Pablo Iglesias, los socialistas y los imputados
«El fundador del PSOE, ese predicador laico, educador de muchedumbres, hoy no tendría sitio en este congreso de adoración al líder cesarista que pide fe ciega»
«Tipógrafo, monógrafo, galaico, socialista,
obrero, conspirante, didáctico y primero,
hoy ha vuelto a las calles y nos mira con tiempo,
un español con gorra, un revolucionario…»
Francisco Umbral
Hace tiempo que no existen socialistas con gorra, ni apenas litógrafos, ni imprenteros de barrio, ni utopistas de viento, ni tabernarios del libro, ese tiempo de dignidad es algo de los socialistas de antaño. Hoy Pablo Iglesias no sería del partido que fundó en una taberna de Madrid con unos pocos amigos, un vino de Valdepeñas y unos pinchos de bacalao. La taberna sigue, el socialismo desapareció.
A la calle de Tetuán, a la taberna Labra, van los turistas consumistas, los clientes de los grandes almacenes y los paseantes de esta Corte un tanto cabreada y menos confiada. Pocos se fijan en esa placa que recuerda la fundación de un partido que ya no es ni la sombra de lo que fue. Cualquier parecido con el partido de Pablo Iglesias es un espejismo, ni es verdad ni se le espera. Hace no mucho el pulido Lobato se hacía fotografiar en esa taberna con sus camaradas de los restos de un naufragio anunciado. Un barco que ya estaba tocado y ahora hundido. Su cancelación será en Sevilla o en algún juzgado madrileño, extremeño, complutense, valenciano o de cualquier lugar del amplio territorio de la Mancha, desde Venezuela a Costa Rica, desde el Marruecos español a la China è vicina de cualquier remendón que supo cambiar Babia por la Castellana.
El próximo año se conmemorarán los cien años de la muerte de su fundador, Pablo Iglesias Posse, no confundir con Pablo Iglesias Turrión que aparece el primero si buscas su nombre en la web y fue capaz de asaltar, engañar y maniobrar desde una izquierda que no era con un nombre que no merece, el del hijo de Juana, cuyo periplo de Ferrol a Madrid pertenece a un mundo felizmente superado pero que debe ser recordado por socialistas, centristas, derechistas, izquierdistas y feministas.
Es la odisea de una mujer sola junto a sus hijos que tardaron semanas en hacer el viaje a pie, y con suerte algunos tramos en carros de arrieros, alimentados de caridad, recogidos en un hospicio y alegres cuando podían escapar a que su madre les cocinara una tortilla de patatas. El hermano de Pablo, Manuel, murió pronto, cuando ya había comenzado su infantil trabajo de aprendiz de zapatero.
El fundador del socialismo español ya era un joven obrero impresor, buen lector, serio, preocupado por las condiciones de vida de los explotados, de los necesitados. Su vida no fue fácil, sí muy digna. Conoció a Engels, fue amigo de Paul Lafargue aunque no compartiera la conocida reivindicación del yerno de Marx del «derecho a la pereza» pues no paró de trabajar, de ser un estricto organizador de los movimientos sociales, de soñar con implantar el socialismo. Este predicador laico, educador de muchedumbres, dialéctico beligerante sin perder las formas, abuelo del socialismo con una percha impecable de gentil hombre europeo, hoy no tendría sitio en este congreso de adoración al líder cesarista que pide amores perros (con perdón de los canes), fe ciega, irracional, fanática y sin fisuras.
«No hubiera podido vivir en un país de los que conocieron el socialismo real, ni el soviético ni el castrista, ni el de Maduro ni el del sanchismo»
Recordaba un amigo de Pablo Iglesias (Posse), Julián Zugazagoitia, que ese líder obrero y socialista «no era un hombre de letras ni de ciencias, sí un varón de fe. En la fe residía su fuerza». Así debía ser, solo que no era fe sobrenatural ni teológica o antropológica, se trataba de una fe «lúcida, realista, reflexiva y abierta a la contingencia», dijo Elena Soriano. Y era un soñador con los pies en el suelo, en el parlamentarismo, en el diálogo con los monárquicos o los liberales. Era un utopista que soñaba con un mundo de «trabajadores libres e iguales, honrados e inteligentes».
