The Objective
Javier Rioyo

¡Estoy hasta el coño de filólogos!

«Lola Flores representó un país abierto, lleno de contradicciones, de diferentes opiniones y de posibilidad de entenderse y de triunfar con los unos y los otros»

El verso suelto
¡Estoy hasta el coño de filólogos!

Lola Flores.

«Lo peor en este país es ser un hombre ridículo,

porque todo el mundo le toma en serio»

Josep Pla

En realidad, lo que dijo Lola Flores fue: «Estoy hasta el coño de filósofos, sociólogos, psicólogos». Vamos, que no era partidaria de escuchar lo que no entendía o no creía. No se los tomaba en serio. Lo pongo en contexto. Era un día de grabación del programa Sabor a Lolas, un insólito formato de Antena 3 Televisión, del que era director Raúl del Pozo. Yo ejercía de subdirector y de chico para todo. Además de grandes de la música popular como Amalia Rodrigues o Celia Cruz, por allí pasaron los mejores del flamenco y de otras músicas: Miguel Ríos o Luis Eduardo Aute. Además de música, había entrevistas por donde pasaron la España real y la irreal. Carrillo, Fraga, Múgica, Marsillach, Paco Rabal, Antoñete, Cabrera Infante o Vázquez Montalbán. Sin olvidar a su amiga la Duquesa de Alba o a nuestro heterodoxo filósofo José Luis López Aranguren. Un ruedo ibérico que a veces era un batiburrillo tan insólito como para tener invitados a Leopoldo María Panero o Albert Pla. 

La irrepetible Lola Flores era capaz de torear en cualquier plaza. No tenía filtros, decía lo que pensaba. Me tocaba explicarle quienes eran los invitados, que muchas veces ni conocía ni ganas. Esa noche uno de ellos era Javier Sádaba. «Y ese quién es?» Expliqué que era un filósofo bastante mediático, cercano y comprensible. Me paró en seco y dijo: «Estoy hasta el coño de filósofos, sociólogos… y demás familia. Yo no hago esa entrevista». «De acuerdo — dije—, ya le digo que se vaya. Aunque ya está en el estudio o que le entreviste Lolita».

Trataba de salvar la situación con esa posibilidad, pero seguía despotricando. Al rato, más calmada, me preguntó quién era y dónde estaba. Se lo señalé, le miró de arriba abajo, se le alegraron los ojos y me dijo: «¡Uy!, si parece Pájaro Espino!» Richard Chamberlain se llamaba el actor de aquel enamoradizo sacerdote en la popular serie. «Que venga», dijo pícaramente Lola. La entrevista, o lo que fuera aquella manera que tenía la estrella de acercarse a los personajes, resultó una simpática y surrealista conversación. 

Lola era única, irrepetible española de Jerez, universal artista que trascendía fronteras, idiomas, culturas y críticas. No canta, ni baila, no se la pierdan, como se dijo en algún importante periódico americano en una de sus actuaciones en Nueva York. Icono y símbolo de un país que pasó de la guerra —hija de humildes perdedores jerezanos— a la dura posguerra. De las estrecheces al éxito, de las propinas a la fortuna. Estrella absoluta en la España de Franco. Fama que no perdió ni en la Transición, la democracia o la llegada del PSOE.

Mucho más que a la España cañí, Lola representó un país abierto, lleno de contradicciones, de diferentes opiniones políticas y de posibilidad de entenderse, de convivir y de triunfar con los unos y los otros. Estaba por encima de la política al lado de la necesidad de ser libres y desiguales. Valiente en sus amores, ya fueran toreros, futbolistas, bailaores, actores, payos, gitanos, ricos o pobres. Alguna vez me contó Paco Rabal sus furtivos encuentros en un hotel de El Escorial dónde Lola le pidió que entrara por «la Puerta del Sol» sea eso lo que fuera. La imaginación, como el amor, no tiene barreras.

«Fue generosa y solidaria. Olvidadiza con Hacienda, pero nunca olvidó a los suyos»

Además de artista simpar, de saber vivir con libertad —sin cortarse a la hora de beber o aspirar— fue generosa y solidaria. Olvidadiza con Hacienda, pero nunca olvidó a los suyos. Era la gallina reina de un enorme gallinero que vivía a su amparo. Feliz con su marido Antonio González, gitano del barrio de Gracia, genio de la guitarra y la rumba, lo que no le impidió ser feliz y abierta a otros amores. Madre y hermana de una gran saga de artistas que algo heredaron de su age. Su adoración por el hijo que consumió su arte con las drogas, el inolvidable Antonio Flores, marcó el final de su vida.

