THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Para acabar de una vez con los dos besos

«Cedo el paso o el asiento a las mujeres, y me pongo de pie cuando una entra en una habitación si estoy sentado, pero a los dos besos les he puesto cruz y raya»

Opinión
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Para acabar de una vez con los dos besos

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Recuerdo que Ricardo Estarriol, corresponsal de La Vanguardia en Viena (donde falleció, hace ahora tres años), me presentó a su intérprete en Praga, que por cierto era una joven atractiva. Fue en la terraza del hotel Jalta. Me lancé a darle los dos besos preceptivos en las mejillas y ella se retrajo como una cobra ante una mangosta. Sólo le faltó decirme «¡quita bicho, tú no!». Aunque disimulé, su actitud me escoció, me pareció una borde, y el rechazo me siguió escociendo incluso después de comprender que los dos besos, casi preceptivos en España cuando conocías a un miembro del otro sexo, no se estilaban en Checoslovaquia. Allí, cuando te presentaban a alguien, fuese hombre o mujer, lo correcto era darle la mano. Otras costumbres.

Décadas después me he olvidado de muchas cosas importantes, entre ellas de algunos poemas que me gustaban tanto que me los sabía de memoria, pero no se me han olvidado el nombre y la cara de la chica y su brusco rechazo en la terraza del Jalta, aunque no la volví a ver nunca más; lo cual me parece una confirmación más de lo desjerarquizada, confusa y poco rigurosa y fiable que es la memoria. La mía, por lo menos.

Recuerdo en el año 2019 haber estado cenando en el barrio de las Letras de Madrid con Haf Neskens, el filántropo holandés asentado en Barcelona, y varios amigos y conocidos. Se hablaba de arte y política y Raphael Minder, entonces corresponsal del The New York Times para España y Portugal (ahora lo es del Financial Times en Varsovia), sonriendo levemente dijo: «Aquí lo interesante sería apostar cuándo se va a acabar, si mañana o la semana que viene, la costumbre española de saludarse con cualquier persona del sexo opuesto dándole dos besos».

Eran los primeros días del Covid y su periódico acababa de mandarle por correo desde Nueva York dos grandes cajas de mascarillas, que en España todavía no llevaba nadie, salvo los tenderos chinos, pero en las que ya pensábamos todos, o por lo menos todos los medianamente sensatos. La costumbre de los dos besos desapareció, como tantas otras cosas.

Atenuada la epidemia, volvió a imponerse con naturalidad la acendrada costumbre, pero ahora algo atenuada y como sometida a revisión, a vacilación o cálculo, empezaron a no ser automáticos los besos. Algunos, antes del contacto, se preguntaban si el beso era seguro, si el otro no sería portador de algún virus contagioso.

«Hay que ir tomando precauciones elementales, y la primera debería ser suprimir los dos besos»

Ahora leo de vez en cuando la queja, casi siempre por parte de algunas columnistas izquierdistas y feministas, contra la costumbre, casi obligación, de besar y ser besadas por hombres a los que se les acaba de presentar, lo cual les parece especialmente desafortunado en ámbitos laborales. «¿Por qué cuando se saludan dos varones les basta con darse la mano, y a mí me tienen que estampar sus labios en las mejillas, con un efecto diferenciador, sexualizante? A lo mejor no me gusta someterme por principio a un contacto tan estrecho, a lo mejor el tipo es un baboso, o sencillamente me desagrada».

Pensándolo bien, tienen razón. Y no sólo porque la Organización Mundial de la Salud advirtiese ayer que es inevitable la próxima irrupción de otra pandemia, probablemente otro virus, y que los países del mundo no están coordinados para reaccionar con menos errores que los que cometimos hace cinco años, cuando el Covid. «Lo pagaremos caro», predijo el portavoz. Hay que ir tomando precauciones elementales, y la primera debería ser suprimir los dos besos. También porque son una incomodidad: hay que inclinarse, ser cuidadosos con no ser excesivamente efusivos, ni tan etéreos que parezca que te desagrada el contacto. La presión debe ser la justa, leve pero también firme, confiada.

Los besos más extraños son esos amagos o parodias que se dan, besando el aire, casi besando, dos mujeres que van maquilladas. En realidad, en fin, los dos besos son siempre un rito vacío, no significan absolutamente nada. Especialmente cuando te presentan simultáneamente a varias mujeres –o a ellas les presentan a varios varones— y entonces hay que repetir el gesto, besar primero a una, a renglón seguido a otra, y luego a la tercera, produciéndose necesariamente pasos confusos y desplazamientos incómodos de todo el grupo como de bailar la yenka para aterrizar, con los labios en una, dos, tres, cuatro, cinco o seis mejillas.

Hay que acabar con ese despropósito. Yo ya predico con el ejemplo. Por principio, doy la mano. Al hacerlo así me doy cuenta de que a algunas mujeres les desconcierta, les parece un poco raro y a alguna, quizá incluso presuntuoso y ofensivo. Otras es posible que sientan alivio. A mí me da igual. Sigo cediendo el paso o el asiento a las mujeres, y me pongo de pie cuando una entra en una habitación donde yo estoy sentado, pero a los dos besos les he puesto cruz y raya. La decisión -¡pese a quien pese!-, está tomada. Se acabó. Me considero feminista y no me gusta bailar la yenka.

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