THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Estados Unidos Nuestros

«Para nosotros, Estados Unidos es país poco o nada extranjero. Estoy tentado de decir que a veces se diría menos extranjero que nuestro propio país. Somos como nacionales sin pasaporte»

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Estados Unidos Nuestros

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Un rasgo admirable de la globalización es la multifrecuencia. Afinando un poco el oído, uno puede sintonizar con los canales por donde circula la conversación de otro país y mudarse con la mente sin moverse del lugar de residencia. Estos meses hemos aprendido que se podía estar en Madrid o Barcelona y vivir en Nueva York o Portland, apasionarse con los asuntos que dividen a la opinión pública americana o escribir en España columnas del New York Times o reportajes de The Atlantic para beneficio de los lectores de Toledo (y no el que está en Ohio). La verdad es que lo comprendo: las rerum hispaniorum son –cómo decir– más fastidiosas. Tiznan. Aunque, bueno, quizá pueda invocarse aquello que Machado le decía a Maeztu: «España siempre ha sido muy poca cosa para un español».

Sea como fuera, es meditable el descomunal espacio que ocupa Estados Unidos en nuestras vidas de españoles y europeos. Se trata, al fin y al cabo, de un país donde la mayor parte de la gente vive peor que en el nuestro, como sabe quien se haya extraviado fuera de los downtown de sus grandes ciudades. ¿De dónde nace un conocimiento tan íntimo? ¿Una sensación de familiaridad tan acusada con sus mitos, vividos como propios? En uno de sus cuentos, Alice Munro habla de Estados Unidos como de «ese país ligeramente extranjero», algo que se entiende cuando se sabe que Munro es canadiense de Ontario. Pero también para nosotros, a un océano de distancia y a despecho de lo difícil que es lograr una green card, Estados Unidos es país poco o nada extranjero. Estoy tentado de decir que a veces se diría menos extranjero que nuestro propio país. Somos como nacionales sin pasaporte.

Tal es el significado de la hegemonía. O de la periferia. Nadie vea aquí un lloriqueo: antes al contrario: jamás lamentaré haber sido inficionado desde pequeño en la música, el cine, la literatura o la historia política de Estados Unidos. ¿Qué sería de nuestra vida sin Louis Armstrong y Ella Fitzgerald, sin John Ford y Marilyn Monroe, sin los productos más estelares de la HBO? Se suele pensar que la potencia de Estados Unidos es militar: poder duro. Para mí, es infinitamente mayor su poder blando, fruto de un arrullo cultural sin parangón, expresado en una lengua que entendemos fácilmente y cuya industria se beneficia de un mercado unificado de 320 millones de personas: el tamaño de las naciones sí importa. Cierto: en nuestra fascinación por Estados Unidos hay algo de papanatismo provinciano. A no dudar, una dosis también de escapismo: ahora que Donald Trump stupor mundi evacúa la Casa Blanca sería deseable redirigir parte de nuestra atención a los problemas del país del que somos ciudadanos. Pero no combatir la atracción es tan fútil como innecesario: somos, en cierto sentido, americanos, y bien está. La duda estriba en saber si también lo serán nuestros nietos o si su estrella vendrá de Oriente, juventud del mundo. Mientras tanto, let’s swing.  

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