La lección de Francisco Brines
«Brines es, aparte del mayor poeta español vivo, el que con más insistencia y más sabiduría ha perseverado en celebrar lo que se ve, y celebrar los cuerpos y los días, la propia conciencia y la memoria, y en revolcarse en la nostalgia hasta encontrar placer»
No sé si se ha reparado mucho en que la poesía española, por lo general, es una poesía triste. Si algún mérito histórico y especial hay que apuntar a la llamada Generación del 27 es que fue el primer grupo que de una forma más o menos programática, y por el insuperable e inteligente atajo de lo popular, sumergieron la poesía en una jovialidad muy consciente: eran años de color en todo el mundo, de cierta velocidad, de muchos estímulos… y los versos de aquellos poetas antes de 1936 participaban de la juerga general, e incluso en lo más trágico podían hallar la alegría de la pura belleza, o al menos de las ganas de decirla. Antes de ellos, había que irse al XVIII, con la poesía anacreóntica, bucólica, pornográfica… y aun antes, saltando las bromas barrocas, sólo existía como antecedente la poesía medieval, en su vertiente carnavalesca, gamberra… Lo digo porque la Guerra Civil volvió a oscurecer las cosas, y la alegría del primer 27 fue interrumpida de golpe, haciendo que las generaciones del 36 y, llegando a lo que nos importa, la del 50, fueran promociones de poetas abatidos, desesperados, errantes. Incluso en los poetas de actitud más sabia, como Ángel González, hay un enorme dolor de fondo, muy perceptible, y en la poesía gloriosa de Claudio Rodríguez hay un evidente aullido de pesadumbre, hambre, frío, miedo y pobreza. Cada uno a su manera, Blas de Otero, Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún, José Agustín Goytisolo son poetas que adolecen de una clara (y comprensible) ausencia de felicidad…
Pero entre ellos, silencioso, discreto, tranquilo, andaba Francisco Brines, un poeta que de algún modo, y también muy a su manera, consiguió desde el principio volcarse en otro tipo de poesía, elegiaca claramente pero también celebrativa, cernudiana pero con alma, muy atenta, tal vez por valenciano, a la parte luminosa de la realidad, que siempre estaba, también, allí, para quien la quisiera observar y decir. En una obra poética menos fecunda de lo que podría parecer, Brines es, aparte del mayor poeta español vivo, el que con más insistencia y más sabiduría ha perseverado en celebrar lo que se ve, y celebrar los cuerpos y los días, la propia conciencia y la memoria, y en revolcarse en la nostalgia hasta encontrar placer. Con más paganismo que hedonismo, Brines ha cantado no tanto los placeres como la propia materia, no la realidad sino la conciencia.
Prologando un libro de poemas del pintor Ramón Gaya, Brines decía que «si alguien merece no tener generación poética es él, a pesar de pertenecer a su tiempo con tan ejemplar legitimidad […] ni es joven ni es antiguo, sencillamente es». Son, como todas las que decimos, palabras que iluminan a quien las dice, y en esa reivindicación del «ser sin más», de cómo basta la pura y propia existencia, hay toda una poética, por haber toda una «filosofía», aunque esa palabra sea inadecuada, como lo sería considerar «ideología» al puro amor a la vida, aunque se diría que hacia allá caminamos.
Desde hace diez años siempre que me preguntan que a quién querría que le dieran el Premio Cervantes, yo respondía, invariablemente, que a Francisco Brines. Ya estábamos resignados a que no sucediera, dada su edad y los extraños ritmos del premio, y la verdad es que no importaba demasiado. Era obvio que a Brines el premio ya le importa poco, pero era reconfortante imaginar que siempre llegarían más lectores a beber de sus poemas si al final ocurría, que quienes hubieran caminado despistados o directamente confundidos en sus lecturas de poesía acabaran llegando por fin al mejor ejemplo entre nosotros, al poeta sereno, pausado y melancólico sin agobios, al poeta más tenazmente insistente en el lado destellante del mundo, aquel que tanto fuera de sí como dentro busca y encuentra ya no lo luminoso sino lo iluminador.
Como ejemplo, un poema, de su libro de 1986, El otoño y las rosas. Hace unos años la editorial Renacimiento publicó una gruesa antología de Brines en la que muchas decenas de poetas, críticos y amigos elegían el poema predilecto de su producción. Yo no lo dudé, y cité «Los veranos», que es como un epifonema de su obra, el que acumula o aglutina más «significantes» y obsesiones del poeta de Oliva, aquel que mejor canta todo lo perdido celebrando que haya sucedido mucho más que lamentando que ya sea pasado, aquel que entiende que lo que ha ocurrido ocurrirá ya para siempre, y no sólo en la memoria, sino mucho más al fondo, en la conciencia, en la poesía, que también tiene sentidos, y dedos, y ojos:
Fueron largos y ardientes los veranos.
Estábamos desnudos junto al mar,
y el mar aún más desnudo. Con los ojos,
y en unos cuerpos ágiles, hacíamos
la más dichosa posesión del mundo.
Nos sonaban las voces encendidas de luna
y era la vida cálida y violenta,
ingratos con el sueño transcurríamos.
El ritmo tan oscuro de las olas
nos abrasaba eternos, y éramos sólo tiempo.
Se borraban los astros en el amanecer
y, con la luz que fría regresaba,
furioso y delicado se iniciaba el amor.
Qué extraña y breve fue la juventud…
Hoy parece un engaño que fuésemos felices
al modo inmerecido de los dioses.