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Félix de Azúa

Los más lejanos

«El volumen de la Biblioteca Castro editado por Juan Gil ‘Conquistas prohibidas. Españoles en Borneo y Camboya durante el siglo XVI’ cubre un enorme vacío»

La peseta cultural
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Los más lejanos

Grabado de una barbería en Manila, siglo XIX. | Wikimedia Commons

Quizás alguien lo haya escrito, pero yo no lo conozco. Quiero decir que apenas hemos producido literatura de las exploraciones, descubrimientos y colonizaciones españolas. Sobre América, las mejor narradas son las americanas, pero pocas novelas han salido de nuestro país con aquel escenario. Hay alguna extraordinaria, sí, como La aventura equinoccial de Lope de Aguirre que escribió un inspirado Ramón J. Sender, pero son más abundantes las escritas por los propios americanos. ¿Y sobre las colonias y protectorados africanos? Recuerdo aquel notable monólogo de una mujer en Tánger que escribió Ángel Vázquez y que tituló La vida perra de Juanita Narbona. También los brillantes recuerdos de Miguel Sáenz que con el título de Territorio nos permitió conocer por dentro aquel emplazamiento olvidado, Ifni. Y desde luego de nuevo Sender con la mejor narración sobre el desastre de Anual, la terrible y espléndida Imán. Seguro que hay más y que no las conozco, pero sobre los descubrimientos y expediciones a extremo oriente, nada.

Es chocante que, a diferencia de los franceses en Indochina (y esa obra maestra de Malraux, La condition humaine, o las novelas de Duras) y a diferencia de los británicos en el Índico (sobresalientes Conrad y Orwell), no hay en España ni rastro de la experiencia de Filipinas, Camboya y Borneo. Para cubrir ese vacío ha aparecido otro impresionante volumen de la Biblioteca Castro editado por el incansable sabio Juan Gil. Este valeroso compilador de crónicas olvidadas o inéditas ha regresado al Pacífico: Conquistas prohibidas. Españoles en Borneo y Camboya durante el siglo XVI cubre un enorme vacío.

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Conquistas prohibidas: Españoles en Borneo y Camboya durante el siglo XVI
Fray Gabriel de San Antonio
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No son sólo documentos, cartas y relatos de la época, en este volumen se incluye también un ensayo de 300 páginas en el que Juan Gil cuenta las líneas maestras de aquella oscura y tan desconocida aventura de los españoles en el extremo oriente. La aventura había comenzado en las islas Filipinas (es decir, las de Felipe II) y no ha dejado ni rastro en la literatura española. En cambio, sí hay una novela histórica de Robert Graves, The Islands of Unwisdom). Aun así, las Filipinas han eclipsado expediciones como las de Borneo y Camboya que son las que relata este volumen.

En contraste con la excelente organización de los expedicionarios británicos, los españoles armaron en sus posesiones un verdadero sindiós. Incluso los portugueses lograron mayores ganancias, aprecio de los indígenas y estabilidad política. Es la maldición española. El trabajo del profesor Gil ha debido de ser agotador porque ninguno de los dos países posee crónicas sobre aquellos sucesos de los que aquí se habla.

El embrollo, sin embargo, había comenzado mucho antes, cuando la firma del Tratado de Tordesillas (1484) entre España y Portugal, según el cual, una vez elegido un meridiano terrestre (46º 37’), las potencias se repartieron el mundo con majestuosa largueza: para ti todo lo que cae a la derecha, para mí lo de la izquierda. Así de sencillo era el mundo en el siglo XV, aunque debemos admitir que no de otro modo se procedió tras cada una de las dos guerras mundiales. La desventura es que no era fácil saber por dónde pasaba el dichoso meridiano, ni mucho menos en los antípodas. Para unos la línea roja estaba en Borneo, para otros en Sumatra.

«Aquellos colonizadores eran pocos, todos hombres, y estaban peleados unos con otros en la más completa miseria»

Al desconcierto y la violencia entre portugueses y españoles se unió con su habitual benignidad el Papa Gregorio XIII quien, en 1578, se puso del lado portugués sin disimulo. Si a esto le añadimos el islam, que era mayoritario en la zona, pocas esperanzas quedaban para creer que la razón fundamental de la aventura fuese la conversión al cristianismo de los indígenas. Ni siquiera cuando las dos coronas se unieron en la persona de Felipe II duró mucho el entendimiento, la pendencia siguió, aunque, por así decirlo, fuera de la taberna, con Gregorio XIII procurando desde las alturas que se atizaran lo más fuerte posible.

Por otra parte, aquellas colonias eran pura miseria. En 1578 había en Manila unos 700 hombres, todos soldados. La ciudad de madera había sido arrasada por un incendio en 1583 y entonces comenzaron a construirse los primeros edificios de piedra para las máximas autoridades, aunque faltaban materiales. Debido al régimen de los monzones, sólo una vez al año llegaba la nave que hacía la ruta de Acapulco a Cavite, pero no siempre conseguía llegar, de modo que la población podía estar hasta dos años sin percibir ayuda ninguna, ni utensilios, ni armas, ni munición, ni vestidos, ni correo, ni dinero, en fin, sin nada. Así que aquellos colonizadores eran pocos, todos hombres, y estaban peleados unos con otros en la más completa miseria. Como es lógico, el frecuente concubinato con nativas encendía la ira (y seguramente la envidia) de curas y frailes, los cuales excomulgaban al modo industrial.

Tampoco el clima era benigno y se producían enormes mortandades por fiebres. En 1589 la enfermedad fue tan intensa que también sucumbieron el médico y sus ayudantes, con lo que la población quedó abandonada a su suerte, o a su muerte, durante años. Y no era el único incentivo para la miseria, ya que todos los oficios los ejercía la colonia china puesto que los españoles tenían esas tareas por impropias de caballeros. Así que no había español que no perteneciera a la milicia, aunque no tenían paga, ni uniforme, ni comida, ni armas, ni munición (p.LXI).

Ya imagina el lector la atribulada situación de aquellos aventureros, servidores de Felipe II y de la santa madre Iglesia. Por supuesto, nadie quería acudir a semejante lugar, por lo que allí se reunió lo mejor de cada casa. Pues bien, a pesar de todo hubo episodios militares y humanos dignos e incluso heroicos, pero son desconocidos y es mejor que los descubra el lector por sí mismo.

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