THE OBJECTIVE
Javier Rioyo

Poetas armados

«No pienso leer a poetas con pistola. Las trincheras, sin despreciar a algunos de aquellos romances más o menos heroicos o líricos, no le sientan bien a la poesía»

El verso suelto
1 comentario
Poetas armados

Antonio Machado.

«Si mi pluma valiera tu pistola

de capitán, contento moriría»

No puedo imaginar a Antonio Machado con una pistola. Imposible que aquel poeta disparara contra nadie. Ni por razones ideológicas, ni por celos, ni por patria, ni por matria. Ese poema que en aquellos días de guerra dedicó a Enrique Líster– jefe de los ejércitos del Ebro, comunista, exaltado, peludo y gigantón- eran versos de un hombre bueno, mayor, triste y ya preparado para perder la guerra de las armas. Nunca perdió la de las letras. En el fundamental libro de Andrés Trapiello, Las armas y las letras, se recogen unas palabras que en aquellos días finales de la guerra dijo Machado a Ilya Ehrenburg: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro. Quizá la hemos ganado… Hay que reír alegremente, hacer buenos versos, llevar una vida decente, tener una muerte digna». No cumplió el poeta el deseo de la risa, ni de la alegría, pero siempre fue decente, sin armas, sin disparos, sin pistolas, sin luchar en barricadas, ni creer en guerras. Siempre estuvo con la República, ayudó con su palabra, exageró poéticamente pero comprendió humanamente. 

Dionisio Ridruejo, que fue muy amigo de su hermano Manuel, además de haber sido alumno sobresaliente en el instituto de Segovia de Antonio, dejó escrito en respuesta a un retrato simplista y brillante de Umbral, que aquellos hermanos separados por la historia, no lo estuvieron en la realidad: «Tampoco en el orden ideológico la distancia era tan grande hasta que llegó la hora de la verdad y ni aún entonces se rompieron los vínculos afectivos sobre los que cayó el hachazo trágico de la guerra». Ni Antonio fue el poeta comunista que ensalzaba a Miaja, a Líster; ni su hermano Manuel fue el poeta que hizo lo propio con Franco. Unidos por tantas cosas, por vida y quizá por «confesión» masónica que supieron ocultar. En una dedicatoria cambió Manuel un soneto al general Joffre dónde decía: «Y para los hermanos que saben de estas cosas/ el signo religioso de la masonería» , que se ve transformado en la edición del año 40 por : «Y para los hermanos que saben de estas cosas/ el signo religioso de nuestra Cofradía». 

Poetas sin pistolas, poetas pacifistas, escépticos en política, diferentes y cercanos, españoles cada uno con sus sensibilidades y sus dudas. Uno, Antonio, más atraído por los santos laicos sobrios estilo Unamuno, Giner y al estilo krausista. Y Manuel más popular, festivo y presumido. Uno de torpe aliño indumentario, otro de casticismo más atildado. En la guerra del 14, Antonio celebra que España esté al margen, no quiere volver a las «podres» ni las «pestes», no quiere fanales sangrientos : «…la guerra nos devuelve los muertos milenarios/ de cíclopes, centauros, Heracles y Teseos; la guerra resucita los sueños cavernarios/ del hombre con peludos mammuthes gigantescos».

Peludo, mamut, gigantesco, así recuerdo yo al general Líster. Mejor dicho, a Enrique Líster en su regreso del largo exilio. Yo era un joven periodista y tenía una entrevista con aquel mito de la guerra. El revolucionario profesional, el hombre del pueblo formado en el estalinismo, el general comunista, el héroe machadiano, con su voz tronante, con una suerte de socarronería gallega, recreaba las peleas contra el eurocomunismo, su visceral enfrentamiento con Carrillo, su fe comunista y todas aquellas derrotas no asumidas que fuimos conociendo de cerca. Cuando le pregunté por su pistola, por Machado, por el poema, por su carta al poeta se relajó, pidió un aguardiente de su tierra: «Mucho mejor que un vodka de los de ahora. Rusia ya no es soviética». Me reí, bebí aquel aguardiente y lo disfruté. Feliz porque comprobé que ni el vodka con tónica, ni el aguardiente gallego, me convencieron de las bondades del comunismo, ni soviético, ni euro.

No pienso leer a poetas con pistola. Prefiero a Prados, Altolaguirre, Alberti, Neruda, Hernández de antes de las barricadas. Las trincheras, sin despreciar a algunos de aquellos romances más o menos heroicos o líricos, no le sientan bien a la poesía. Una de mis confesas excepciones son las de León Felipe y sus salmos: «Hay dos Españas: la del soldado y la del poeta. La de la España fratricida y la de la canción vagabunda. Hay dos Españas y una sola canción. Y esta es la canción del poeta vagabundo». Eso lo escribió antes de tener entre sus piernas a Sara Montiel y de ver, pícaro y melancólico, cómo se escapaba a las rodillas de  otro exiliado, el comunista Plaza, amigo de Ramón Mercader y estalinista muy alejado de poesías y lirismos, pero esa es otra historia.  

