THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Es Fernando Simón nuestro Lysenko?

«Cuando la ideología entra por la puerta, la lucidez intelectual de cualquier científico huye por la ventana»

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¿Es Fernando Simón nuestro Lysenko?

Incluso los más fervientes religiosos saben bien que una cosa es Dios en las alturas, otra muy distinta sus clérigos aquí en la Tierra. No obstante, se diría que los amantes de la ciencia no tienen esto igual de claro: a veces se toman la palabra de sus investigadores como si fuese la voz misma de la Verdad. Y sí, la ciencia se ha revelado como una vía estupenda para alcanzar conocimientos sobre nuestro mundo, pero no, eso no significa que cada uno de sus expertos esté dotado de algún tipo de incorregibilidad. De hecho, lo propio de la labor científica es que para ella no existen ni papas infalibles, ni cardenales ni patriarcas: cualquier nobel puede decir una soberana sandez incluso en su especialidad. Y el mérito de la ciencia reside justo en que toda una comunidad de investigadores someterá a meticuloso escrutinio tal idiotez, hasta desecharla.

Entre los ejemplos de la atribulada relación entre los científicos y la verdad mi favorito es decimonónico: se trata del francés Michel Chasles, uno de los más célebres geómetras de todos los tiempos. La que no resulta tan famosa es la historia de cómo cayó en las redes del sagaz Denis Vrain-Lucas, de profesión falsificador.

Este falsario llegaría a venderle a precio de oro supuestas cartas autógrafas redactadas por toda clase de personajes históricos: una en que Alejandro Magno se dirigía a Aristóteles, otra de Lázaro recién resucitado a san Pedro y, por supuesto, también un encendido mensaje amoroso de la Magdalena a Jesucristo. Lo curioso es que al sabio Chasles se le pasara por alto el detalle de que todas esas misivas estaban escritas en francés moderno, lengua en que era improbable que se cartearan tan ilustres y antiguos personajes.

El asunto llegó hasta la Academia de Ciencias de Francia. Ante ella Chasles, poniendo sobre la mesa todo su prestigio académico, exigió que se le reconociera a su compatriota Blaise Pascal el mérito de haber descubierto la ley de la gravedad, en lugar de a Newton: así lo atestiguaba una carta que el primero le habría escrito al segundo en 1654 (esto es, cuando sir Isaac contaba con tan solo 11 añitos) y que Vrain-Lucas le acababa de despachar. Vamos, que el inglés Newton no era más que un copión. Y por tanto el honor de tan insigne hallazgo físico debía retirarse de la Gran Bretaña para quedarse a este lado del canal de La Mancha, en la patria de Juana de Arco (cuyo epistolario, por cierto, también le había endilgado Vrain-Lucas al cándido Chasles).

La peripecia acabó, naturalmente, mal para todos. Tras descubrirse el embrollo, Vrain-Lucas penó dos años entre rejas. Chasles fue ridiculizado por sus colegas. Y Pascal siguió siendo uno de los pensadores más interesantes de todos los tiempos, pero ajeno por completo a la gravitación universal.

En estos días de coronavirus anécdotas como la relatada cobran empero tintes menos divertidos. Como los franceses del siglo XIX con Chasles, nosotros también debemos juzgar a nuestros expertos sin dejarnos cegar por el patrioterismo. A la cabeza de todos ellos, claro, Fernando Simón, recién ascendido a subdirector general por el actual Gobierno. Fernando Simón, cuyas continuas predicciones fallidas del pasado algo tendrán que ver con nuestros padecimientos del presente. Fernando Simón, el único científico que, mientras una pandemia extendía sus tentáculos por todo el planeta, decía ignorar si era aconsejable hacer aglomeraciones como la del 8M o no.

¿Es Fernando Simón un ingenuo Michel Chasles de nuestros días, un científico aturdido por cosas que muchos otros especialistas previeron, pero que él, por motivos sorprendentes, no acertó a ver? ¿Hubo alguien que pudiera haberlo timado, como Vrain-Lucas embaucó al bueno de Chasles? ¿Se interpuso algún estafador entre el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades, que ya el 2 de marzo desaconsejaba concentraciones masivas, y nuestro Simón, que cinco días después no se daba por enterado?

Empecemos por mencionar que esto último es altamente improbable, dado que nuestro flamante subdirector general pertenece a ese mismo Centro Europeo al que no hizo ningún caso. Abandonemos pues, como buenos científicos, la hipótesis de algún genio maligno que embrujara el intelecto de Simón. Una vez refutada tal posibilidad, ¿nos otorga alguna otra pista la Historia de la ciencia para entender sus misteriosos errores?

