THE OBJECTIVE
Pablo Mediavilla Costa

Ir en moto

Algunas deudas antiguas se acaban cobrando. De niño tenía el sueño recurrente de ir en moto; nada de velocidad, curvas cerradas o dunas del París-Dakar, solo estar subido en un ciclomotor y notar la brisa en la cara.

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Ir en moto

Algunas deudas antiguas se acaban cobrando. De niño tenía el sueño recurrente de ir en moto; nada de velocidad, curvas cerradas o dunas del París-Dakar, solo estar subido en un ciclomotor y notar la brisa en la cara. En la carbonera, mi abuelo tenía uno para ir al trabajo en la estación de tren, pero nunca lo vi en marcha y tenía pedales, lo cual lo rebajaba a mis ojos a poco más que una bicicleta con truco.

Es la única prohibición seria que hubo en casa: nada de motos. Debía esperar a los dieciocho para tener coche. No insistí mucho, pero los chicos con moto eran el centro de atención a la salida del instituto y eso se me quedó atravesado. La primera vez que me subí a una fue con mi tío en Santander, de paquete en su Suzuki de 750 centímetros cúbicos. Recuerdo un acelerón tremendo, inhumano, como estar a lomos de un misil. No era lo mío. Mi tío y mi tía murieron en un accidente de moto en Burgos.

Hace tres años, mi novia me animó a que me comprara una para moverme por Madrid. Me salió un no automático, un miedo atrofiado que nunca me había parado a revisar. Descubrí que me moría por tener una y me fui corriendo a una tienda. No la uso mucho, pero marca mi calendario. Siempre hay un primer día en el año en el que puedo ir en manga corta y perderme en los pensamientos de todo lo bueno que está por llegar.

Sabino Méndez cuenta en Corre, rocker que cuando empezó a ganar dinero con Loquillo y Los Trogloditas se compró una moto y se fue a vivir a Castelldefels. La otra tarde, hice mi primera incursión en Barcelona desde Castelldefels por la autovía que va paralela a la costa y me entretuve viendo los mismos paisajes de siempre, los campings, gasolineras y campos por los que pasaba Méndez, pero con mi privada brisa soñada.

Ya en Barcelona, en la Gran Vía, le pregunté a una chica en un semáforo si se podía ir por el carril bus. Le dije que acababa de llegar y que en la ciudad de la que venía se podía. Me dijo que no y que metían buenas multas. Cuando se puso en verde, la chica me dejó atrás, adelantando por el carril bus a una fila interminable de coches.

Todavía siento un cosquilleo cuando le quito el candado y me pongo el casco y los guantes. Un giro sutil del puño del gas y la máquina se mueve como por inercia. Voy tranquilo y me paro en todos los pasos de cebra. Veo la vida en las aceras y la vida en los coches, que ahora me parecen pequeñas cárceles estancas. Me siento como Nani Moretti en Caro diario; imagino una cámara que me sigue por detrás y hasta tarareo la melodía de Keith Jarrett. No conozco otro placer tan simple.

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