlético, libérrimo y católico al que me unen, entre otras pasiones y amistades, que fue amigo del recordado Pepín Bello. El imprescindible español que supo unir a Lorca, Buñuel y Dalí. El que vivió liberalmente en su exilio interior, entre dry martinis y fabada Litoral, europeo de Huesca, que según sus palabras era la ciudad más europea de las nuestras porque «estaba más aireada».
Pepín culto, universal, ficcionador que nunca escribió, viajero que apenas se movió de Madrid. No quiso exilio después de haber visto a sus amigos con armas y a su familia dividida. Una vez, en compañía del joven Antonio Garrigues Walker, viajó a Roma en un Hispano-Suiza, se dejó invitar, paseó el Vaticano sin rezar y volvió para contarlo en su tertulia liberal en compañía de los Garrigues, Chueca Goitia, Juan Benet o María Asquerino. Otra patria posible, otro país que tuvimos la suerte de conocer y la desgracia de añorar. Cuando, a pesar de estar fuera políticamente, también fuimos europeos. Que nos quiten lo viajado, leído y visto.
Yo espero esa Europa, la misma de Garci, que es un europeo de Nueva York y que allí supimos también ser libres y felices como si estuviéramos jugando en nuestro Retiro, nuestro particular Central Park.