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Daniel Capó

La España que embiste

«En un mundo ideal, el inicio del curso escolar no incrementaría el número de contagios, pero la realidad no es un espacio in vitro ni un ámbito neutro»

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La España que embiste

Marta Perez | EFE

La mejor España surge cuando se para a pensar y sigue un plan trazado; cuando se propone objetivos nobles, no se encierra en sí misma y perfecciona un estilo inteligente y generoso a la vez. La peor España, en cambio, aparece cuando embiste ciega al adversario, llevada por sus pasiones, presa del voluntarismo y la torpeza. Sería el tiquitaca frente a la táctica de la patada hacia adelante, por utilizar dos símiles futbolísticos. Menotti dijo una vez que España debía abandonar la furia como marca de juego y está bien visto. Lo hizo y ganó un Mundial y dos Eurocopas. Abandonar la furia –el grito de “¡a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!”– es reconocer que los problemas se solucionan sobre todo con preparación, cuidado meticuloso, saber hacer, voluntad decidida –que no es la voluntad anárquica ni ciclópea, sino una voluntad organizada–, y con la mirada puesta en nuestros hijos –que son el porvenir– y no en el hoy, no en un ahora que todo lo agota y lo corrompe.

Nos preguntamos qué hemos hecho mal en estos últimos años y la respuesta se halla en esa disyuntiva. Hemos dejado hacer sin pensar en las consecuencias; hemos respondido tarde y mal a los desafíos; hemos permitido que la calidad de nuestras instituciones, de nuestro debate público, de nuestras escuelas, de nuestra productividad y competencia se hayan degradado día a día, año a año, hasta el punto de convertir en un grave problema la formación y selección de nuestras élites, incapaces ya de afrontar con garantías el momento histórico que vivimos.

Un ejemplo pueden ser las escuelas. Hemos tenido varios meses para preparar el inicio de curso, adecuar las instalaciones, habilitar aulas al aire libre, incrementar la plantilla de profesores, formarlos en IT, desarrollar herramientas tecnológicas que faciliten un mejor seguimiento de la enseñanza online, adaptar la presencialidad de los alumnos a sus necesidades –hay familias con fuerte capital social y cultural que garantizan un buen trabajo desde casa, hay familias con enfermos crónicos y grupos de riesgo que exigen mayor protección–, asumir opciones personalizadas, reducir los currículos a lo esencial… No se ha hecho nada o, mejor dicho, se ha hecho poco y mal. No hay plan B, asegura el ministro Castells, porque en realidad –y esto es lo triste– tampoco hay plan A, más allá de cruzar los dedos y confiar en los milagros: que el virus mute a bien o que los niños no sean contagiosos. Es la España voluntarista y ciega que se lanza al abismo de la reapertura de los colegios en contra de las recomendaciones de los protocolos internacionales y en pleno crecimiento de la ola epidémica, sin directrices claras ni estrategias de actuación. Es la España que embiste los problemas en lugar de intentar resolverlos y que de este modo los agrava enormemente.

En un mundo ideal, el inicio del curso escolar no incrementaría el número de contagios, pero la realidad no es un espacio in vitro ni un ámbito neutro. El valor hoy consistiría en arrancar online –con una mayor atención, presencial si fuera necesaria, a los colectivos más desfavorecidos–, preparar lo que no se ha preparado y estrechar el cerco del confinamiento hasta disminuir el número de contagios. Sólo después se podría abrir los centros educativos con garantías de éxito. Sólo así se habrían hecho las cosas bien.

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