500 millones que no tienen nombre
«Si hoy el español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes no se debe a los conquistadores sino al empeño de las repúblicas americanas»
Homenaje a José Carlos Mariátegui y Victor Raúl Haya de la Torre
Otro teórico de la Patria Grande fue el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930). Atrapado entre la idealización indigenista y los tópicos de la leyenda negra, el periodista y filósofo marxista apenas acierta a vislumbrar las causas profundas de una realidad que se le escapa. Mariátegui termina sustituyendo el proletariado como fuerza revolucionaria por los indígenas, sin saber muy bien qué nombra con este término, pues su pensamiento es completamente europeo y cree que todos los indígenas son el mismo indígena, como si pudiera con una palabra borrarse la multiplicidad de realidades que hay debajo.
Los muiscas eran enemigos irreconciliables de los panche; los otomíes guerrearon incesantemente con los aztecas; los chachapoyas combatieron sin cesar a los incas. Nombramos a Mariátegui porque sirve para mostrar que una parte importante del pensamiento panhispánico ha salido de la izquierda y ha estado lastrada por un sistema de análisis que aplicado a la realidad hispana hace aguas por todas partes, pero al menos dio lugar a un impulso vigoroso del panhispanismo que se materializó en el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), quizás el único partido con vocación panamericana que ha llegado al poder y que logró promover a uno de los suyos, el desventurado Alan García, a la presidencia de la república en Perú.
Sin embargo, no pudo reconducir la situación política hacia la unidad. Porque, ¿cómo sería esto posible si todos los elementos de cohesión son sistemáticamente llevados al malditismo? Mariátegui no comprende que lo que permite la existencia de Perú como nación política es la koiné hispana, no la inca, por muy idealizada que esté.
La palabra «Hispanidad» provoca hoy rechazo en muchos americanos y bastantes españoles la emplean con cierta precaución. Les resulta incómoda. En su origen, allá por el siglo XVI, el término nace como gemelo de «latinidad» y tiene un sentido meramente lingüístico. Se refiere al uso correcto del idioma. Cobra nueva vida con Unamuno que empieza a emplearla a comienzos del siglo XX y tiene un uso amplio en América y España, sin muestras destacadas de rechazo durante varias décadas.
Tampoco parece que levante escozores en este tiempo la palabra Hispanoamérica. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX aparece el término «Latinoamérica» que es invención francesa. Responde a un momento político muy concreto, el de la intervención francesa en México. A fin de cuentas todo el mundo intentaba sacar tajada en los antiguos territorios virreinales. El neologismo hubiera pasado sin pena ni gloria si no hubiera sido rápidamente adoptado y promocionado por la clase dirigente e intelectual francesa, que lo usó como un modo de legitimar la intervención gala en la antigua Nueva España.
«Hispanoamérica desde que es Latinoamérica no sabe dónde empieza y dónde acaba»
Michel Chevalier, ministro de Hacienda de Napoleón III, promovió al trono de México a un cuñado de Sissi, Maximiliano I. No era un germano en realidad, aunque fuese Habsburgo y austriaco. El pretendiente fue presentado y justificado como «un latino» (de ahí la importancia del término Latinoamérica) que venía a gobernar México, territorio latino, bajo el protectorado de Francia, también latina. Hispanoamérica no era hispana, palabra que delataba terriblemente el vínculo con España sino latinoamericana, o sea… del Lacio. El carajal geográfico es formidable. ¿Son latinoamericanos los brasileños? ¿Y los quebequeses?
Fracasada la aventura francesa en México, el vocablo seguirá funcionado por todo el mundo, apoyado por el aparato cultural francés, que era, y todavía hoy es, extraordinariamente potente. Fue inmediatamente adoptado por el mundo anglosajón, que vio sus ventajas al instante. Sirve para difuminar la koiné hispana y para diluir las fronteras, pues Hispanoamérica desde que es Latinoamérica no sabe dónde empieza y dónde acaba. No está mal. La denominación Hispanoamérica va generando rechazo, la koiné en torno a la que están articuladas, en mayor o menor medida, todas las naciones de los Balcanes americanos es rechazada e innombrable.
Poco a poco se carga de malditismo y no digamos nada, Hispanidad, único vocablo que hasta ahora ha servido para nombrar a toda la comunidad de habla española en el mundo, que es muy grande, pero a día de hoy y desde hace mucho no tiene una denominación identificable. Cabe preguntarse si tiene algún sentido que el reino de España se empeñe en considerar fiesta nacional el 12 de octubre en estas condiciones, externas e internas, pues no solo varias repúblicas americanas la consideran una fecha aborrecible sino también varias comunidades autónomas. El problema por lo tanto está dentro y fuera, pues como ya explicamos en el artículo anterior, el delirio había nacido aquí.
Este lío con las palabras (Hispanoamerica, Latinoamérica, Iberoamérica…) no es más que el resultado de haber bombardeado sin misericordia desde dentro todos los vínculos de unidad, todos los soportes que hubieran podido servir para dar a la gran comunidad hispana cohesión interna y fuerza política. Porque esta es la cuestión, una nación política no nace en el vacío. Es una construcción trabajosa y antinatural que requiere de un gran esfuerzo. Eso no quiere decir que la nación étnica sea un producto natural ni mucho menos. Es tan artificial o más que la nación política.
