Víctor de la Serna: no todo es ajo ni preocupaciones religiosas
«Nunca perteneció a ese periodismo servil y manipulador, enfangado o subvencionado. Ni al fabricado con bulos y advenedizos»
«El artículo pone a contribución toda la vida del escritor, es siempre un microcosmo, sea frívolo o trascendente su tema.
Se puede tener facilidad para hacer novelas o comedias pero nunca se tiene facilidad
para escribir artículos…»
Ramón Gómez de la Serna.
Cuando hace unos días nos llegó la noticia de la muerte de Víctor de la Serna estábamos comiendo y bebiendo- convocados por la cátedra Vargas Llosa- en compañía de periodistas, escritores, políticos, empresarios y taurinos. Compartí mesa con ciudadanos libres y cultos, con acento español de varios países de Hispanoamérica y con tres periodistas: Paula Quinteros, Ramiro Villapadierna y Mercedes Monmany. En mesas cercanas había muchos más colegas que conocieron bien a uno de los más cultos y cosmopolitas de este oficio, Víctor de la Serna Arenillas. Con la triste noticia confirmada Álvaro Vargas Llosa hacía una reivindicación del comer como un tema esencial de la cultura recordando El festín de Babette, ese relato de Karen Blixen, que interpretó en imprescindible película Stéphane Audran.
Algo que nos llevó a evocar centenares de textos de Fernando Point. Desde hace décadas era uno de nuestros mejores formadores en los gozos de la vida, los deportes o las pequeñas y grandes historias de Madrid. Sin olvidar otras rutas, desde la heredada foramontana, la de América hispana o la neoyorquina tan inolvidable. Ramón hizo muchos artículos para comer mejor, vivir mejor. Víctor III hizo lo propio para indicarnos dónde comer, beber o pasear.
Era un enciclopédico de biblioteca, universidad, mesa, mantel, espirituosos, cócteles y de los mejores vinos que disfrutó bebiendo y creando. Un humanista que supo gozar en tabernas y grandes mesas. Un maestro de la crítica y la columna en redacciones de nuestra prensa democrática desde El País a nuestro común THE OBJECTIVE. Un mundano y subjetivo escritor en permanente alerta por los caminos de la buena vida, de los sencillos o sofisticados placeres y de los días contados desde el callejeo y la cultura. Uno de los mejores ejemplos de un oficio de buenos y abnegados o de malos y malignos.
Nunca perteneció a ese periodismo servil y manipulador, enfangado o subvencionado. Ni al fabricado con bulos y advenedizos. No estaba en el índice de lo indigno de una profesión con demasiados asaltadores. No fue de esos que para Menéndez Pelayo eran «una mala y diabólica ralea nacida para extender por el mundo la vanidad, la ligereza y el falso saber». Su vanidad estaba controlada por sus curiosidades pendientes. Su ligereza ahuyentada por el convencimiento que cocinar hizo al hombre y sus saberes estaban muy fundamentados. Heredero y maestro de un género que ha dado algunos de los grandes nombres de nuestro periodismo.
Conoció tiempos difíciles, censuras e intentos de quebrar la libertad. Nunca lo permitió, estuviera en Informaciones o El Mundo, en revistas del lujo o en crónicas deportivas, evitó que su pluma fuera secuestrada. La historia, su propia historia familiar, le habían curtido en la busca de su propia libertad.
«Pasamos a ser un país de ciudadanos que más que cambiar la historia quisimos cambiar la vida»
Decía Vázquez Montalbán– recordado gastrónomo, escritor y periodista de izquierdas- que cuando le preguntaban por los más revolucionarios aspectos que habían propiciado la muerte biológica y política del franquismo contestaba «que la única revolución cultural seria había sido la gastronómica». Y pasamos a ser un país de ciudadanos que más que cambiar la historia quisimos cambiar la vida. Y la vida y sus placeres, además de libertad y progreso, estaban necesitando menos ajo, menos preocupaciones religiosas. Estábamos deseando renovar esa literatura, que nos parecía fantástica, de los textos de Cunqueiro, de Perucho o de Néstor Luján que nos hablaban de cocinas populares ya casi perdidas o exquisitas de restaurantes de lujo. Necesitábamos nueva cocina, nuevos cocineros y nuevos críticos. Y llegaron, desplazaron al Conde de los Andes, y nos cercaron a la nueva cocina, los nuevos restaurantes y los nuevos críticos.
