La ruptura
«Incluso las almas más abiertas y tolerantes, en situación de conflicto, tienden a refugiarse rodeándose de espíritus similares»
Hay historias que tienen tantos protagonistas, que cuesta encontrar alguien objetivo que pueda valorarlas. Yo, aunque solo he formado parte de la historia que cuenta González Ferriz como espectador tangencial, tampoco soy objetivo. Me pasa, imagino que como a cualquiera, que al enterarme de que algo así ha sucedido, se lamenta de no haber sido invitado y no puede evitar preguntarse el por qué. En mi caso se me ocurren tres respuestas: me sobraba la edad, me faltaba el talento o no estaba dentro del espectro ideológico, por amplio que fuera, puede incluso que las tres, aunque no resulte muy alentador.
Al leer La ruptura (Penguin, 2021) uno sabe que está ante un pasaje relevante, que va mucho más allá de la descarga emocional del autor y que logra, a través de la historia de un grupo de amigos y conocidos, ofrecer algunas claves que permiten entender mucho mejor la vida política e intelectual española de la última década. Al leerlo no se puede evitar pensar que nos encontramos ante uno de esos capítulos de la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, y que Joe Gould, el vagabundo de la novela de Joseph Mitchell, guardaba como un tesoro en cajas de zapatos en Central Park. La intrahistoria de un grupo de intelectuales que quisieron hacer política, sin conocer el precio que suelen pagar los que, con motivos más o menos nobles, deciden dedicar una parte de su vida, al noble arte de la gestión de lo común.
Es cierto que los protagonistas no pueden quejarse de ignorancia, acaso quizás de ingenuidad. Otros intelectuales antes lo habían intentado con un éxito parecido… y lo habían contado. Quizás la diferencia es que las advertencias venían de experiencias personales, de intelectuales consagrados, que al contar su historia le dieron cierto aire mítico. Ignatieff en Fuego y Cenizas o Vargas Llosa en El pez en el agua cuentan historias parecidas pero este libro reportaje, en el que Ramón también nos habla en primera persona, nos ofrece una visión más de estar por casa, sin duda más realista, de una historia con decenas de protagonistas, mientras pone sobre la mesa una interesante reflexión sobre la naturaleza de la política.
El fracaso de una (re)generación, como apunta el subtitulo, no es sólo la historia de la nueva política sino la historia de la política de toda la vida, impermeable a las influencias externas, más amiga del discurso que del ensayo, y condicionada de manera determinante por las lógicas internas y el quehacer partidista. Unas prácticas a las que el instinto de supervivencia de la nueva política se ha acogido desde muy pronto, sin entender que quizás esa endogamia era parte importante del problema, pero nunca de la solución.
Entre las causas del «fracaso» es posible encontrar algunas generalizables como el exhibicionismo público, con el que twitter nos quita todo lo que una vez nos dio, que genera una obligación de manifestarse públicamente, anulando cualquier atisbo de juicio crítico por el miedo a las lecturas maliciosas que se pudieran hacer, y que termina sustituyendo cualquier idea o reflexión, por meras consignas. Este exhibicionismo propagandístico, en el panóptico partidista, busca a partes iguales influir en la batalla de las ideas y pagar lealmente la confianza recibida. Suelen quedar en el camino el prestigio intelectual acumulado y la institucionalidad exigida a todo cargo público (pagado en ese momento pagan todos los españoles). Es aquí cuando el ser sigue al obrar, y lo que uno dice en público acaba conformando lo que uno piensa en privado, como mecanismo de autodefensa indispensable para seguir viviendo.
Hay en ese adaptarse a la causa, a veces como medio y otras como fin, otra historia conocida, y retratada magistralmente en películas como El ejercicio del poder (2013), en la que la voluntad de hacer una sociedad mejor empuja hacia lo peor al hombre con voluntad de servicio, que se desliza por un tobogán de concesiones, en la que todo se justifica AMDG, hasta que de tanto difuminarla esa causa superior termina por desaparecer, dejando a su impulsor solo, huérfano y desorientado.
Aunque Ramón apela al factor humano, especialmente al de las ambiciones profesionales frustradas o conseguidas, este más bien parece consecuencia y no causa de la ruptura intelectual, poniendo sobre la mesa lo difícil que es convivir con personas que piensan, o se manifiestan, de una manera diferente, y pone de manifiesto que incluso las almas más abiertas y tolerantes, en situación de conflicto tienden a refugiarse rodeándose de espíritus similares.
Quien busque morbo en estas páginas no lo encontrará. Y son muchas las veces que uno está deseando algo más de información, por ejemplo, llama la atención cómo brillan por su ausencia proyectos paralelos ya en marcha en aquellos años y que podían compartir objetivos como los programas de liderazgo público de instituciones como el IESE, la Fundación Rafael del Pino, Deusto o ESADE, donde han terminado recalando algunos de los protagonistas de esta historia, y que, a la luz de los resultados, deberían asumir también parte de ese «fracaso».
Y es esa sensación de fracaso, de punto final, lo que más cuesta entender en el libro. Quizás es un problema de la coyuntura actual, que no anima al optimismo; de la gestión de expectativas de los que pensaron que sería fácil porque tenían la razón de su parte; de no llegar a entender que en política no hay victorias absolutas ni derrotas definitivas; ni que los 40 son los nuevos 30… pero más allá de la melancolía que desprende el autor el lector informado descubrirá en sus páginas un capítulo fructífero de la historia de España, de esos en los que en el último segundo aparece en letras grandes y con mayúsculas un CONTINUARÁ.