La pandemia y la desobediencia civil
«Para derribar al tirano no hacía falta más que no alimentarlo con impuestos y no participar en sus instituciones, y que incluso los cargos públicos abandonaran sus cargos»
La prolongación de las restricciones a los movimientos y reuniones de las personas en muchos países occidentales ha provocado el surgimiento de protestas. A la información y opinión alternativa en las redes sociales, caracterizada por desmentir a los gobiernos y a las autoridades médicas, le han seguido movilizaciones callejeras y la formación de asociaciones. Es un fenómeno de desobediencia civil muy particular, porque se diferencia de los movimientos de protesta protagonizados por la izquierda, generalmente más violentos y organizados. Esa desobediencia se viene a sumar a la que estalló a raíz de la crisis económica y social de 2007 y 2008 como una de las señas de identidad de los nuevos tiempos.
En aquel entonces se puso de moda Henry David Thoreau (1817-1862) por el auge de esa desobediencia hacia el sistema por la desafección y la frustración hacia la clase política. El escritor parecía encajar, además, porque su obra Walden, la vida en los bosques (1854) se presentaba como un alegato ecologista, en la que sostenía que el hombre debía volver a la naturaleza y escapar de la industrialización y el capitalismo. Además, Thoreau había sido abolicionista, lo que permitió tenerlo como referente argumental en los enfrentamientos raciales que sacudieron Estados Unidos en la última década. Este impulso hizo que incluso se publicaran los voluminosos diarios que comenzó con veinte años.
Lo más interesante de Thoreau, no obstante, es la justificación de la desobediencia y el apunte sobre cómo debe hacerse. No da más que unas pinceladas sobre la forma de protestar, pero fue el modelo la resistencia pacífica de Gandhi y de los que protagonizaron las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos en la década de 1960. Esto es evidente en el discurso que Martin Luther King pronunció en 1961, cuando dijo que la resignación y la violencia no eran soluciones para avanzar en la defensa de sus derechos, sino la «resistencia no violenta».
Gramsci se reía de este concepto de «revolución pasiva», según sus palabras en El Príncipe moderno. Decía que eran unos ingenuos, especialmente Gandhi y Tolstoi -quien sostenía en La ley de la violencia y la ley del amor (1890-1893) que combatir el mal con el mal lo perpetúa-. Gramsci entendía la resistencia como la «guerra de posiciones»; es decir, la preparación ideológica de las masas para despertar las pasiones que llevan a la “guerra de maniobra”, la violencia. Para Gramsci, un revolucionario debía hacer las dos guerras. Esta concepción, por supuesto, también contempla la desobediencia de la ley pero para imponer otra en función de una “moral superior”.
Este planteamiento izquierdista no tiene encaje en el pensamiento de Thoreau, porque el escritor norteamericano era sumamente individualista, y partió de la consideración del Gobierno como un sujeto artificial con un interés propio, aunque sin distinguir a éste del Estado. Hizo suya la máxima de la revista donde publicó Desobediencia civil, en 1848, la neoyorkina Democratic Review, que consistía en «El mejor gobierno es el que gobierna menos». El motivo era la arbitrariedad, el poder incontrolable, el abuso de actuar en nombre de una mayoría sin tener en cuenta a los individuos.
Esa desconfianza hacia cualquier gobierno se asentaba en un profundo individualismo, en la convicción de que la conciencia personal está por encima de cualquier legislación. Por tanto, ningún hombre debía obedecer una ley que fuera contra su concepto de justicia. La justicia estaba en el centro de la consideración que Thoreau tenía de la constitución de una comunidad política, un principio que podría definirse por la coherencia en la defensa y garantía de la igualdad en los derechos humanos, siendo el primero de estos la libertad. Esa era la virtud del hombre, en contraposición a la corrupción del tirano.
