Una de callos con Quevedo
“Ese genio cojo y misógino, cumbre de nuestra mejor literatura, sigue siendo una de esas lecturas que su compadre Ábalos debe regalar a su compañero de viajes”

Francisco de Quevedo.
“Otro más sabio te alabe,
que ya he dicho lo que siento;
aunque de ti es lo mejor
decir más y sentir menos”
Francisco de Quevedo
Estamos de Feria de San Isidro, de fiestas y celebraciones que a mucho nos gustaría compartir con Quevedo, el poeta de Ábalos y nuestro. Irnos de tabernas para disfrutar de unos callos a la madrileña. Símbolo y emblema de nuestra cocina popular, picantes reyes de nuestra amada casquería, delicia ni progresista ni conservadora, ni nacionalista ni localista. ¡Callos de la patria mía! Tripes francesas, dobradas portuguesas, trippas romanas y florentinas, menudo o mondongo en Hispanoamérica, callos de Sefarat, de Marruecos, de Oriente o de Filipinas. Callos a la catalana, la andaluza, vizcaína o extremeña.
¡Callos, flor de la casquería! Humildes tripas que seguimos comprando en el centenario comercio del barrio. Que seguimos comiendo con la derechona y en pleno Rastro, dónde Malacatín. O con la socialdemocracia felipista en la ilustrada taberna San Mamés, en la popular y cosmopolita Casa Lucio o en nuestro preferido refugio de Puerta Cerrada, Casa Revuelta. También recordamos haberlos comido en el lujoso Jockey, dónde la adinerada y liberal derecha los pagaba a precio de manjar.
Imbatible plato popular que se pueden degustar en muchos de nuestros lugares del disfrute y la conversación, a pie de barra o con manteles. Nuestra cocina sería otra, peor, más aburrida y menos sabrosa sin los populares productos de la casquería. Sin el hígado, los riñones, sesos, patas de vaca o ternera, rabo de toro, mollejas, zarajos de Cuenca en La Ponderosa, madejas en Zaragoza o, para los muy verbeneros madrileños, esas gallinejas y entresijos para valientes locales o isidros atrevidos.
Hay que ser muy lenguado, muy frío, muy Tancredo y muy poco quevedesco, para despreciar la casquería. Es una falta de cultura patria y coquinaria. Una carencia más de ese mal madrileño, mal político, chulesco y poco imaginativo hasta para el insulto. Aunque tengo que reconocerle que el uso de “estulticia» para definir al tabernero asaltador fue un afinado acierto. ¿Y cómo definirá ahora ese despreciador de la casquería al quevedesco, al cómplice, hermano, amigo, paseante en jardines, amante de paradores, feminista -por socialista- y putero como su admirado poeta? Ese genio cojo y misógino, cumbre de nuestra mejor literatura, sufridor de cárceles por lo que escribió y por lo que no calló, sigue siendo una de esas lecturas que su compadre Ábalos debe regalar al, inmutable por fuera y colérico por dentro, compañero de viajes, de infortunios y de algunas fortunas por aclarar.
Quevedo fue un admirable escritor; un valiente batallador; un rebelde, de temperamento fogoso e indomable, capaz de hacer su propio retrato en inolvidables sátiras: “No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”.
“Hoy los escritos de don Francisco no pasarían la censura de lo correcto, sería cancelado y llevado a las galeras”
Quevedo no fue tierno, aunque fuera merecedor de ternura. Fue putero desde joven, no supo entender a la mujer ni cuando tuvo matrimonio. Esa energía y pasión burdelesca le llegó desde joven estudiante alcalaíno. Tuvo buenos mentores para el intelecto y careció de ellos para lo cordial y sosegado. Clara Campoamor -nuestra protofeminista y admirada política, jurista y escritora- fue capaz de separar la conducta inadecuada del genio de su obra. Hoy los escritos de don Francisco no pasarían la censura de lo correcto, sería cancelado y llevado a las galeras por comportamiento inaceptable y la mayor parte de su obra sería censurada.
