La Moncloa, una casa de citas
«Las corrupciones son otras, los mandatarios y fiscales otros, pero la luz y los taquígrafos deben seguir dando a conocer cómo se gasta en privado lo público»
«…Nadie se mete dos veces en el mismo lío.
(Excepto los marxistas-leninistas)
Nada es lo mismo, nada permanece.
Menos la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se repiten»
Ángel González
Madrid ostenta históricamente un lugar de preferencia en historias de burdeles, casas de lenocinio, holganza y mal vivir. Fueron cambiando los espacios del pecar mercenario, de los encuentros furtivos y de la vida como infidelidad. Hay destinos que no cambian. Hay lugares que parecen no librarse de su poco honorable pasado. Ni estamos inmunes aunque conozcamos la historia. No nos libramos de repetirla. Unas veces como tragedia y otras como farsa. Estamos en los tiempos de la farsa y los farsantes.
Ahora sabemos que a la sombra de los juzgados de la calle Princesa, debajo de la residencia madrileña de Buñuel y de Alberti, existe una de las mayores concentraciones del Madrid prostibulario y clandestino. Todos los puteros lo saben, las autoridades lo conocen y los lenocidas siguen explotando impunemente ese picadero de encuentros rápidos y cutres. También el pueblo peca y explota. No todos tienen que ser altos cargos, ministros o visitantes de la Moncloa. Mirando hacia atrás sin ira, pero con la memoria escrita y contada de lo que fuimos, haré un recordatorio de algunas ocultas vidas que tuvo el histórico palacio de La Moncloa.
Fue una famosa casa de labor, rica en huertas y con un admirable paisaje en las afueras de Madrid. Fue la finca del ecijano señor de La Monclova. Conoció la propiedad de nobles y el requerimiento de los frailes de San Jerónimo. Un primer ministro de Felipe IV, el marqués de Eliche, la convierte en palacio y así abandona su condición de casa de campo.
Con el marqués de Eliche empieza la historia galante de La Moncloa que fue construida para recreo y discreto retiro. Su mujer, María Antonia de la Cerda, tenía una merecida fama de casquivana y prefirió quedarse en la Corte para hacer de amable anfitriona con caballeros nacionales o franceses, era capaz de amores furtivos en varios frentes y distintos idiomas. A nadie extrañaba su liberalidad teniendo en cuenta que su marido, el de Eliche- buen amigo de correrías con el rey Felipe IV- gozaba intensamente de su retiro en el palacete de Moncloa en compañía, entre otras, de una hermosa cómica de comedias de enredo, y otros enredos, llamada Damiana. Con el tiempo el marqués de Eliche, manirroto, jugador y mala cabeza perdió el palacete y los favores reales. Unos pierden ministerios y poder con el «número uno», aunque consigan retiros gaditanos, otros perdían los favores reales. Vidas paralelas, estéticas diferentes y parecida ausencia de ética.
Pasó La Moncloa por otros propietarios pero la que hizo un uso más galante y continuo de ese discreto retiro fue María Ana de Silva y Sarmiento, duquesa viuda de Arcos, que según escribió Sainz de Robles, era señora «de muy buen ver y mejor tomar». Allí se consoló de su tercera viudedad; arregló el palacio, lo llenó con pinturas de sátiros, con Venus y Dianas y otros motivos pensados en levantar los ánimos amorosos. Algo así, pero en más elegante, como los que usan porno en pantalla de plasma. La de Arcos murió feliz y repentinamente y el palacio pasa a las castizas manos de la popular y animosa Cayetana de Alba, divertida hija de su madre, seguidora y mejoradora de sus inclinaciones festivas y amorosas.
«Goya y la duquesa pasaron muchos discretos días, con sus noches, en aquellas salas, aquellos jardines y aquellas alcobas»
La duquesa de Alba convierte la Moncloa en el más hermoso retiro cortesano de Madrid. Fueron famosas sus festivas fiestas con sus amigos toreros, cortesanos, intelectuales y pintores. Sobre todo un pintor, un hombre fuerte y hosco como un toro. En La Moncloa, en la «soledad de dos sin compañía», en la cercanía privada de aquella maja y noble a Francisco de Goya le cambiaban el semblante, el ánimo y las emociones. Goya y la duquesa pasaron muchos discretos días, con sus noches, en aquellas salas, aquellos jardines y aquellas alcobas.
En La Moncloa y en su retiro del Coto de Doñana, Goya y la de Alba, se hicieron cuadros, confidencias, se despojaron de ropas y se pintó el desnudo más famoso de nuestra historia del arte.
Goya, rudo, liberal y patriótico, fue muy querido por las dos cortesanas más famosas, majas y vivaces de la época. Rival de la de Alba era la condesa de Benavente, que también lleva al pintor a los huertos y jardines, a los interiores y alcobas, de otro de los palacetes bucólicos y discretos de las afueras madrileñas, El Capricho. Eran amigas, cómplices y poco celosas. Unas modernas capaces de compartir los amores del pintor. Aunque la verdadera rival de las aristócratas resultó ser la poderosa María Luisa de Parma. No llevaba bien los éxitos de sus rivales. La desdentada reina no puede disimular sus celos con la de Alba y, mucho menos, permitir a la castiza aristócrata sus acercamientos con su muy querido Godoy. La demasiada amistad del casquivano Príncipe de la Paz era un insulto para la reina. La duquesa de Alba muere inesperadamente y toda clase de rumores pueblan la Corte. Se habla de venganza, de celos, de venenos. Nunca nada se pudo demostrar.
Liberada de su rival, la reina María Luisa, solicita de su complaciente marido la compra de La Moncloa. Once días después de la muerte de su propietaria, aquel lujoso lugar de citas pasa a la familia real. María Luisa pudo gozar de las alcobas de su desaparecida contrincante. Pero tuvo un placer interruptus, muy pronto llegaron los franceses y todo cambió en la vida de la ciudad y en sus lugares de expansión.
«Lo habitaron centristas, socialistas con bodeguilla, populares sobrios e izquierdistas muy enamorados de sus mujeres»
Aun así, La Moncloa, nunca dejó de ser sitio de retiro discreto, de placeres y fiestas. Lo fue para Murat. Y lo fue para el rey José I, Pepe Botella, que no bebía, pero que no le fueron ajenos otras formas del gozar. Mientras su hermano el emperador «se las arreglaba con Marte, él se apañaba con Venus». Después de que chulos y manolas, de que el pueblo que no se deja someter expulsara a los franceses, siguieron gozando de las dulces estancias de la Moncloa Fernando VII e Isabel II. Pero esa es otra historia, imposible de resumir en unas líneas.
Y ahí, está, ahí sigue el palacio de la Moncloa, viendo pasar el tiempo y sus habitantes. Sabemos que pasaron siglos, guerras, propietarios y usos de ese lugar central de la historia, y la intrahistoria, de nuestros mandatarios. Lo habitaron demócratas centristas, socialistas vitalistas y con bodeguilla, populares sobrios e izquierdistas muy enamorados de sus mujeres. Todo muda también todo vuelve. No son los mismos espacios, los mismos usos, los mismos secretos pero no está mal que se vayan sabiendo historias de saunas, cuevas y otros lugares de guardar y esconder.
Las corrupciones son otras, los actores son distintos, los mandatarios y fiscales otros, pero la luz y los taquígrafos tienen que seguir mirando, conociendo y dando a conocer, cómo se gasta en privado lo público. Como se usan los palacios y las Moncloas. Otras voces, otros ámbitos. Otros chulos, otras busconas, otros tapados y mucho por destapar.