«La necesidad de tener una lengua común hicieron que el español se convirtiera en la lengua oficial de estas repúblicas»
La diferencia es que aquella no niega su naturaleza de comunidad artificialmente creada por los individuos humanos y la segunda se empeña en que es orgánica y espontánea, como racimos de plátano o enjambres de avispas, unidades naturales que permanecen inmutables a través del tiempo y, si me apuran, del espacio. Los teóricos del nacionalismo hicieron estos encajes de bolillos en el siglo XIX y siguen teniendo gran predicamento.
Cuando se produjo el big bang de la Monarquía hispánica y surgieron las nuevas repúblicas y también España como nación política contemporánea, apenas si hablaba español un tercio de la población en México y las otras naciones hispanas. El peligro de la fragmentación lingüística y la necesidad de tener una lengua común hicieron que el español se convirtiera en la lengua oficial de estas repúblicas.
Quiere decirse que si hoy el español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos, con México a la cabeza, eso no se debe al aborrecible reino de España ni a los espantosos Habsburgo ni a la escalofriante Inquisición ni a los malditos conquistadores sino al empeño continuado de las repúblicas americanas. Sin embargo, y esto es lo gordo, al mismo tiempo que se creaban las condiciones para que funcionaran, mal que bien, los nuevos Estados, el elemento koiné que los hacía posible era sistemáticamente denigrado hasta provocar un trastorno bipolar de tal envergadura que hoy no parece que pueda superarse.
El virreinato de la Nueva España se independiza y se agarra a la única koiné posible para crear en torno a ella una unidad nacional. Esta koiné es la hispana, no la azteca. Se enseña el español en la escuela, se usa en la universidad, se emplea en la administración de justicia. El elemento azteca no tiene capacidad de cohesión como para sostener un Estado nuevo. Además de esto resulta que los aztecas apenas ocupaban un 5% de territorio mexicano. El resto eran enemigos de los aztecas. Para empezar hubiera sido imposible explicar matemáticas modernas o hacer la carrera de ingeniería.
«Al tiempo que la vida política y social se construye en español, se enseña a idealizar lo azteca y a despreciar el pasado virreinal»
A tanto no llegaba la vocación suicida. Por consiguiente, hay que mantener el español a todo trance. Y sin embargo, al mismo tiempo que la vida política y social se construye en español, se enseña a idealizar lo azteca y a despreciar cuanto está relacionado con esa lengua, empezando por su propio pasado virreinal. Es el comienzo del trastorno bipolar, del que AMLO y su pupila son ejemplos destacados. Eso no sucede por propia invención sino por influencia estadounidense. Es Joel Poinsset, primer representante del vecino del norte (y genial agitador político) en el recién nacido México quien explica y convence a la nueva élite mexicana que su verdadera esencia está en el derrotado imperio azteca, al tiempo que intenta que Iturbide venda Alta y Baja California, Nuevo México, Texas, Sonora y otros territorios.
El delirio indigenista es alentado, entonces como ahora, desde Estados Unidos, con el apoyo difícilmente exagerable de la Iglesia católica. Son muchos los factores que intervienen y se mezclan, en defensa cada uno de sus propios intereses, que no coinciden con los de las naciones hispanas, hasta generar el tremedal de desconcierto político del que AMLO y Sheinbaum no son más que los últimos síntomas.
Aquí solo mentamos algunos vericuetos del laberinto. La cantidad de habitaciones cerradas que el mundo hispano acumula es tan enorme que difícilmente puede ni siquiera enumerarse en unos cuantos artículos. Podemos criticar a Sheinbaum y hasta ridiculizarla, pero mucho más importante es intentar comprender por qué existe y cómo se ha generado el hábitat que la ha nutrido. Desde el Tratado de Guadalupe Hidalgo abiertamente y es posible que desde antes, México no tiene una política exterior propia. Tampoco la tiene España, por cierto, pero ese es otro circo que hoy no toca.
Nadie llega a gobernar a Los Pinos sin el beneplácito de Estados Unidos. La clase dirigente que acepta y consiente este estado de cosas prospera y se mantiene en México alentando un nacionalismo de cartón piedra que pasa por provocar alguna clase de estúpido conflicto con España cada cierto tiempo. Es el carnet que les permite seguir circulando y es una mentira, un trampantojo. El problema no es de España con México ni de México con España ni lo ha sido nunca. Está dentro de la nación mexicana, erosionando su cohesión interna e incapacitándola para asumir el liderazgo que hubiera debido tener al menos en su región, rodeada como está de pequeños estados en Centroamérica y el Caribe.
«Procurará en la medida de lo posible generar conflictos inútiles que desgarren más la ya muy desgarrada nación mexicana»
La señal de que el nuevo dirigente mexicano no va a desafiar el statu quo y el poder de quien de verdad manda en América es que se aviene a representar un teatrillo como el que acaba de escenificar la nueva presidente de México. Esto significa que cumplirá adecuadamente su función de no estorbar, especialmente ahora que Estados Unidos pasa por momentos difíciles y no quiere tener problemas en el patio trasero. Significa que en política exterior no va a tener iniciativa ni alberga la menor intención de buscar alianzas con quienes son en verdad los suyos.
Al contrario, procurará en la medida de lo posible generar conflictos inútiles que desgarren más la ya muy desgarrada nación mexicana. La violencia no disminuirá ni la corrupción tampoco. Los narcos seguirán campando por sus respetos. Y esto repercutirá de manera muy negativa no solo en esa región que hubiera debido ser la zona de influencia natural del enorme México y a la que acabamos de referirnos sino en toda la comunidad panhispánica que seguirá a la deriva, sin nombre y sin nadie que acierte a marcar el rumbo hacia esa Patria Grande, que los hispanos no acertaron a construir en América.