Trabajar cansa, 'lavorare stanca'
«Nuestro oficio de vivir, nuestro trabajo para vivir, ha tenido que ver con el no callar. Más o menos lo conseguimos y tuvimos tiempo para leer a Cesare Pavese»

El escritor italiano Cesare Pavese.
«Cruzar una calle para escapar de casa
lo hace solo un muchacho, pero este hombre que vaga
todo el día por las calles ya no es un muchacho
y no escapa de casa»
Cesare Pavese
Callar no es nuestra virtud. Nuestro oficio de vivir, nuestro trabajo para vivir, ha tenido que ver con el no callar. Contar, escribir, hablar, pensar han sido nuestras necesarias rutinas para escapar de casa, para vivir fuera de la casa del padre. Era lo que nos tocaba para conseguir mantenernos en nuestro oficio de vivir. Lo que hice yo, lo que hicieron muchos como nosotros. Buscarnos la vida, buscarnos trabajo, aunque fuera un trabajo que no requería el esfuerzo de ningún Sísifo. Más o menos lo conseguimos y tuvimos tiempo para leer a Cesare Pavese. Aprendimos que la vida de estar despiertos era mucho más que un rumor de silencio. Y caminamos y bebimos, conocimos felices aventuras y algunos vinos tristes.
Así seguimos, hablando y contando. Sin prisa para que venga la muerte y tenga nuestros ojos. Soñando con los mares del sur o los bares de Irlanda. Con las aventuras y las pasiones, con senderos de ríos amables dónde sentarnos en la orilla y no hacer nada. Saber estar solos y acompañados. No ser siervos y ser felices por estar vivos, en silencio y no callados. Seguir con nuestra reivindicación del derecho a la pereza. Continuar jugando a los piratas, pensar en otros días, otros juegos y encontrar el paraíso sobre los tejados. Creer que nunca hemos visto bastante mar, recordar aquella colina, en aquellas viñas dónde nos esperaba «una muchacha morena, tostada por el sol, y comenzando la conversación, comerle un poco de uva».
Cesare Pavese, traductor de Walt Whitman, apasionado de la vida, confinado por antifascista, exiliado forzoso, enamorado de una comunista que lo abandona, con su pasión convertida en tristeza, comienza la escritura de su diario, su vida contada hasta el final de sus días. Nuevos amores, militancias que no lo hicieron feliz, la mentira del comunismo, otras mentiras y los desamores, lo llevan a suicidarse una tarde de agosto en un hotel de Turín. Antes había intentado, sin fortuna, encontrar a alguna amiga y una sobredosis de somníferos terminaron con sus sueños y sus cansancios. Dejó una nota: «Perdono a todos y a todos pido perdón». Nunca vio publicado El oficio de vivir. Ese libro, ese hombre, ese poeta nos sigue acompañando en nuestro empeño de dignificar la vida y apartarla de malos poetas, malos políticos, malas personas. Con Pavese, sin estar cansados por el trabajo de leer, somos mejores.
Acabo de leer un hermosísimo libro, humilde y esencial. Una guía poética de pequeñas maneras de ser feliz. Una forma que el poeta tiene para contar su mundo en los caminos de los Pedroches. Cerca de aquel Camino del Calatraveño, dónde el marqués de Santillana se encontró a la moza más hermosa, la vaquera de la Finojosa. Por aquellas tierras, que huelen a jamón y toros bravos, dónde los pájaros vuelan al anochecer, ha transcurrido una vida escrita en poemas y en narraciones de la memoria. La de Alejandro López Andrada. Gran poeta, gran persona, que ha sabido burlar los trabajos que no le permitieran escribir, caminar, soñar o hacer versos. Nunca ha tenido un duro. Nunca ha sido pobre y acaba de publicar un libro feliz dedicado a su pequeña nieta Noa.
Como un pequeño universo de una niña que no será vaquera, que recorrerá otras vías pero que no olvidará lo que un día su abuelo escribió pensando en ella: «Mi universo es diminuto/ pero en él cabe el sol/ que ilumina las veredas del invierno, / un alcaudón vestido de marinero,/ un volcán lleno de amor, los besos de mi familia/ cien nidos de ruiseñor/ cinco bicicletas de oro despidiendo un resplandor/ de veranos y azucenas con pétalos de charol».
