The Objective
Javier Rioyo

La memoria desmemoriada, olvidos sin ley

«Los fastos del retorno de Franco no han tenido brillo, pero sí han conseguido que siga la construcción de una memoria a la medida de la España progre»

El verso suelto
La memoria desmemoriada, olvidos sin ley

'Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga', óleo sobre lienzo de Antonio Gisbert Pérez. | Wikimedia Commons

«…antiguamente a los chiquitos se les vestía de frailecillos.

Pero en el día, los liberales, visten los suyos de nacionales.

Trágala, trágala, trágala, trágala, trágala, perro»

Canción popular de los liberales.

La memoria no está en las mejores manos, ni en los mejores momentos. La memoria no necesita leyes. La historia no precisa manipuladores. Los regímenes autoritarios siempre tienen el impulso de apropiarse del pasado, reinventarlo, acomodarlo a sus intereses, usarlo en su beneficio. Tentación que se puede hacer por la fuerza o  creando leyes, comisiones, relatores de parte, conminlitones subvencionados, compañeros del control de sus letras y armados por sus intereses de permanecer en el poder. Los conozco, los sufrí como censores, como reescritores desde las barricadas de su relato. Son obedientes a sus subvencionadores, maniobran con sus interpretaciones, ensalzan a los «suyos», borran a los críticos, maniobran para que su interpretación de la historia sea vista desde el «lado bueno» del progresismo con sus ismos.

No me los creo. Tengo razones e informaciones. Tengo memoria y sigo queriendo tener libertad. Pude hacer con distintos gobiernos democráticos películas documentales de nuestra historia, de nuestro mundo en guerra, de nuestro pasado duro, incluso de pasados más amables. He documentado sobre asaltadores de los cielos, asesinos estalinistas; sobre extranjeros de sí mismos en el bando republicano o voluntarios en el bando franquista; brigadistas rojos o azules divisionarios. Me acerqué a los genios y misterios de creadores del 27: a Lorca, Alberti o Buñuel. O a la «otra generación del 27» con creadores tan difíciles de acotar como Enrique Herreros. Al independiente Francisco Ayala o al genio de saber estar, disfrutar y vivir sin trabajar, el inolvidable.  

En el año de la salida de Franco de su tumba, desde el espíritu de la investigación y la narración de Daniel Sueiro, filmé una posible historia del Valle de los Caídos, ese lugar de Cuelgamuros donde vigilan su deshonrosa historia imponentes ángeles con espada, en el mayor monumento del franquismo. Fue para TVE, hoy parece que está enterrada, en fin, ellos sabrán. He escrito, leído, contado y filmado nuestra memoria. Lo he querido hacer sin olvidos ni épica. Fue posible en otros tiempos de nuestra cultura, de nuestra televisión, de nuestro cine. Ayudaron en la financiación y la comprensión de los proyectos responsables como Alberto Oliart, Pío Cabanillas Jr., Miguel Muñiz, Manuel Pizarro o Enrique Cerezo. Españoles de varios colores capaces de entender a unos y los otros. Eso no era noticia, era normal y posible.

No habían llegado al poder esta tribu de mamelucos, como ha definido Savater en sus crónicas escritas en estas páginas y ahora recuperadas en libro para leer y guardar: Ni más ni menos. No son aquellos mamelucos de Napoleón, aquellos pintados por Goya que se enfrentaban al pueblo de Madrid en alpargatas, coraje, piedras y navajas. Estos mamelucos de ahora, obedientes a su «puto amo», se mueven en otras caballerías, poseídos interesados que maniobran desde sus poderes, sus txistorras, sus ministerios e instituciones con desfachatez, con impunidad, con caradura no exenta de ignorancia.

Pueden ignorar quién fue Ignacio Sánchez Mejías —«tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura», como comenzaba su llanto el taurino García Lorca— pero no podrán borrar su historia. Ni la historia de tantos que pretenden cancelar, olvidar, dejar fuera de sus subvenciones para los nefastos fastos, para sus peculiares maneras de habitar olvidos desde eso que ahora llaman «memoria democrática», antes «memoria histórica», mañana «la memoria es nuestra». Están perdiendo la calle, los escaños amigos, los votos, los jóvenes, las mujeres, su fiscal general, pero no pierden a Tezanos, ni a Fernando Martínez. Por citar a dos de sus enamorados, abducidos, seducidos más destacados. Uno maneja las estadísticas, las encuestas y los barómetros.

«Después del éxito en la histórica batalla de cambiar de lugar la peligrosa momia de Franco, había que resucitar al muerto»

Un simpático sociólogo, antiguo socialista guerrista y ahora entregado al sanchismo, es decir, ni socialista ni guerrista, hace poco nos comentó en tertulia su fe, su admiración y dedicación al presidente Sánchez. Cuando hace años fue llamado a su lado Tezanos ya estaba pensando en el frescor de Islandia, en su jubilación de cruceros y novelas de ciencia ficción, en sus tranquilos días de retiro. No pudo resistirse a la seducción de aquél joven que vivía en un chalet de clase media, que trabajaba en la mesa del comedor, marido enamorado que se sintió llamado para la regeneración de España. Tezanos quedó prendido. El amor tiene razones que la razón no entiende. Es ciego, sordo y se pone cachondo cuando puede complacer los deseos del amado. Solo le falta que su seductor también le crea, que se fie de esos datos, que el sanchismo va como un cohete y que ha llegado la hora de las elecciones. Gracias Tezanos.

