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Félix de Azúa

Russell

«La biografía de Peter Russell, mi jefe en Oxford, escrita por Bruce Taylor debe ser traducida por lo que aportó a nuestra cultura literaria y ser una novela de aventuras»

La peseta cultural
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Russell

El historiador hispanista y espía británico Sir Peter Russell. | Ilustración de Alejandra Svriz

Cuando daba clases en Oxford, hace ya varias décadas, vivía en una casa donde un matrimonio me alquilaba la buhardilla. Eran tan típicamente ingleses que siempre he admirado la agudeza que muestran los guionistas de ese país, en películas y series televisivas, para cautivar a los espectadores y dar vida a unos personajes que por lo general carecen del menor interés, como en todas partes. Ella era encantadora y nieta de un filósofo británico de alcurnia. Tenía un maravilloso dibujo de Ruskin clavado en la pared con una chincheta. El marido era odioso y tacaño, despreciaba a los sureños y apagaba la calefacción a las cuatro de la tarde en plan Dickens. Nunca he pasado tanto frío.

En un paseo de apenas media hora me presentaba en la casa de mi jefe, el propietario de la King Alfonso XIII chair of Spanish Studies at Oxford. Era un hombre alto, membrudo, mayor (se jubilaría al año siguiente de conocerle), amable, irónico y dotado de una inteligencia que cautivaba desde el primer momento. Su nombre, Peter Russell, no ha recibido reconocimiento académico en España, que yo sepa. Y no me extraña porque pertenecía a esa estirpe tan británica que une un talento formidable a una modestia o un pudor absolutos, unido a un altivo menosprecio del mundo y sus vanaglorias, en resumidas cuentas, un estoicismo de mármol. Fue un profesor y un erudito ejemplar, y además una personalidad que merecería una serie televisiva de las que antes mencionaba.

Antes de ser un notable Don de Oxford, su vida fue bastante movida y lo he sabido gracias a una biografía escrita con talento novelesco por Bruce Taylor (editorial Splash). El título del libro desvela parte del mismo: Scholar-spy. The Worlds of Professor sir Peter Russell. «Los mundos del profesor y espía Peter Russell». Porque, en efecto, aunque los que pasamos por allí –entre ellos Javier Marías, que lo convirtió en Toby Rylands, uno de sus caracteres novelescos– alguna sospecha teníamos de sus trabajos para la inteligencia británica durante la guerra civil española, sólo ahora, gracias a Taylor, hemos podido conocer mucho mejor esas actividades políticas e intrigantes.

Lo cierto es que la aventura presidió la vida de Russell desde su nacimiento. Su abuelo, oriundo de Colchester (Essex), emigró hacia 1855 en busca de mejora económica, primero a Tasmania y luego a Nueva Zelanda. El viaje no fue sencillo. Duró casi tres meses debido a toda suerte de calamidades que costaron la vida a la mitad del pasaje. Y tras unos años en Tasmania, los Russell volvieron a emigrar, pero esta vez a Nueva Zelanda, que es donde nació el profesor.

«Russell fue enviado por sus superiores a espiar a Franco durante la guerra civil»

Allí nació, pero no podía ser menos australiano ni más british. Una vez asentada su fortuna, la familia regresó a Gran Bretaña en los albores de la primera gran guerra y Russell se convirtió en el prototipo del profesor oxfordian, erudito, elegante, minucioso, paciente, temible caricaturista, y experto enseñante, así como, naturalmente, espía. Sin embargo, a diferencia de los Cinco de Cambridge, todos prosoviéticos, traidores y comunistas, Russell fue enviado por sus superiores a espiar a Franco durante la guerra civil. En una de mis visitas me contó riendo a carcajadas los esfuerzos de la guardia civil para abrir albornoces entre los nadadores de la playa de la Concha, en San Sebastián, «buscando bultos», decía muerto de risa.

No quiero contar más porque este libro debería ser traducido al español, no sólo por lo que aportó Russell a nuestra cultura literaria, sino porque es una verdadera novela de aventuras. Como consuelo, para quienes quieran conocer su labor académica hay un breve ensayo introductorio a la lectura de Cervantes, publicado por la Oxford University Press en 1985, que nunca se tradujo, pero se encuentra en Amazon.

Recuerdo con emoción la última vez que lo vi. Me encontré con él por casualidad en las proximidades de su casa y caminaba con fatiga. Llevaba en la derecha una maletilla breve y modesta. Le acompañé hasta la puerta, pero no me dejó que le ayudara con la desastrada valija. Sólo más tarde supe que acababa de ser operado de algo malo que nunca hizo público porque había rechazado toda ayuda, como era su costumbre. Se las arregló él solo. Hizo su maletita, se fue al hospital, le operaron, siguió la convalecencia y volvió a su casa con la más absoluta autonomía. Por eso siempre le tengo presente como uno de aquellos centuriones romanos a las órdenes de un emperador estoico que aguantaban el hambre y la nieve en las fortalezas de la Germania sin una sola queja. Era un gran tipo. Era un hombre libre.

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