Paul Auster, un testamento familiar y literario
«’Baumgartner’, el último libro del escritor norteamericano, es inteligente, melancólico y tallado en la misma raíz de toda su obra: los juegos del azar»
Libro
Baumgartner. Paul Auster. Seix-Barral, Barcelona, 2024. Traducción de Benito Gómez Ibáñez. 261 páginas
Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947-Brooklyn, Nueva York, 2024) murió el 30 de abril de este año. Éste fue, por tanto, su último libro. Un testamento literario, sin duda, pero que después de leerlo uno descubre que es, también, un testamento familiar dirigido a su mujer, la escritora Siri Hustvedt. Pero para descubrir el secreto que esconden estas extraordinarias páginas, uno debe adentrarse en su lectura. Un libro inteligente, melancólico y tallado en la misma raíz de toda su obra anterior: los juegos del azar. Ese azar que constituye lo único verdadero en cada vida. En la poco conocida película de Edgar H. Ulme, Detour (1945), un estupendo thriller de serie B, alguien pronuncia una frase digna del más granado Auster: «El destino siempre te pone la zancadilla».
La vida, la de verdad y, por ello, la literaria, está plagada de zancadillas. Inocentes, intencionadas, azarosas. Aquí la zancadilla que le pone el destino al protagonista es la muerte, en un accidente, de su mujer Anna Baumgartner. Al comienzo de la novela, lleva diez años viudo. Vive solo. Una hermana le atormenta con llamadas intempestivas. Es profesor de Filosofía, prestigioso, setentón. En el crepúsculo de su vida. Y es consciente de ello. Diversos hechos azarosos, cómo no, conducen al protagonista a descubrir en su mujer, una poeta y escritora notable. Se compromete, para sí, a descubrir al mundo literario la obra de su mujer fallecida, pues comprueba la notable calidad de los escritos.
Ha pasado el tiempo, el luto, el alivio, ha pasado el tiempo de preguntarse cómo pudo suceder el accidente, los «si esto no hubiera ocurrido…», «si hubiese sido más firme al decirle que no nadara en esas circunstancias…», «si hubiera corrido hacia las piedras en las que Anna pensaba tirarse al mar para un último baño en el atardecer…» Todo ello, ya forma parte del pasado.
Baumgartner reemprende su vida, su empeño es publicar una nueva obra filosófica y recuperar la edición de los poemas de Anna. Pero el azar, el maldito azar, sigue jugando su partida de ajedrez contra el tiempo y contra quien se ponga por delante. Auster es al azar como recurso literario, lo mismo que el Nobel Patrick Modiano lo es a la memoria. Azar y memoria constituyen los elementos esenciales de la ficción literaria. No hay más. La imaginación es un sucedáneo entrañable de los anteriores. Como siempre en Auster, todo gira en torno a lo imprevisible. Sí, sí, como la vida misma. Porque la vida, ahora lo sabemos, nunca está en orden.
El tipo que llega a leerle el contador de la luz, el recuerdo constante de la ausencia de Anna, el descubrimiento de los inéditos poemas de Anna, los textos autobiográficos de la propia Anna, los diversos giros, magistrales, que da la novela, y con ella Baumgartner, muestran cómo el azar es un vaivén. Cielo e infierno. Lo peor es el purgatorio; es decir, cuando el azar se echa la siesta. Baumgartner, jubilado de sus clases, se empeña en compensar todo ello con la preparación de un nuevo, y sugestivo, ensayo. Entretiene el tiempo y a sí mismo, y el recuerdo, y la memoria.
«En la obra de Auster hay elementos que bien podrían asociarse al realismo mágico»
Procura mantener el pulso académico, pero el recuerdo de Anna es constante. La muerte de Anna es una mutilación de sí mismo: «Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano y ya no está entero, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero».
