THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Retiro lo escrito. Vuelvo a los dos besos

«Desde que puse en práctica mi decisión aparentemente sensata de acabar con la costumbre de dar dos besos a la mujer que te presentan me he quedado aislado»

Opinión
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Retiro lo escrito. Vuelvo a los dos besos

Dos chicas se besan | Unsplash

Abunda el columnista cínico, el corrupto, el indiferente y, en fin, el que se toma la vida como si fuera una broma sin importancia.

Pero luego hay otra clase de tribuno. El que, como yo, sobre su sólida estructura moral siente el peso de una responsabilidad grande.

Si alguna vez engaña al lector o le desencamina con opiniones equivocadas, si con sus informaciones le induce, aunque sea involuntariamente, a juicios erróneos y a tomar decisiones quizá irreparables, se abochorna, siente que se ha pasado de listo, pierde la autoestima y en adelante camina encogido bajo la gravitación universal de la culpa, rasando las paredes como perro abandonado.

Es lo que me pasa a mí desde que hace unos días publiqué aquí un artículo titulado Para acabar de una vez con los dos besos. Fue un error. Y por eso vengo a estas líneas a retirar lo escrito y advertirle al lector que por lo que más quiera no siga mi ejemplo.

Porque desde que he puesto en práctica mi decisión aparentemente sensata, fundada en consideraciones racionales, de acabar con la costumbre de dar dos besos a la mujer que te presentan o con la que te encuentras, llevo una semana sin besos, demasiados días sin ser besado (soy huérfano y viudo, pero passons outre) ni siquiera con ese inocuo sucedáneo del beso de amor verdadero que es el ligero roce de los labios con la mejilla de lo que Machado llamaba «la otredad», y he constatado que desde entonces mi estado de ánimo ha decaído muchísimo.

«Renuncié a los dos besos y he quedado como quien dice aislado de la mitad de la humanidad»

Estoy cerca de la depresión más pavorosa y hasta con tentaciones suicidas por culpa de mi estúpida decisión aislacionista, radicalmente asumida en base, como he dicho, a criterios estrictamente racionales -¡pero es que no somos animales racionales, sino seres sensuales, sensitivos-!

Por estúpido orgullo conceptual, por convicción feminista y por auto-respeto, renuncié a los dos besos y he quedado como quien dice aislado de la mitad de la humanidad, pues, si como yo denunciaba, los dos besos se han convertido en un ritual vacío, ahora he descubierto que más vacío es el ritual de dar la mano.

A veces un fortachón te la estruja -¿qué querrá demostrar?- y a veces te la dan blanda, con una flaccidez desanimada, con un desinterés despectivo. El difunto escritor Baltasar Porcel era especialista en esta manera de estrechar la mano, que con él era como apretar un pez muerto. Y esto lo hacía mientras miraba hacia otro lado, como si cualquier otra cosa fuera más interesante que tu rostro, como si no existieras. Salías del saludo moralmente devastado.

En consecuencia, después de negarme a los dos besos, me negué también a dar la mano. Cero contacto humano.

Qué error, qué inmenso error. Me he quedado aislado, rodeado de cosas y de mejillas y manos que se han vuelto inaccesibles, intangibles. Me he sentido adscrito a esos tristes pueblos nórdicos que pueblan las regiones gélidas donde la gente es introvertida, habla poco, en susurros… y no se besa. Países infelices que envidian nuestra calidad de vida, nuestras efusiones, nuestro desparpajo. Sus habitantes, a la que pueden, se trasladan a vivir aquí, para dejar de ser personajes de Kaurismäki.

«En Holanda la costumbre, cuando ya hay un poco de confianza, no es dar dos besos, sino tres»

Yo también, por mi tonta decisión anti-besuquera, estoy a punto de convertirme en finlandés. ¡En los hielos eternos!

He pensado: «Ignacio, tienes que elegir: o te reincorporas a la costumbre de los dos besos o pides ayuda psiquiátrica».

Recapacitemos, ya que el tema es de vital interés: te presentan a una mujer, y, en un movimiento de reconocimiento, de afecto, de protección, la besas. Es un símbolo de percepción de su morfología, de su forma humana. Al besarla (o al besar ella al varón) le estás diciendo: «He observado con atención que tienes dos mejillas. Pues bien, te planto un beso en cada una».

¿Hay algo más lógico? Lo correcto y equilibrado es uno por mejilla. ¿Tienes dos mejillas? Pues dos besos.