También parece que tenemos que agradecer a Fernando Martínez, que empezó de joven comunista, siguió de socialista entre la alcaldía de Almería y el Senado y fue forjando una «impecable» carrera de progre ilustrado. Captado por Zapatero para levantar fosas, manejar los dineros de la «memoria histórica» y recuperado por Sánchez para seguir entre muros, exhumaciones y memorias de ultratumba del franquismo. Después del éxito en la histórica batalla de cambiar de lugar la peligrosa momia de Franco, había que resucitar al muerto.

Los fastos del retorno de Franco no han tenido el brillo, ni el esplendor deseado, pero sí han conseguido que sigan los enfrentamientos, las barricadas ideológicas y la construcción de una memoria a la medida de la España progre. En la civilizada y plural cena del Premio Cuco Cerecedo —donde se mezclan las figuras de la fiesta nacional, los periodistas no enfangados ni domesticados, algunas autoridades y la muy veterana presencia de Felipe de Borbón, nuestro rey—  tuve la lotería de sentarme en su mesa. Compartida con un admirado cineasta, un viñetista y pintor imprescindible, algunas queridas profesionales del periodismo y de las instituciones culturales y un militar de la casa real, todo transcurrió con amable charla, buenos vinos, mejor música de Bach, tan querida por Felipe como por Letizia, en palabra real.

Después de las emocionadas y reivindicadoras palabras en defensa del periodismo que nos ofreció el premiado Fran Sevilla, colega de muchas guerras narradas, vividas y salvadas, vinieron las palabras del rey Felipe, su educada y radical defensa de libertades tanto en el periodismo como en nuestra convivencia de españoles diversos que en amplia mayoría nos sentimos orgullosos de la Constitución, de la consensuada democracia que comenzó titubeante y se afirmó con el esencial papel de su padre, el rey Juan Carlos. Memoria de esos tiempos que no debemos ignorar, ningunear o negar.

«No nos fiamos de esta tropa que pretender contarnos nuestra propia vida»

Memoria nuestra que no necesita leyes, ni organismos, ni vigilantes de parte. Todo discurría bien hasta que me traicionó mi memoria, mi prudencia y mi dudosa capacidad para el disimulo. El vigilante de nuestra memoria quiso cantar las bondades de su institución, la necesidad de su inversión para llevarnos por el camino correcto en el repudio de Franco, del franquismo.  El mismo discurso de su jefe, ese ministro Torres, otro zapaterista/sanchista con regular memoria de sí mismo, que pretende «adoctrinarnos en democracia». La verdad es que no somos partidarios. No nos fiamos de esta tropa que pretender contarnos nuestra propia vida.

Por esas trágalas ya no pasamos. No lo hice ayer, no lo haré hoy. No me veo luchando navaja en mano por las calles de Madrid defendiendo la Constitución, al rey indeseable «deseado» contra los invasores, contra los mamelucos. No soy tan valiente. Tampoco soy tan tonto, ni tan cobarde, como para tener que callar ante los maquillajes y las maniobras.

Tengo confianza en la justicia, en los jueces y fiscales, a pesar del condenado fiscal general, pues eso. Al futuro «finado Fernández» de nuestra memoria tutelada —le llamo finado como homenaje al radiofónico Pepe Iglesias El Zorro, de tantas sonrisas radiofónicas de nuestra infancia, que siempre repetía «y del finado Fernández, nunca más se supo»— yo le deseo lo mejor, el retiro a sus playas o sus desiertos. Que recuerde que hubo otros muertos sin sentido, sin justificación, sin justicia ni juicios. Por citar algunos de los no presentes en su memoria volveremos al recuerdo de Muñoz Seca, Ramiro de Maeztu o Ponce de León, entre los fusilados sin razón como los fueron Federico G Lorca o Julián Zugazagoitia. Contar las torturas, los paseos al anochecer o los muertos sin sepultura hay que hacerlo de los dos lados. Acaso unos comunistas o socialistas de entonces eran más demócratas que los falangistas, los liberales o los católicos.

¿De qué memoria hablamos? De qué asesinatos o muertes de aquella indeseada, innecesaria guerra de nuestros antepasados. ¿No sería más justo y democrático hablar de nuestra capacidad de superación de la barbarie? Enseñar como un país de distintos fue capaz del consenso, de la transición y de la democracia. Ya sabemos que los extremos se tocan, también los extremeños como dijo Muñoz Seca, pero queremos vivir sin asaltadores, sin secuestradores de nuestra memoria, nuestra historia. El sanchista Fernández, el encargado de repartir los presupuestos de los fastos del antifranquismo oficial, también me recordó que recuperaban la memoria del general Torrijos, fusilado por liberal en las playas de Málaga, nombrado marqués póstumamente por la reina gobernadora, más libertina que liberal. Siempre querido, siempre recordado por esos ese maravilloso cuadro de Gisbert y por aquel poema del liberal José Espronceda: «…Españoles, llorad; más vuestro llanto/ lágrimas de dolor y sangre sean, sangre que ahogue a siervos y opresores/ Y los viles tiranos, con espanto, / siempre delante amenazando vean/ alzarse sus espectros vengadores».

Eran otros tiempos, románticos y excesivos, de guerras y guerrillas. No queremos sangre, ni ajustes de cuentas, queremos que la democracia funcione y que el pueblo se enfrente con la palabra y las urnas. Ya no estamos para trágalas, ni para soportar a servilones que no quieren la Constitución. Que se vayan, que penen y se disculpen los que deban. Conozco a más de uno.

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