¿Qué pasaba si el gobierno producía una legislación contra la conciencia individual? Thoreau recogía el derecho a la revolución, difundido por Thomas Paine en Estados Unidos, pero presente en el pensamiento político desde el siglo XVII, gracias a Juan de Mariana. «Es innegable -escribía este último- que puede apelarse a la fuerza de las armas para matar al tirano», entendiendo por tal al soberano que gobierna para sí mismo, no para el pueblo, se salta las leyes, y deja el gobierno efectivo en una camarilla. Siguiendo a Aristóteles, concluía Mariana que el tirano constituía un poder supremo como fruto de la arbitrariedad sin frenos. El tirano se imponía a través del miedo y la opresión porque desconfiaba de sus súbditos, tal y como recoge Thoreau. La consecuencia era que la obligación de cumplir una ley que el individuo considerase injusta o atentara contra su conciencia o moral era un acto tiránico. De forma similar lo vio también George Sorel, que sostenía que la revolución era más moral que intelectual, más emocional que racional, cuando se vivía en un régimen injusto y violento.
En ese caso, ¿cómo desobedecer? Thoreau tenía la impresión de que existían muchas personas que estaban teóricamente en contra de la esclavitud, por ejemplo, pero que no hacían nada para acabar con ella. Al tiempo, Thoreau desconfiaba de las masas, de los movimientos numerosos y organizados, porque creía que inmerso en el colectivo el hombre pierde la virtud, y da rienda suelta a sus instintos. Esto entronca con los dos trabajos más conocidos de comienzos del siglo XX sobre la psicología de las masas, los de Le bon y Freud, que distinguen perfectamente el comportamiento del hombre en su individualidad de cuando se convierte en lo que Ortega llamó «el hombre masa».
La respuesta solo podía ser personal, escribió Thoreau, algo similar a lo que Hannah Arendt definió cien años después como «responsabilidad individual frente al totalitarismo»; es decir, la reacción a la tiranía comienza con la oposición personal. No debía esperarse, escribió esta filósofa, a que otros funden un movimiento o partido, porque para entonces sería tarde.
Ahora bien, la diferencia está en que Thoreau afirmó que no era una obligación dedicarse a erradicar el mal, que el individuo no era responsable de la situación de la sociedad ni de su sistema político, sino de su propia circunstancia. «No vine al mundo para hacer de él un buen lugar para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo». De esta manera, se alejaba de los mesianismos y las organizaciones de revolucionarios profesionales, quienes, a la postre constituían una oligarquía igualmente opresora.
Por tanto, el hombre crítico debía dejar de participar en el régimen opresor, no obedecer la legislación que fuera contra su conciencia, objetar y despreciar. No tenía sentido ser abolicionista y sufragar al mismo tiempo con impuestos al Gobierno que sostenía la esclavitud. De esta manera, la primera desobediencia era dejar de pagar impuestos, de alimentar al opresor. Era una cuestión de coherencia. Ser insumiso era no obedecer la ley injusta.
La «revolución pacífica» consistía en desobedecer. No en oponer la fuerza a la fuerza. Era una cuestión de coherencia. Para derribar al tirano no hacía falta más que no alimentarlo con impuestos y no participar en sus instituciones, y que incluso los cargos públicos abandonaran sus cargos. En realidad, era bloquear la burocracia, ese poder que tanto alertó a Marx, Proudhon y Weil, porque constituía una casta con privilegios, una «nueva clase», que escribió Milovan Djilas en 1956.
Y a partir de la desobediencia, ¿qué? ¿Cómo debía vivir el hombre? Thoreau, como buen norteamericano del expansionismo por el Oeste, tenía la solución: volver al campo, tener una granja, no depender de nadie más que de uno mismo, y no implicarse en negocios. Así, «a mi modo, en silencio», declaraba «la guerra al Estado», sujeto opresor, con el monopolio de la fuerza en palabras de Max Weber, porque no lo alimentaba con sus impuestos ni dependía de él.
Era un profundo individualismo que, a la postre, casa mal con el colectivismo y el estatismo actuales. Thoreau sentenciaba que no habría un Estado libre y culto hasta que no reconociera al individuo como un poder superior e independiente, del que deriva la soberanía sobre su persona. La soberanía individual como base de la libertad, incluida la desobediencia.