Después de aquellos maestros clásicos hubo dos escuelas: la muy ibérica pasada por París de Xavier Domingo con su explosiva personalidad, con su escepticismo jovial y sus conocimientos expresados desde la prensa o desde libros como Cuando solo nos queda la comida. Y la otra, un poco más joven, más anglosajona en su estilo y en su cosmopolitismo, la de Víctor de la Serna, Fernando Point, que nos hacía cada semana la guía de dónde deberíamos ir, lo que podríamos evitarnos, qué restaurante o cocina popular no nos deberíamos perder. Los dos tenían su público en el mismo ruedo, como Belmonte o Joselito, los dos complementarios, distintos y necesarios.
Había trampas y adornos, experimentos y modas, pero en ambos se buscaba ese arte esencial de que las cosas del comer deben saber a lo que son. La autenticidad puede ser sofisticada, experimental pero lo mejor es encontrar la verdad en esa alta cultura que parte de lo popular y evoluciona. El deleite gastronómico es un placer transversal pero lo exquisito no está peleado con lo auténtico. Nos hace falta saber dónde comer una sofisticada liebre, tan francesa, o un conejo a la manera tradicional castellana.
Saber comer y disfrutar es un arte que Víctor de la Serna III, heredó de su abuelo el germanófilo, que ya en plena guerra, en la «alegre retaguardia» de San Sebastián reivindicaba pasear con «lindas muchachas, unos cocktails y unos whiskies, bailar y alborotar como Dios manda, rezar tres avemarías al romper el alba y encontrarse en su puesto a la madrugada, dispuesto siempre a morir». También su padre, Víctor de la Serna II, era un experto en drys martinis, en buena literatura y buena vida.
«Sin dejar de reconocerse heredero de la cocina cristiana de Occidente, supo ponerse el mundo por mesa»
Todo ello, y mucho más, lo hereda nuestro Víctor, que era de los pocos chicos de la burguesía liberal que celebraba cada año el 14 de Abril. No el del nacimiento de la República, celebraba su cumpleaños bastantes años más tarde. Y le gustaba recordar aquel escrito del maestro Camba que cuando hablaban del «espíritu del 14 de Abril» respondía que «para mí que el 14 de Abril no hubo en todo Madrid más que un espíritu de vino. El 14 de Abril fue una juerga, una romería, un día de jolgorio y de bullanga, en el que todo el mundo se echó a la calle dispuesto a comer, beber, cantar y cantar hasta el límite de su resistencia física».
El humor y el buen comer y beber nos deben acompañar en las celebraciones del 14 de abril y recordar a este periodista de la estirpe de Brillat Savarin. Tomó el relevo de nuestros grandes cronistas gastronómicos y más allá. Su dedicación a la fisiología del gusto como viaje abierto por un universo de sabores y placeres, de amores terrenales y de néctar de dioses paganos. Sin dejar de reconocerse heredero de la cocina cristiana de Occidente, siguió caminos de las especias, buceó por mares y montañas, supo ponerse el mundo por mesa, cumplir con los ritos del lujo- que puede ser una mesa en Bocusse o en la barra conquense de La Ponderosa- e invitar a brindar con su propio vino.
Supo desprenderse de todo casticismo, del correaje falangista de la familia y se reconocía en el liberal cosmopolita, más anglosajón que afrancesado, capaz de entenderse en cinco idiomas y de ser él mismo. No olvidó a su bisabuela Concha Espina, ni a su abuelo, ni padre, ni pariente tan peculiar, castizo y esteta, madrileño y callejero como Pedro de Répide. Casi nada le era ajeno a nuestro Víctor III. Con su mujer supo hacer uno de nuestros grandes vinos en zona tan inexplorada como La Manchuela, después de esa feliz conquista se abrieron y renovaron zonas y viñedos en lugares no previstos ni prestigiados. Quijotesco y sanchopancesco, raro español y madrileño abierto como su ciudad, como su vida.