THE OBJECTIVE
Javier Rioyo

Ni quemar Iglesias, ni sacar en procesión

«Parece mentira que en TVE se consienta un programa sobre remodelación de casas de famosos, horteras y residentes en Miami. ¿De qué fango hablamos?»

El verso suelto
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Ni quemar Iglesias, ni sacar en procesión

Niño viendo televisión. | Agencias

«Ya hay un español que quiere 

vivir y a vivir empieza

entre una España que muere 

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes 

al mundo te guarde Dios.

Una de las dos Españas 

ha de helarte el corazón»

Antonio Machado

Cuando Serrat, por haber sido un mal español, no podía cantar en la televisión pública y única, todos nos pusimos a cantar estos proverbios del imprescindible Machado. Serrat un chico del Poble Sec, un charnego muy catalán, futbolero y del Barça. Una versión más blanca de Lamine Yamal, que quizá saluda poco en Moncloa lo que no impide que también nos haga felices con el cantar de su juego de niño que no dejó «de joder con la pelota». Serrat no tardó en ganar sus batallas populares sin contar con la ayuda de la televisión.

Después se arreglarían las cosas, sus presencias y sus cantos se normalizaron en aquella televisión con dos canales -«uno de los dos canales ha de helarte el corazón» cantaba su amigo Sabina en inolvidable programa de la televisión pública. Una televisión que mirada desde ahora no podemos evitar una cierta melancolía. Pensar que podíamos optar por programas como Si yo fuera presidente de Tola. Cuando pensamos en Soler Serrano, Balbín, Félix Rodríguez de la Fuente, Garci o Sánchez Dragó, nos damos cuenta que tendriamos pocos canales pero teníamos mucha buena televisión para «la inmensa minoría» en la 2. De mayorías populares en la 1, ahí estaban los vieneses, Ibáñez Serrador, Kiko Ledgard,  los Prats, Los Intocables o El Fugitivo, por recordar algunos de nuestros mitos adolescentes.

En aquella televisión vimos y cantamos con François Hardy, Domenico Modugno, Mina o Los Salvajes, Miguel Ríos, Aute, Los Bravos. Era nuestra televisión con Franco y después de Franco, con la transición o la nueva Constitución. Era una televisión dónde se podía elegir entre Paco Ibánez o Julio Iglesias. Una televisión con fútbol y toros. Con el teatro de Estudio Uno, con el cine clásico y series americanas. La nostalgia ya no es la que era pero a veces es inevitable.

Seguimos siendo espectadores de la televisión pública, a la que nunca hemos abandonado a pesar de no haber sido siempre fácil y en mi caso, después de vivir más de una década fuera de España, era obligatorio acudir a la desigual programación del Canal 24 horas. Esos debates con Fortes, el de Lapamán, que nos cabrean pero nos interesan entre el sentidiño y el disimulo, entre la pluralidad y la obediencia. Toda esta evocación es porque hemos vuelto a pasar muchas horas frente a TVE gracias a la excelente idea de comprar el fútbol europeo. Sacamos al Eduardo Galeano que llevamos dentro. No llegamos a poner el cartel de «no molesten» como hacía el escritor uruguayo cuando se aislaba para pasar semanas ante la pantalla y la emoción futbolera retransmitida. 

El fútbol ha sido lo más importante que durante semanas consiguió hacernos olvidar de las miserias, ma non troppo, de nuestra clase política. Pasamos del franquismo y llegamos después de muchos experimentos a un nuevo e inesperado neoperonismo, un populismo no socialista, un sanchismo que llegó por sorpresa y que quiere defenderse a golpes de bulos, fangos y otros endebles relatos para acusar a los que no bailan con sus máster cercanos y sus citas de un Kapuscinski que sentimos secuestrado en su boca. Ni eso ha sido capaz de retirarnos de manera de gritar, discrepar, arbitrar, sufrir y gozar con el esfuerzo esos jóvenes futbolistas que ha resultado la verdad más liberadora, necesaria para hacer país y ondear bandera. 

«Después de que millones de televidentes gozáramos eufóricos con la selección aparecieron los Iglesias y mandaron parar»

Nunca hemos tomado La Bastilla, ni el Palacio ni siquiera La Moncloa, no queremos el poder por asalto, pero nos ilusionará que en París que bien vale una misa y unas iglesias, encontremos la feliz playa que se esconde bajo los adoquines. Primero tomamos Londres, después Berlín y ahora nos toca París, sin aguacero, en verano y canícula. De Gibraltar podemos pasar, al menos de momento.

Hace unas noches estábamos felices con el triunfo contra Mbappé, brindábamos como si bebiéramos champán rosée y llegaron las rebajas. Después de que millones de televidentes gozáramos eufóricos con la selección aparecieron los Iglesias y mandaron parar. Por curiosidad morbosa nos pusimos a ver un programa que llegó después del partido contra Francia. Un programa que nos parecería insólito en cualquier televisión, pero insoportable en la televisión pública, se llama Los Iglesias, hermanos a la obra. Daban ganas de volver a la quema de iglesias por culpa de esa obscena manera de sacarlos en procesión desde la televisión pública.

