The Objective
Javier Rioyo

¿Contra Franco vivíamos mejor?

«Jesús Ruiz Mantilla nos va contando en ‘Franco y yo’ la vida sin milagros de la conversión de un pequeño que crece desde el orden al desorden de un periodista»

El verso suelto
¿Contra Franco vivíamos mejor?

Ilustración de Alejandra Svriz

«Nada es lo mismo, nada permanece.

Menos la Historia y la morcilla de mi tierra:

se hacen las dos con sangre, se repiten»

         Ángel González

Hoy es 18 de julio. Hasta hace poco, casi nadie recordaba lo simbólico de esa fecha. Ahora algunos, no tantos, se empeñan en celebrar lo que no se debe celebrar, aunque no se deba olvidar. Hay historias de nuestra historia que es bueno conocer y que es obligatorio no repetir. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.

Ni los más queridos poetas siempre tienen razón. Contradiciendo a Heráclito, decía nuestro Ángel González, que sí había quien se podía bañar dos veces en el mismo río: los muy pobres. También los marxistas-leninistas se meten dos veces en el mismo lío. Si es que acaso todavía quedara algún marxista, algún leninista.

En Rusia vi cómo caían los pedestales de la patria socialista. En España también fui testigo de la defenestración del último vestigio en Madrid del triunfador del 18 de julio. El invicto caudillo se resistía a bajarse de su pedestal, de su caballo, a dejar su sable, irse y dejarnos solos. Se le retiró con nocturnidad, sin alevosía y por orden de Alberto Ruiz-Gallardón que asumió el deseo de la inmensa mayoría. Fuese y no hubo nada.

El poeta González -que en Madrid vivía frente a la estatua del dictador- lo celebró con alegría, discreción y la luz apagada; emborrachándose un poco, bailando algún tango, complaciendo a sus cucarachas que al menos no tuvieron que soportar la luz encendida de sus lecturas nocturnas. Ellas, las cucarachas, también salieron de sus escondites y celebraron aquella alegría de luz apagada.

Cambió un paisaje, nos quitamos un peso estatuario, un recuerdo impuesto y una gloria no merecida. No me gusta borrar nada, ni olvidar lo que fuimos, lo que nos impusieron, ni siquiera me hace falta cambiar sus símbolos, ni derrumbar su imagen, ni olvidar su memoria. Franco no se merecía estar en una plaza que se llama San Juan de la Cruz pero quizá hubiera estado bien ubicarlo en una avenida de los mandatarios de antaño. Eso hicieron en Moscú con las retiradas estatuas de sus dictadores y era un paseo tan apacible como el de nuestros Reyes Godos en el parque de El Retiro. Es una galería didáctica y no molesta. Al contrario, nos sirve para recordar a Leovigildo, gran rey pagano y unificador de Hispania. Le tengo más cercanía y cariño que al Caudillo del sable, aquel mezquino militar que gobernó mucho, mató más y separó. Hizo muros. Algo que algunos se empeñan en seguir alzando.

«Estos autoritarios de nuevo cuño, los de sus particulares extremos lo quieren seguir sacando de paseo”

Me siento más cercano a Leovigildo que a ese Franco que sufrí, del que pronto me escapé, que casi nunca quise y muy pronto di por muerto. Nosotros, los de entonces, matamos a Franco de adolescentes. Él siguió viviendo, incluso matando, pero para nosotros estaba muerto por más que ocupara plazas, calles, sellos, monedas, billetes y todo el poder. No pudo, ni con todo su poder, conquistar nuestro cariño, ni domeñar nuestro pensamiento. Estaba muerto hace muchas décadas, mucho antes de morir matando, aunque algunos ahora quieran pasear su cadáver corrupto y corrompido. Estos autoritarios de nuevo cuño, los de sus particulares extremos lo quieren seguir sacando de paseo. Unos bajo palio, otros con la intención de que miremos al pasado para no preocuparnos con el presente. Espero que el futuro no sea ni de los «hunos», ni de los «hotros».

Cuando a nuestras vidas llegaron los Beatles y los Rolling, cuando fuimos pop y nos escapábamos disfrazados de rockeros o de mods, ya no estaba Franco en nuestros cánticos. Habíamos cambiado los himnos, los pelos, las ropas, las lecturas y los discursos. Nunca he dejado de leer sobre Franco, sobre los orígenes, el triunfo, la guerra o la dictadura. Muchas cosas no me las tenían que contar, yo era un espectador que creció disimulando, mintiendo y sintiéndose libre, en un país que no lo era.

Me siguen interesando algunas miradas que sobre Franco y el franquismo se hacen por quienes apenas lo conocieron pero lo heredaron. Me interesan más los acercamientos narrativos que los históricos. Ya está historiado y bien estudiado. No hay apenas ángulos oscuros en la historia de su ascenso, mandato y caída. Sí que siguen siendo atractivos algunos de los acercamientos que se hacen desde la memoria creativa. El periodista, escritor, y sin embargo amigo, Jesús Ruiz Mantilla ha publicado su peculiar Francomoribundia, francomemoria o francoficción, que titula: Franco y yo. Apenas le pudo «admirar» los primeros diez años de su vida, pero no dejó de inquietarle su personalidad, su figura, más querida que rechazada en un entorno familiar burgués y santanderino. Una familia suavemente franquista sin ser fanáticos. Una familia liberal que no rechazaba ni la herencia, la influencia o la realidad de un país que no estaba todo el día desfilando, ni cantando cara al sol o dando vivas al salvador.