En una excelente biografía que Clara Campoamor, que desde el exilio argentino dedicó a Quevedo, nos deja dicho como era él, como eran sus compañeros de la mejor literatura de nuestra historia, como era aquel mundo, aquellos inmortales: “Se agitaban en torno a la mocedad de las aulas las busconas de profesión; las dueñas entretenidas de que tan mal hablan, él y todos los escritores del siglo; las hijas y discípulas de Celestina; las mozas del mesón y las compañeras de pícaros y truhanes, que bullen en las ejemplares de Cervantes. Y aunque en ellas aparece a veces una Gitanilla, por milagro fresca, lozana y limpia entre tanto peligro y acecho, seguro es que ni con ella tropezó el joven Quevedo”.
Siempre hay que volver a Quevedo, no imitarle en lo peor de su personalidad. Hay que recordar que también, y sobre todo, fue un autor y un hombre cercano por contacto, inclinación, cercanía y afecto a los humildes, los pobres; a los necesitados supervivientes de la picaresca. A esos que sentía cercanos los excluye del Infierno de sus Sueños. Somos quevedescos, estamos con Quevedo, aunque él no entendería nuestra época, no estaría cómodo en nuestro tiempo, quizá comprobara que no hemos cambiado tanto. Este hombre noble, nunca rico, burlado por la fortuna y tocado por la inmortalidad, pecador que busca ser virtuoso, peleón y bondadoso, sabedor que toda la sangre del humano, rico o pobre, “es colorada; que aquel que en el mundo es virtuoso es el verdadero hidalgo. Ser rico no es merecer: ser título o hijo de príncipe no es suficiente mérito. El nacer no se escoge, y no es culpa nacer del ruin, sino imitarle”.
No era fácil en el siglo XVII, decir lo dijo y cómo lo dijo. Creyó más en la justicia que en las leyes, más en los desposeídos que en los poderosos, más en la libertad que en el halago. Y muchos halagos tuvo que hacer para supervivir aunque en su naturaleza estaba decir lo que pensaba y escribir en libertad. En esa firme defensa perdió la vida y la fortuna, que siempre le fue esquiva. Conoció cárceles y necesidades, exilios y destierros, pero no pudieron arrebatarle la gracia de sus sátiras y jácaras, la belleza de sus sonetos, ni la deslumbrante agudeza de El buscón o la armonía y profundidad de sus sueños. Nadie le podrá arrebatar La fortuna con seso o la hora de todos. Tuvo mala suerte y malas compañías y pocas horas placenteras. Conoció reyes y validos, fue protegido y expulsado pero nunca dejó de hablar, de escribir, para todos: ricos o pobres, palaciegos o plebeyos, nobles o humildes. A todos supo pintar en sus espejos conversos, a todos censuró, corrigió, burló y, alguna vez, defendió.
“País nuestro de futuro mejorable, de mañana incierto, en esta tierra disgregada pero que no se rinde”
Sus huesos están perdidos, mezclados y confundidos. Sus restos, compartidos con pícaros, alguaciles, jueces o boticarios. No nos hacía falta que haya venido otra vez a nuestra memoria, a nuestra actualidad, porque haya sido citado por uno de los mayores pícaros de nuestra España. País nuestro de futuro mejorable, de mañana incierto, en esta tierra disgregada pero que no se rinde, ni se dejará truncar.
Nosotros, muchos, amantes de los callos y visitantes de casquerías, de las libertades, el vino, la tauromaquia. Nosotros, lejos de saunas y prostíbulos, cerca de Quevedo y de Eduardo Mendoza, los que vivimos superando riñas de gatos, leyendo y recordando que también fuimos, somos deudores de algunos españoles merecieron vivir y que aún después de muertos vivirán. Viva el vino, viva Quevedo, vivan casquerías y callos.
Nos vamos de fiestas y ferias, nos vamos con de esas sus letrillas satíricas: “…De mi desdicha me fio, de fortuna nada espero, sino es algún mal postrero, que será el primer bien mío: no corra más tras desvío y por no quedar corrido, yo he hecho lo que he podido, Fortuna lo que ha querido”.