«No todos los responsables de nuestra cultura son falsarios ni confunden el trabajo con poder y manipulación»
Nos devuelve los olores y los sonidos de esas tierras, de esos caminos de un mundo lleno de vida, hermosos pueblos vaciados de trabajo, con rico pasado y con todo el futuro por delante. El que lo conoció, lo sabe. De allí también viene nuestro querido Santiago Muñoz Machado, jurista, cervantista, disfrutador como un Marqués de Santillana, ganadero, gentil burgués ilustrado que trabaja, dirige y da esplendor a la Real Academia de la Lengua. No todos los responsables de nuestra cultura, de nuestras instituciones, son falsarios ni confunden el trabajo con poder y manipulación. No todos impulsan puestos oficiales con falsos trabajos, ni consiguen masters en universidades públicas, ni permiten que se cobre sin conocer no dónde está el puesto de tu trabajo. Hay otras músicas, otros poetas, otros cervantistas, otras familias.
Hace unos días, mi perro y yo paseábamos por la cercana plaza de Benavente, en el viejo Madrid. Era un domingo de invierno y sol, la plaza estaba llena de paseantes recorriendo esta ciudad que no hay quién la tumbe, quien la derrote. Entre el Rastro y la Plaza Mayor, entre churros, latinos desamparados que duermen a la intemperie y peripatéticas que ejercen su oficio en ese entorno, paseábamos distraídos, sin ladrar, ni morder, por ese paisaje y paisanaje que conocemos muy bien.
Viejas y nuevas prostitutas de mi barrio que se vieron arrinconadas por un puñado de sindicalistas. Allí sus líderes -como estrellas mediáticas sin público- con sus aplaudidores, una clá de subvencionados del mundo sindical -no confundir con obreros del trabajo que cansa- y con alguna cara, o lo que sea, conocida por su militancia roja que nos enrojece desde su cargo, aunque se ponga casco, corbata o sandalias. Mis vecinas, izas y rabizas, miraban a esa pandilla de banderas y eslóganes pero no entendían lo que decían. Ellas siguieron intentando ejercer su viejo oficio, deseando convencer con sus artes y su oferta en rebaja a alguno de aquellos progresistas, que seguían a lo suyo pero sin público. Iban armados de palabras huecas y repetidas hasta el hartazgo. Con sus himnos y consignas, con sus trabajos de chulos de algo, mientras las peripatéticas esperaban que las ofrecieran algo más que sindicación y queja.
Mi perro, Cabal, como el del rey Arturo, el que olía los vientos antes de que llegaran y avisaba de los peligros, me pidió la retirada. Tampoco él entendía a esos accidentales habitantes de nuestra plaza y de sus farolas habituales. En aquellos corrillos de sindicalistas sin blusa, como «oficiales» representantes, como mediadores amenazantes y vigilantes a sueldo contra los desmanes de la perversa patronal. Revindicando, música para mis oídos, menos trabajo, más sueldo. Una vez más una reducción «histórica» e histérica de la jornada laboral.
«Seguiremos siendo de la tropa estúpida que tiene que trabajar porque cuando no trabaja no sabe que hacer»
Uno de aquellos se acercó a una popular colipoterra del barrio y la animó a reivindicar sus derechos de «trabajadora del sexo». Ella le miró, le guiñó, fuese y no hubo nada. Y yo, que me he ganado la vida con el duro trabajo de leer y escribir, recordé a otro muy querido, muy necesario escritor, suicida como Pavese, como fue Walter Benjamín. Dejó escrito: «Cuando las prostitutas se autodenominan ‘trabajadoras del sexo’, el trabajo se convierte en una prostitución».
Tendremos que seguir con nuestros trabajos y nuestros días, seguiremos siendo de la tropa estúpida que tiene que trabajar porque cuando no trabaja no sabe qué hacer. Aunque vista la infamia de cerca ya se me están ocurriendo algunos trabajos. Varios inventos para no tener que dar palo al agua. Cuando los encuentre los patento.
Henchido por las promesas, mañana mismo voy a buscar más salario, menos horas, más sindicalismo, más progresismo y más ismos. Quiero ser un contemplativo de acción. Entrar en un patronato, o algo, pero con educación y descanso. Como un diplomático obediente y despierto. No de los de la vida es sueño y los sueños, sueños son, sino de los despiertos, de los guapeados y elegidos. Laborare stanca.