John Banville y Dublín. La memoria como emblema
«El libro ‘La alquimia del tiempo’ del autor irlandés es un paseo íntimo por la ciudad, por las evocaciones familiares, por sus enamoramientos y desilusiones»
Libro
La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés. John Banville. Alfaguara, Madrid, 2024. Traducción de Miguel Temprano García. 189 páginas.
Uno es su memoria. Lo que recuerda y lo que imagina. Lo que recupera con breves fogonazos que aparecen y desaparecen y lo que permanece y dura a lo largo de los años. La memoria de unos nombres, de unos paisajes, de unas frases. La memoria, también, es puro azar, o vértigo. Un juego, a veces, peligroso. La memoria coquetea con la melancolía. Y la melancolía tiene dos direcciones: o fortalece o debilita. John Banville (Wexford, Irlanda, 1945), un gran «paseandero» de Dublín (por recuperar el término que así mismo se aplicaba Ramón Gómez de la Serna, de su Madrid y su Buenos Aires) y publica ahora La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés que va más allá de unas meras memorias al uso, o como se entiendan ahora. Es un paseo inmenso, íntimo, diverso por el tiempo, por la ciudad, por las evocaciones familiares, por los enamoramientos y por sus desilusiones. Un libro que muestra unas infinitas ganas de vivir, porque como el propio Banville rescata de Rainer M. Rilke: «Una vez cada cosa, sólo una vez. Una vez y nada más/Y nosotros también/una vez. Nunca más. Pero ese/haber sido una vez, aunque sólo sea una vez/haber sido terrenales, no parece revocable».
Cierto, todo es sólo una vez. La vida es sólo una vez, la memoria su recuerdo. Haber vivido. Menudo libro el de Banville. Bien está que nos cuente, con un arranque maravilloso, sus viajes a Dublín, de niño, el 8 de diciembre, para celebrar su cumpleaños, el día en que, además, era la gran fiesta católica de la Irlanda secuestrada por la Iglesia. Bien está que recorra junto a su amigo Cicero los pasajes ocultos, olvidados, desconocidos de un Dublín tan secreto como deslumbrante. Sí, bien está el capítulo esencial, vertebral del libro que es su llegada y estancia en el bohemio y airado, y elegante, por qué no, barrio de Baggotonia, de las citas y anécdotas de escritores y seres anónimos, qué belleza tan desoladora la del encuentro con una prostituta una noche: «Intento recordar sus rasgos, y únicamente veo unas mejillas hundidas con colorete y una boca muy pintada. Ella, sin duda, debe llevar muerta mucho tiempo. Me pregunto dónde y en qué circunstancias acabaría sus días, y me estremezco».
Esas evocaciones elevan la mera mención de una ciudad a dotarla de vida, algo tan galdosioano como esto: «Cómo nos obsesiona el misterio insondable de otras vidas, de otras desdichas». Qué conmovedor el recuerdo de la tía Nan, de los padres, de su novia Delahaye, de la que escribe: «Vete a saber si se casó con Firzloquesea. Vete a saber si habrá tenido una vida feliz, o al menos no infeliz. Es raro pensar que está en alguna parte, en este mismo momento, haciendo alguna cosa. Aún es más raro pensar que tal vez no lo esté; que no esté en ninguna parte».
Es en estos instantes de la sensación verdadera, en este constante reguero de epifanías joyceanas cuando el pulso literario de Banville adquiere una dimensión excepcional. Le acompañan en su viaje al interior de una ciudad paseada, las sombras de Brendan Benhan, Flann O’Brien, Patrick Kavanagh, Thomas Kintella, sus encuentros con el Nobel, Seamus Heany. Dublín es una ciudad de escritores, bueno mejor, de enormes escritores: Swift, Yeats, Joyce, Beckett. Sin duda, el libro se mueve entre la emoción, una ironía muy cervantina (uno, primero se ríe de sí mismo) y una búsqueda del secreto que esconde el pasado. Por cierto, lo único que uno posee.