No conoció al socialismo en el poder -esa suerte tuvo-, no conoció los extremismos del siglo XX, no podría imaginar los terrores del fascismo y del comunismo. Fue enterrado con el cariño de multitudes, conoció la incorporación a su partido de intelectuales, de profesionales de las clases medias, de profesores y de gentes de la cultura. Cuando él murió, el socialismo era un futurible. No hubiera podido vivir en un país de los que conocieron el socialismo real, ni el soviético ni el castrista, ni el de Maduro ni el del sanchismo. Iglesias, el Abuelo, sabía bien que se podía militar en el socialismo «por la cabeza, por el corazón o por el estómago». Lo que nunca pudo imaginar es militar por el «pelotazo», el enriquecimiento a cualquier precio, las comisiones, los falsos estudios, la compra de voluntades, de votos, de empleos y de silencios.
Siguió con su trabajo y sus reivindicaciones hasta la muerte. Su última residencia, la única con cierta dignidad, estuvo en la calle Ferraz. Nunca se podría imaginar que, en una de esas tabernas de su ciudad de adopción, en su último barrio, destacados dirigentes socialistas, fueran capaces de cobrar comisiones de delincuentes afines, cercanos y fotografiados. Peleó mucho dialécticamente contra la derecha, incluso en algunas ocasiones subió el tono de su enfado y su protesta, jamás nunca negó el diálogo.
Hablaba con los cercanos y los de sus antípodas; amigo de Galdós, aunque le «engañara» con el Conde de Romanones. Gran lector, sus últimos libros fueron tan dispares como el primer tomo de las Memorias del Conde de Romanones y la Decadencia de Occidente de Spengler. Tuvo la admiración de Ortega y de Unamuno, la de Galdós y la de un niño llamado Antonio Machado: «Era yo un niño de trece años. Pablo Iglesias un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces -hacia 1889- en Madrid, probablemente un domingo (¿un primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. Al escucharle hacía yo la única reflexión que puede hacer un niño: Parece que es verdad lo que ese hombre dice».
«Tampoco me importaría compartir barra con Felipe, Alfonso, Leguina… y el joven Lobato»
Me gustaría escuchar este fin de semana al hijo de Demófilo, al niño de la infancia de un patio de Sevilla o a su amigo Juan de Mairena. Escucharles en alguna taberna con un vino y un bacalao, recordando lo que fue el socialismo. Y, sobre todo, lo que ahora está siendo. Tampoco me importaría compartir barra con Felipe, Alfonso, Leguina… y el joven Lobato. No sé, no tengo el gusto, creo que no es de mi estilo pero tampoco me importaría llamar a Carlos Herrera e invitarle a un arroz, made in Herrera.
Y para ocultar mi melancolía, nada mejor que un poeta que tantas veces cantamos, leímos y disfrutamos entre vinos y risas, ese querido verso suelto llamado Gabriel Celaya que, a su manera, quiso estar con Pablo Iglesias:
«A mí que den hombres
-los trepadores, ¡fuera!-,
a mi que den hombres
como Pablo Iglesias.
La verdad por delante.
La retórica, ¡fuera!
A mi que me den hombres
como Pablo Iglesias.
Marxistas hasta el fondo,
Y las astucias, ¡fuera!
A mi que me den hombres
como Pablo Iglesias.
Vamos a ser quien somos.
Los cambalaches, ¡fuera!
A mi que den hombres
como Pablo Iglesias.»
Y a mi también. Y, si no es mucho pedir, no me hacen falta los marxistas, prefiero ese veneno de Sevilla «cuando nieva y me gusta verte». Quiero llegar a mi sepultura, sin prisas y con sosiego.