Lo cierto es que sí. Pensamos en las andanzas del científico ruso Trofim Lysenko. Entre finales de los años 20 y mediados de los 60, este ingeniero agrónomo consiguió auparse a la mayor autoridad sobre biología de toda la Unión Soviética.

Ahora bien, su éxito no respondía a motivos científicos: de hecho, Lysenko defendía ideas que se daban de bruces contra la genética, y que retrotraían su especialidad hasta niveles anteriores a Darwin, hasta Lamarck. Tampoco se nutría su éxito de logro práctico alguno: la agricultura soviética sufrió un dramático descenso de sus cosechas durante las décadas en que obedeció el lysenkismo. ¿Por qué, entonces, rutiló la estrella de Lysenko durante tanto tiempo en la URSS?

El motivo fue meramente político. Hasta el punto de que el término “lysenkismo” se ha convertido en sinónimo de ese momento oscuro en que uno o varios científicos abandonan la búsqueda de la verdad para someterse a los dictados del poder. Las ideas de Lysenko no triunfaban en las revistas científicas internacionales, pero habían enamorado al Gran Líder Stalin. Este las veía más afines al socialismo que el excesivamente competitivo Darwin. Por consiguiente, Lysenko tenía que decir la verdad en biología: así lo exigía la ideología marxista. Aún se conserva una fotografía de 1935 en que Stalin contempla arrobado a Lysenko, mientras este critica la ciencia darwiniana por “liberal” y “burguesa”.

Naturalmente, la mayoría de científicos rusos se negaron a confundir la velocidad marxista con el tocino darwinista. La genética era un saber lo suficientemente avanzado ya como para despreciar a Lysenko por pseudocientífico. Hubo que aplicar a estos pertinaces el oportuno correctivo: 3.000 biólogos fueron despedidos o incluso encarcelados; con las figuras más tozudas habría de llegarse a la ejecución.

El tiempo, sin embargo, demostraría que la más tozuda de todas fue la realidad, que se negó a amoldarse a la ciencia ideologizada de Lysenko. La Unión Soviética acabaría volviendo a la biología darwinista convencional, dejando por el camino un rastro de malas cosechas, de malos libros y de sangre. Aunque también una enseñanza: cuando la ideología entra por la puerta, la lucidez intelectual de cualquier científico huye por la ventana.

¿Nos sirve tal aprendizaje para estos días de coronavirus? ¿Es Fernando Simón nuestro Lysenko moderno? ¿Ignoró las advertencias que llegaban desde la ciencia mundial solo por su deseo de complacer al Gobierno que le ha acabado ascendiendo a subdirector general? ¿Es la ideología (afín, por ejemplo, al feminismo ochoemista) la que guiaba a Simón cuando se negó a transmitirnos lo que el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades había dictaminado, esto es, que las manifestaciones del 8 de marzo debieron suspenderse? ¿Optó por hacer caso a sus preferencias políticas (por ejemplo, que este recién formado Gobierno no debía padecer inconvenientes graves) antes que a la ciencia?

Las diferencias entre la antigua URSS y nuestros días no deben, en cualquier caso, minusvalorarse. Allí se enviaba a campos de concentración a quienes se apartaban de Lysenko; aquí solo se despidió a los expertos (como el jefe de policía José Antonio Nieto) que osaron apartarse de Simón. Allí no existía la prensa libre, toda ella la copaban alabanzas al lysenkismo; aquí sí podemos ser libres y resistirnos, por tanto, al ovino aplauso que este Gobierno nos exige en nombre de la “unidad”. Allí, por culpa de Lysenko y Stalin se perjudicó el aprovisionamiento de alimentos; aquí, por culpa de Simón y nuestro Gobierno se perjudicó un aprovisionamiento distinto, pero hoy clave, el médico. Esas son las principales diferencias. 

Ahora bien, es probable que los historiadores de la ciencia futuros descubran asimismo dolorosas semejanzas entre ambos casos. Por ejemplo: que el oprobio internacional que hoy suscita Lysenko ante cualquier académico habrá de compartirlo, como una suerte de Premio Nobel de la vergüenza, con un español llamado Fernando Simón. Sin que eso excuse, naturalmente, al Gobierno de Pedro Sánchez; igual que el lysenkismo no excusa, sino que agrava, la macabra figura de Stalin.

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