«Un libro para leer, para releer, para entrar en este o aquel capítulo los días en los que la alegría de vivir festeja cada minuto»
El presente como tal no hay quien lo detenga y el futuro, menos mal, no existe. Claro que con Banville el pasado fue ayer. Es decir: «¿Cuándo se convierte el pasado en pasado? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que algo que ocurrió sin más emitir el brillo secreto y numinoso que es la marca del verdadero pasado?». A ese verdadero pasado se dirige este libro: «La alquimia del tiempo obra en un abismo brillante». Cada minuto que se va es un capítulo privado para la más leal melancolía. Cuando uno contempla, como lo cuenta Banville, como el tiempo se va de las manos y con él, amigos, momentos, sueños, derrotas que uno, sin duda, volvería a vivir, una y otra vez, algo en lo más íntimo se remueve. Un libro para leer, para releer, para entrar en este o aquél capítulo los días en los que la alegría de vivir festeja cada minuto. Memorable hasta el vértigo.
Película
The quiet girl. Dirección. Colm Bairéad. Intérpretes. Catherine Clinch. Carrie Crowley. Andrew Bennett. Irlanda. 2022. 95 minutos
La gran película de Irlanda, o que trata de Irlanda, de Dublín es, poca discusión supone uno que genera esto, Los muertos (John Huston, 1987), basada en el extraordinario relato de James Joyce que cierra el volumen de cuentos Dublineses (1914). Para algunos, al menos para quien esto escribe, el gran libro de Joyce, por encima, si vale, de ese monumento que es Ulises (1922). Pero, dejemos esta película para las Navidades, puesto que es un gran relato de Navidad (o de la Epifanía) y valga, y valga mucho y bien, The quiet girl.
«En la película de Colm Bairéad destaca la formidable naturalidad con la que se expone un asunto que podría caer en la cursilada»
Primero, porque es un cine que ante la impostura, el exhibicionismo de supuestas genialidades y el miedo, o terror a contar la vida de verdad, se enfrenta a una historia mínima y natural. En esta primera película de Colm Bairéad, vaya forma de comenzar una carrera tan llena de aciertos, si le vale un término, y para resumir, destaca la formidable naturalidad con la que se expone un asunto que podría caer, sin más, o sin menos, en una cursilada sentimentaloide insoportable. Pero no, el equilibrio que se mantiene a lo largo de la hora y media conduce al espectador a entrar a saco en esta mezcla de delicadas imágenes combinadas con la extrema dureza de la historia que se narra.
La Irlanda rural de comienzos de los años ochenta del siglo pasado. Decir que la familia de la protagonista (excepcional Catherin Clinch como la niña Cait) es disfuncional, sería suave. Ante el próximo parto de la madre, uno más, Cait es enviada a vivir con una prima y su marido. Matrimonio sin hijos y con una vida tan gris como la de cualquiera, pero, al menos tranquila, previsible, maravillosamente previsible. Naturalidad, emoción, empatía, belleza, en medio del drama; infinitas dosis de esa bendita sencillez que uno agradece tanto en el cine actual, por ejemplo.
Porque la vida también es esto, era esto. Contada desde la pequeña Cait emociona y conmueve. Y, desde luego, ese final, qué final tan sensacional para hacer que el espectador sea incapaz de moverse del asiento, sin saber por qué, o sabiéndolo, que sería mejor.
Taberna
Johnnie Fox’s. Glencullen. Dublín
Cuando uno se ha sentado junto a la chimenea del Johnnie Fox’s, calado hasta los huesos, uno siente que ha estado en Irlanda. En la de Joyce, en la del John Ford (The quiet man), en la de Banville. En Dublín los pub’s son una institución y los hay de todos los géneros y maneras, pero lo del Johnnie es otra cosa. A pocos kilómetros de la capital. Siglo XVIII, pasillos que se cruzan y estancias singulares, por allí, por una de sus puertas más inverosímiles se escapaban los independentistas (para los ingleses, los rebeldes) irlandeses, pues el pub era lugar de conspiraciones varias.
Uno todavía allí sentado con una pinta o whisky Jameson (irlandés, por supuesto) ve correr las sombras en la cerrada noche de la vieja Eire. Así que como además de beber habrá que comer algo vaya un Lamb Shank, o un Iris Lamb Stew, o el inevitable, pero no por ello, menos apetitoso Smokerd Salmon &Prawn Linguine o ese plato tan requerido del Fox’Seafood Pie. Todo por brindar con el libro de Banville para que la memoria, como la fuerza, nos acompañe.