«Mientras disfrutaba de mi botín en la Feria del Libro Viejo en Recoletos me tropecé con Koldo, el portero de noche y conseguidor de día»

Uno es también lo que cantó, lo que leyó en aquellos años de poetas prohibidos, de compras clandestinas en las librerías de viejo. Este fin de semana se termina la Feria del Libro Viejo en Recoletos, y como siempre estaba intentando cazar libros descatalogados. Ya había conseguido algunas rarezas: «En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes», el primer número del 31 que hicieron Herrera, Aguilera y Díaz Caneja; las primeras ediciones de Fermín Galán de Alberti y de El arte del toreo de Domingo Ortega o Madrid nuestro de Giménez Caballero. Mientras disfrutaba de mi botín de guerra libresca  me tropecé con Koldo; sí, el mismo, el de los recados de Ábalos, el de las mascarillas y el hacha, el socialista ejemplar, el sanchista entusiasta, el portero de noche y conseguidor de día, el catador de mariscos a mascarilla bajada, estaba allí, en mi querida feria del libro de viejo. Le reconocieron, la llamaron por su nombre, le preguntaron qué libro quería, le espantaron. Fuese y no hubo nada. Yo me quedé entre mi alegría libresca y mi frustración de periodista poco perseguidor. ¿Qué leerá Koldo? Leerá a sus compañeros poetas con cargo. Alguno se merece ese lector.

Me refugié con mis libros, como tantas veces, tantas décadas, en el Café Gijón. Esperaba a un amigo editor, Jesús Egido del notable Reino de Cordelia. Un raro necesario capaz de publicar una nueva Eneida en verso o de estar orgulloso con una nueva edición del Poema del cante Jondo de Lorca. Ahora corregido por primera vez de su «defectuosa» puntuación por Luis Alberto de Cuenca. Me gustan estos atrevimientos, estas felices propuestas de leer a Lorca con otras pausas. Tan atrevido como reescribir el Quijote en nuestro español de ahora, cosas de Trapiello que leeré. Pero no eran estos los motivos que me hicieron encontrarme con Egido, lo que quería era conseguir el último libro de un poeta de Rota, con perdón. De uno de nuestros mejores y más escondidos poetas: Ángel García López. Digo escondido porque siendo uno de los grandes de la llamada Generación del Lenguaje, con premios como el Adonais, Nacional de Literatura, Nacional de la Crítica, el Boscán, el de las Letras Andaluzas y otros muchos, no es lo reconocido ni leído como merece. Muchas cosas se han tapado en nuestra literatura, en nuestra poesía y es hora de ir destapando.

A García López lo conocí de la mano del poeta José Ramón Ripoll en la calle Prim en un trabajo alimenticio en la ONCE, creo que coordinaba los audiolibros. Y entré en su poesía, Elegía en Astaroth, Memoria amarga de mí, Universo sonámbulo... Con el otro gran poeta de Rota, Felipe Benítez Reyes, fui conociendo más de su vida y su poesía. Acaba de salir en Renacimiento una antología  con prólogo suyo. Pero lo que quiero destacar es este último libro, Testamento. Hecho en Watani. Con un subtítulo que nos acerca a los motivos de este lírico arreglo de cuentas: Fábula acerca del secuestro y de la usurpación de la Poesía por los falsos poetas. En este testamento poético señala a algunos que han llegado para usurpar, controlar, mediatizar y maniobrar la poesía española. Es un libro de justicia poética, una queja del final de un camino, de una herida hecha poema y denuncia. «Nuestra casa, la invicta, / un ascua era de oro donde el amor abundaba./ En libros y anaqueles respiraban poemas/ escritos por los dioses que otros llaman fray Luis/ Luis de Góngora, Lope, Quevedo, Juan de Yepes, Garcilaso, Manrique y el coro de los ángeles/ con que suena en los vientos el clamor de los siglos…Mas siempre la molicie, / la codicia y la envidia, trabajan con el odio / fingiendo hallar tesoros de un lejano horizonte». 

En estos sus lentos y lúcidos días de la vejez, siente y cuenta sobre su casa ocupada por un tumulto que llegó bien armado y en tropel: «…abiertas ya a los golpes las rotas cerraduras,/ los vestidos de fiesta bordados con primores, / las ropas y cendales que mancharon de oprobio y ensuciaron del barro. / Sus zarpas, con la fuerza de las bestias mayores, derribaron las puertas / en busca de tesoros. Trizaron con vesania/ los muebles ancestrales, rompieron vidrieras / y quemaron los libros sobre los anaqueles…Sin quedar saciados, como flores carnívoras, / prosiguió largo el día cumpliendo el latrocinio / hasta dejar maltrecha la mirada del aire- Vuestros versos, inválidos, han muerto. Otros distintos / en páginas y oídos sonarán desde ahora-/ Y arrogantes/ y ebrios de jactancia y acíbar, / así nos despojaron de aquel lugar abierto / a la luz y los pájaros. / Nuestra casa dejaba/ de ser sol, y nuestra, al final de ese día».

Poetas soldados hay muchos y grandes en la historia. Poetas asaltadores, también sin tener que mirar atrás sin ira.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D