Esta sensatez la conculcan en Holanda, donde la costumbre, cuando ya hay un poco de confianza, no es dar dos besos, sino tres. Chiflada costumbre neerlandesa que sólo se explicaría si el ser humano tuviera tres mejillas; entonces, sí, entonces habría que dar tres besos.

¿Tres besos? ¿Pero por qué tres? ¿Es que nos hemos descontado? ¿Dónde está esa maldita tercera mejilla? Y además, ya puestos a dar tres, ¿por qué no cuatro, cinco o seis? No acabaríamos nunca. Mal por Holanda. Muy mal.

En cambio, los dos besos son la perfilación, el subrayado del rostro de la otra persona, y por derivación, de su cuerpo entero y de su alma. Una manera simpática de decirle: «No pasas para mí ignorada, desapercibida; no: te estoy viendo, sé cómo eres, y te aprecio. No estás sola, como esos desdichados que rechazan todo contacto. No me niego, de entrada, a la posibilidad de algún tipo de ósmosis entre nosotros. Ya se verá, pero, de momento, aquí tienes mis labios cariñosos». ¿Hay cosa más bonita?

Está decidido. A partir de ahora voy a besar a troche y moche, sin tasa. Y sopeso no limitarme a las mujeres que me presenten, o a las conocidas y amigas con las que me encuentre. También a las desconocidas que me despierten simpatía en la calle, en la cafetería, en el metro.

Sé que besando como un forcené me arriesgo a una denuncia, como le ha pasado al señor Rubiales, que por un beso entusiasmado e inocente el fiscal quiere meterle en la cárcel y luego la prensa ha hurgado en su pasado y en sus negocios para descubrirle cosas feas y matarle en vida.

Pero me arriesgaré. Estoy harto de este aislamiento. Amigos, yo no soy una mónada sin ventanas. Quiero contacto humano, aspiro a la comunión con mis semejantes.

Estoy pensando, para mayor cordialidad y proximidad y empatía con los demás, en simplificar el rito, pasando de las mejillas a la boca –pero sin pretensiones libidinosas-. Beso en los labios, pese a quien pese. Y por cierto, ¿por qué limitarse al beso en los labios a las mujeres? ¡También a los varones!

Recuérdese que por ser renuente al beso en los labios entre hombres, el señor Alexander Dubcek, el líder de la primavera de Praga, llevó a su país, Checoslovaquia, al desastre.

«Cuando Breznev bajaba la escalerilla y pretendía besarle, Dubcek interponía las flores entre ellos dos»

Cada vez que tenía una cita con el líder ruso Leonidas Berznev, éste le estampaba un beso en los labios. A Dubcek aquello literalmente le daba asco.

Para zafarse de los besos repugnantes de Breznev, tomó la costumbre de esperarle al pie del avión con un ramo de flores, cuanto más grande mejor.

Cuando Breznev bajaba la escalerilla y pretendía besarle, Dubcek interponía las flores entre ellos dos. Esto se lo hizo dos o tres veces. Ya no hubo una cuarta. Probablemente Breznev se sintió agraviado, y de ahí que enviase sus tanques a invadir, y a tomar por saco la primavera de Praga y el socialismo con rostro humano.

A mí no me pasará. Dispuesto a llevar las decisiones salutíferas hasta sus últimas consecuencias, estoy incluso a practicar, con cualquiera, incluso el llamado «beso con lengua» que dejará bien clara mi voluntad de conexión real y sincera, y quizá además acompañando el gesto con la palpación de una nalga, o incluso de la entrepierna (pero, insisto, sin que ello implique ninguna insinuación libidinosa).

Por cierto, y dicho sea de paso: mañana por la tarde me propongo pasar por la redacción de THE OBJECTIVE para charlar con los redactores y el staff sobre la marcha del diario, y es allí donde empezaré a poner en práctica tan cordiales decisiones.

Quedan avisados: habrá beso con protusión de mi lengua en vuestras bocas, e incluso transmisión de saliva para todos, todas y todes. Sé que, siendo todos personas educadas y civiles, os someteréis a mi vehemencia, si no con entusiasmo, con resignación. Y al que se sorprenda o disguste, le diré: «¡No digas que no te lo advertí! ¡Está claro que tú no lees mis columnas…! Ya no te estoy amigo. ¡No esperes más besos!»

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