El libro de Mantilla comienza con un fogonazo: un niño que fue llevado a un lugar de privilegio para ver en carne mortal a aquel mito que ya conocía en su forma de céntrica estatua. Primer recuerdo fijado de la vida del periodista. Primer recuerdo que nunca se borró, una excitante alegría que solo comparable a la llegada de los Reyes Magos.

«Difícil olvidar la visión perpleja de aquellos españoles que desfilaron llorosos y afectados ante el féretro del dictador muerto»

No oculta Mantilla otra gran emoción que le une al recuerdo del franquismo, a la retransmisión en televisión de su velatorio en el Palacio Real. Difícil olvidar la visión perpleja de aquellos españoles que desfilaron llorosos y afectados ante el féretro del dictador muerto. Aquel niño, que ya tenía diez años, confiesa la excitación, tristeza y desconcierto que le produjeron las televisadas exequias. Se hundió, lloró y sus padres tuvieron que consolar a su hijo, más emocional que franquista, con más desconcierto y miedo que tristeza. Un primer y extraño sentido de orfandad. «Sí lloré. Lloré la muerte de Franco sin ser consciente de mi bien, de nuestro bien. Tan ciego estaba. Tan ciegos estábamos. Y, vale, lloré. Un buen rato».

Yo sí celebré, celebramos entre amigos, con aquellos que ya habíamos matado a Franco hace años, Ahora tocaba oficiar la feliz y muy esperada noticia. Era raro pero fue. Algunos años después me sorprendió lo que ese día hizo un todavía joven abogado sevillano que pronto ayudaría a cambiar nuestra historia. El mismo que nos llevó a dejar acracias y votar socialista. Ese que no brindó ni con champán, ni con manzanilla fue Felipe González. Rechazó el brindis alegando: «Yo no bebo para celebrar la muerte de un español». Cuando me contaron aquel gesto me quedé entre desconcertado y pensativo. Ahora lo entiendo mejor. Hoy que es 18 de julio yo sigo brindando, no por ningún alzamiento, sino sobre una ascensión heroica. Una de aquellas imágenes grabadas de la infancia. Hace 66 años, un héroe popular nos permitió participar en una celebración de un día como este. Federico Martín Bahamontes, había ganado el Tour de Francia. Con Franco subíamos mejor al otro lado de los Pirineos. Todos éramos Federico. Y Marcelino, el del gol, también.

Mantilla, en su ficción de niño del franquismo a estudioso de los dictadores, nos va contando la vida sin milagros de la conversión de un pequeño que crece desde el orden al desorden propio de un periodista que mira, recuerda y cuenta. Es un libro muy didáctico, documentado y esclarecedor de la vida de un joven español y sus realidades y ensoñaciones con aquel de oronda figura. Una historia tramposa, controvertida, rechazada pero inolvidable del dictador tan nuestro, tan suyo. El ya maduro Mantilla todavía sigue soñando que se le aparece el caudillo. Pero ya no nos da miedo, ni risa, ni nostalgia. Aunque algunos sigan pensando que no estaba muerto, que estaba tirando caña al salmón amaestrado. Nosotros ya no picamos. Ni esperamos su resurrección.

A cada uno su propio, impropio, Franco.

«A José Luis de Vilallonga en su imprescindible ‘El sable del Caudillo’, el dictador, el tirano no le interesa»

No olvido al que nos contó el añorado José Luis de Vilallonga– quizá el español más en las antípodas del caudillo de Ferrol- cuando en compañía de Juan Carlos preparaba su libro, El Rey y le preguntó algo acerca de Franco. El monarca, ante el desconcierto de Vilallonga, le contestó: «¿A qué Franco te refieres? Francos han habido varios. El de la guerra de África, que acabó siendo el general más joven de Europa. Al Franco de la República, al del Alzamiento, el de la guerra civil, el dictador y por último al anciano que murió en terribles circunstancias. Cada uno de ellos fue un hombre diferente. Así que cuando hables de Franco, precisa a cuál de ellos te refieres».

A Mantilla en su libro le interesan todos. A Vilallonga en su imprescindible El sable del Caudillo, el dictador, el tirano no le interesa. Recordaba aquello que dijo Federico de Prusia : «Todo el que aspira a avasallar a sus semejantes se ve obligado a ser impostor y sanguinario».

Decidió Vilallonga -monárquico antifranquista, elegante, liberal, culto, aristócrata y divertido como pocas personas que hayamos conocido- que despreciaba la historia de aquel que había convertido a España en una finca particular, cerrada al mundo «por el temor que este inspiraba al hombre que soñaba imperios pero que no consiguió arrebatar Gibraltar a los ingleses. En suma, un fracasado». Vilallonga era un español muy gauche divine. Y el que haya besado a Audrey Hepburn y Jeanne Moreau que levante el brazo. O que cierre el puño. Que hay gente pa tó.

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