Cercanía y admiración mutua tenía por esas hijas que heredaron, a su manera, su peculiar arte. La pequeña, moderna y libérrima, Rosario Flores, o la mayor, Lolita. Dos grandes intérpretes que adoraban a los padres, al genio de la madre y al sobrio arte del silencioso padre. Lolita, además de gran cantante, es una actriz que crece y sorprende. Es de profundidad lorquiana, una Anna Magnani racial, sobria y cercana. Los que lo quieran comprobar pronto podrán acercarse al Teatro de Bellas Artes en Madrid. Allí interpreta su monólogo Poncia, un particular acercamiento al mundo cerrado de La casa de Bernarda Alba. A Lorca le hubiera encantado esta intérprete llena de verdad y contención.

He recordado a la Faraona, la Lola de Jerez, Lola de España, porque estoy convencido de que hoy la querrían «clausurar» esos malos actores que están ocupando nuestra escena política. La mentira institucional. El intento de colonizar nuestra cultura, nuestro pasado, nuestro arte y pasarlo por su concepción de un país que poco, nada, tiene que ver con el que supo admirar a Lola Flores.

Ni era franquista, ni lo contrario, ni derechosa, ni socialista, racialmente española, insólitamente libre, con el genio y el ingenio para saber ponerse el mundo por montera y ser parte esencial de nuestra cultura popular. Lola vivió entregada a la verdad de sus mentiras. Sabía mentir con gracia, por educación o por supervivencia, pero no era capaz de saber disimular. Se delataba en lo gestual. Confesaba sus errores y sus pecados y volvía a pecar, equivocarse y ser verdad en su manera de ser dramática, cómica y gran comunicadora de sentimientos. Y de gracia. Todo un carácter. Una vez nos quiso convencer de la gracia que tenía un cómico que venía del flamenco, un casi desconocido, al que llamaban Chiquito de la Calzada. No lo entendió Raúl, ni yo tampoco lo supe ver. A pesar de Lola, de su empeño y su cabreo, no se le contrató en Sabor a Lolas.

«No se puede borrar nuestra historia. No hay posible clausura con Lola Flores, uno de nuestros más recordados ‘monumentos’ vivos»

Al cabo de un año en la misma televisión supieron entender su particular humor surrealista, sus geniales dichos absurdos, sus chistes malos dichos con un peculiar arte. Nos equivocamos. Lola sabía, nosotros no entendimos su gracia. Dos periodistas listillos sin puta gracia. Sin acritud, pero con ironía, Lola y Lolita nos lo recordaron y nos dieron una lección. 

Hoy tampoco tienen razón estos que no entienden, no quieren, no admiran esa españolísima manera de ser española. Con todos los tópicos, toda la gracia y toda la razón para repensar lo que somos, lo que fuimos y no ser sectarios, ni aborregados, para construir lo que queremos ser. Lola es nuestra memoria histórica. Ni a ella, ni al Acueducto de Segovia —construido por los colonizadores del Imperio Romano, usando humanas fuerzas de manos esclavizadas— ni al franquista monumento en el Valle de Cuelgamuros. No se puede borrar nuestra historia. No hay posible clausura con Lola Flores, uno de nuestros más recordados monumentos vivos.

Se puede mentir en el Senado, en el Gobierno o en la oposición. Se puede joder el Perú, se puede joder España, no se puede borrar el pasado. Ni su arte, ni su brutalidad. Estoy siguiendo la chulesca mentira del presidente en el Senado. Pensaba hacer otra columna, pero me acordé de Lola. Me acordé de que yo también estaría hasta el coño, si lo tuviera, de politólogos y políticos. De sociólogos, filósofos o filólogos que son, además de mentirosos, aburridos y mentirosos. Y ahora, con permiso de Lola, vuelvo al satírico Lichtenberg —el físico y profesor alemán— que fue admirador de aquella tribu inglesa que nos hizo mirar el mundo desde la verdad de su humor y su literatura.

Seguidor de Fielding, Dafoe o Swift, de aquella tropa a la que nunca leyó Lola, que desconfiaban de los ambiciosos y poderosos. Los mentirosos más peligrosos, esos que saben esconder la mentira entre medias verdades. También a ellos se les caza. Se traicionan en su cara, sus gestos, con sus compañías de aduladores, zafios mangantes que se disfrazan de buenistas y solidarios.

Pues no, no conseguirá tapar la verdad. Nos avisó el satírico de Gotinga: «No son las mentiras, sino las muy sutiles observaciones falsas las que impiden la clarificación de la verdad». No engañará aunque lo intente desde el control de instituciones y medios afines. Ya puede aprender a cantar aquello de Lola: «¿Cómo me la maravillaría yo?». Le falta gracia. Su circo, su fango, su historia y sus mentiras lo perseguirán. Lo derrotarán. Lo recordaré, me constará. No me lo tomo en serio ni por más ridículo que me parezca. 

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