THE OBJECTIVE
Jesús Montiel

La primera novia

«Tener novia era tener una respuesta a la pregunta de por qué vivimos. Estar delante de la muerte con un escudo, parando sus llamaradas. Todo quedaba rendido a una sensación de plenitud. Ah, cuando uno tenía novia el mundo era un lugar que merecía la pena, sin duda»

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La primera novia

Sharon McCutcheon | Unsplash

Ah, cuando uno abría los ojos al despertar y se daba a sí mismo aquella noticia: ¡tengo novia! El lunes mejoraba al instante. Uno se levantaba menos arisco, le importaba menos que sus hermanos entrasen antes al baño o lo ocupasen demasiado tiempo. Sí, uno enfilaba la calle obsesionado con ella: qué ropa se habrá puesto, qué peinado, si habrá pensado en mí nada más levantarse o veré su sonrisa durante Matemáticas. Y el corazón dentro de uno tan alocado: pum-pum, pum-pum. Qué sensación, en un mundo todavía sin móviles, y por tanto con suspense.

Tener novia era tener una respuesta a la pregunta de por qué vivimos. Estar delante de la muerte con un escudo, parando sus llamaradas. Todo quedaba rendido a una sensación de plenitud. Ah, cuando uno tenía novia el mundo era un lugar que merecía la pena, sin duda. Cómo uno pudo salir vivo de aquella adolescencia, tan llena de accidentes y con emociones tan enormes. Siendo golpeado, tras la alegría, por la tristeza, cuando todo se terminaba entre la novia y uno, justo antes de revivir, otra vez enamorado de otra chica que encarnaba la vida eterna.

Y sin embargo no me echo de menos. No quisiera volver a ese joven que calcula su flequillo y anota en un cuaderno sus primeros versos, tan creyente de sí mismo. Ah, esta vida de ahora: los hijos, el trabajo, la dichosa precariedad. Los problemas parecen multiplicarse cuando uno se llama adulto, pero creo que estamos llamados a vivir aquella expectación del niño con su primera novia en todas nuestras edades, aunque luego nos vayamos adueñando de la vida y dejemos de estar abiertos a lo imprevisible. No me echo de menos, digo. Aquella plenitud intermitente de la primera pubertad, tan quebradiza, se ha hecho adulta conmigo. Puede encontrarse en mitad de mi rutina adulta, como una levadura. Mi alegría es menos infantil, más consciente de su fragilidad. No se engríe, como antes. Sabe que debe convivir con el tedio. No habla tanto consigo misma y ve lo ajeno con todas sus tonalidades. Ah, esta vida de ahora: la mujer que no me adula, los hijos, el trabajo, la dichosa precariedad. El lunes sigue siendo luminoso, ¿por qué iba a apagarse?

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