Porque «la echo de menos eso es todo. Era la única persona a la que he querido, y ahora tengo que encontrar el modo de seguir viviendo sin ella». Pero con su recuerdo, con su presencia. En la obra de Auster hay elementos que bien podrían asociarse al realismo mágico. Un realismo mágico muy singular, y aquí, el lector lo descubrirá en una enigmática conversación telefónica entre Baumgartner y Anna, clave en el sentido y la sensibilidad de lo que se narra. Clave. Como lo es el citado descubrimiento del diario de Anna, de sus poemas inéditos, de alguien tan inédito para él como esos poemas hallados. Historias dentro de la historia (muy certeramente cervantinas esas historias intercaladas) y la jugada final, magistral. Otra vez, el azar y la memoria jugando al imaginario, mágico y cruel ajedrez, con la muerte.
La novela es un soberano y conmovedor testamento dirigido a alguien. Uno se atreve a conjeturar que ese alguien es Siri Husvedt, lo que ésta podría, y debería hacer, tras la muerte de Auster, y de ser así, el círculo de la vida, del azar y la memoria se cierran con la dignidad moral y la extraordinaria calidad literaria que Auster mostró en cada una de las páginas de su memorable, y azarosa, obra literaria.
Película
Smoke. Dirección. Wayne Wang. Intérpretes. William Hurt, Harvey Keitel, Stockard Channing, Forest Whitaker. Estados Unidos. 1995. 112 minutos
Ésta es otra de esas películas que uno ve siempre en Navidad. Porque todo parte del cuento de navidad que el escritor Paul Benjamin (William Hurt, trasunto del propio Paul Auster) debe escribir para el especial de esas fechas de The New York Times. Pero ese es el final, y qué cuento, con la música de fondo de Tom Waits. Smoke es el estanco de Auggie. Un estanco en una esquina de Brooklyn, que es el centro del entrañable y variopinto catálogo de personajes que por allí pasan. Auggie (formidable, Keitel), tiene la costumbre todas las mañanas, antes de abrir el estanco, de instalar en la esquina un trípode y una cámara Nikkon para fotografiar cuanto allí ocurre y cuantas gentes pasan por delante. En una de ellas, por azar, otra vez el maldito azar, aparecería la mujer de Paul, y el espectador descubrirá la tragedia posterior.
«Todo tiene una forma episódica, y el azar teje la madeja invisible de la relación entre el estanquero y el escritor»
Pero la película avanza en las vidas cruzadas que se citan, por azar, como en cualquier establecimiento, en el estanco. Paul compra allí unos puros holandeses. Quien lo narra, es evidente, es Auster, pero bajo el personaje de Paul Benjamin. Todo tiene una forma episódica, y el azar teje la madeja invisible de la relación entre el estanquero y el escritor. Nueva York, o Brooklyn, en estado puro. Historias de la más genuina tradición literaria de la ciudad, y como vertiente cinematográfica de Auster, las huellas de Ozu, Bresson, Renoir. Viajar durante poco menos de dos horas al interior del estanco, contemplar el reguero de historias entrelazadas entre los clientes y alcanzar las últimas imágenes, el cuento de navidad solicitado, con el fondo de la música de Waits, constituyen uno de los momentos más sublimes que uno pueda gozar en estos tiempos tan ridículos e impostados.
Taberna
Smith & Wollensky. 793 3rd Ave, Nueva York
Es una modesta proposición. Que nadie pase por Nueva York sin disfrutar de este local, tan tradicional ya como la Estatua de la Libertad, el templo de la carne, y esto en Estados Unidos es decir mucho, para algunos, demasiado. Pero lo es. El nombre le viene por azar, otra vez el azar. Los dueños decidieron poner al local los nombres que primero aparecieran al abrir la guía de teléfonos y salieron estos dos. Y así, desde 1977 se quedaron. Tan cachondos en su dirección, como ejemplares en la comida que ofrecen.
La parrilla de Wollensky debería ser Patrimonio de la Humanidad, la carne de costilla con huesos, cajún; las costillas, las chuletas de cordero de Colorado, pero sobre todo, cualquier corte de carne a la parrilla. Mesas con manteles de cuadros, camareros que llevan el tiempo de servicio marcado como emblema y distinción en pequeñas estrellas en el bolsillo de la chaquetilla, y la carne, la carne que añejan más de cuatro semanas. Todo allí respira ese aire único de la sin par Nueva York, la de Auster, por ejemplo, en la Tercera con la calle 49. Para enmarcar.