Me dicen que no ha tenido que pasar por la aprobación del consejo progresista de la televisión progresista del Gobierno progresista. No porque el control del consejo solo es para programas de más de dos millones de presupuesto y estos listos- quienes sean sus productores- han rebajado unos miles de euros cada programa para pasar sin control. ¿Cómo es posible que nos esté pasando esto en la televisión pública? Como es posible sacar en procesión nocturna durante unas cuantas semanas, unos cuantos millones, un programa que hace más ricos a una familia rica, a unos ignorantes en arquitectura y de un gusto más que discutible en decoración. Parece mentira que se consienta un programa sobre remodelación de casas de famosos, horteras y residentes en Miami. ¿De qué fango estamos hablando?

El programa es un coñazo sin fisuras, sin posibilidad de ser remodelado, ni de ser explicado por los responsables de TVE. 

«No me pareció mal el fichaje de Broncano, aunque esté lleno de riesgos, es un tipo que merece la pena»

Nada tengo contra los Iglesias, que seguramente son tan amables como los Fernández, ni de sus negocios en papel cuché, en televisiones privadas, en Miami o en la Moraleja. Siempre habrá ese público que ve cosas tan raras como una historia de famosos que nunca han hecho nada interesante más allá de ser famosos, influencers, hijos de sus padres, hermanos de otros, separados, juntados, expuestos por dinero e incapaces de hacer y decir algo útil o divertido. Lo que no entiendo cómo, por qué, para qué los sacan en las procesiones de una televisión que debe ser más exigente en sus contenidos. Por supuesto, debe perseguir audiencia pero no espantarla enriqueciendo a ricos e irritando a los que busquen entretenimiento. Ya no hablamos de cultura, ni de arquitectura, ni de Moneos o Mangados, ni de Valcárcel o Manzanos- ya nos gustaría- pero caer más bajos que Pascua Ortega, digo, es un decir, tampoco nos ayuda a confiar en nuestros responsables de la televisión.

No me pareció mal el fichaje de Broncano, aunque esté lleno de riesgos, es un tipo que merece la pena. Que nos gustará seguirle en TVE y no solo sea esa estrella de minorías más o menos progresistas. No le conozco, apenas he visto alguno de sus programas, pero es listo y representa a este país, a la gente que empezó escapando de su pueblo en un autobús de línea y vuelve con un Porsche. Me gustan los que triunfan con su inteligencia, su capacidad de provocar sin incendiar. Me gustan los listos hechos a sí mismos y los que saben venderse sin que sean Paul Newman. Me gustan otras muchas cosas de esa televisión pública que siempre ha sabido supervivir a sus intentos de control e influencia desde el poder. Conozco y estimo a muchos de sus profesionales y, sobre todo he conocido y admirado a todos los que en tiempos complicados fueron capaces de mantener dignidad y buenos programas.

La conozco como espectador y la conocí como implicado. Hace algún tiempo me ofrecieron ser el director de programación dramática y cine. Estuve más que tentado, ilusionado por poder hacer algo. Cuando la noticia, antes de haber firmado, se filtró a la prensa, yo estaba en el muy atractivo y poco visitado museo de pintura en La Haya, entre la tranquilidad de los Holbein y las vistas a la ría. Al salir me encontré con más de cien mensajes de amigos, conocidos, saludados y hasta malqueridos que me empujaban, animaban y requerían que aceptara. Algo que halaga y acojona. 

«Comprobé lo complicado de esas responsabilidades, de esos cargos. No me atreví. Todavía me arrepiento»

En el viaje de regreso me dio tiempo a razonar mis dudas. Antes de mi respuesta, de mi ‘no, gracias’, participé en alguna reunión del consejo como hombre de confianza. Participé, poco, escuché más, me siguieron la tribu del cine y las series, comprobé lo complicado de esas responsabilidades, de esos cargos. No me atreví. Todavía me arrepiento. No tengo claro lo que hubiera podido o sabido hacer pero estoy seguro que ustedes no hubieran podido ver como estas obras de hermanos los Iglesias.

Otra confesión. Nunca quemaré iglesias, al contrario, las frecuento- sin participar del rito- las admiro, las conozco y me alegra y emociona seguir oyendo sus campanas. Me gustan las procesiones, sin sujetar las velas, pero disfrutando de nazareno en Calanda entre tambores, en Cuenca con resoli, en Zamora entre silencio o en el bullicio barroco del sur. Soy de ritos e iglesias. Incluso soy muy de Julio Iglesias. Estuve más cerca de Aute, claro, pero disfruté y disfruto con muchas canciones de Julio Iglesias.

Tuve la suerte de beber buenos vinos, de asistir a algún concierto, de viajar en su avión y de reír con su humor además de disfrutar de su generosidad. Fui de la mano de dos admiradores y amigos muy singulares: Juan Cueto- cuantas televisiones y miradas de modernidad le debemos – y Feliciano Fidalgo, tan generoso como Julio pero más disparatado. Qué bien nos vendrían esos amigos en estos tiempos de farsas tantas.

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