THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

La historia o el payaso de las bofetadas

«Lo que fue, fue, y la cuestión es contarlo para superarlo, para que buena parte de los atropellos del pasado queden inscritos en el nunca más»

Lo bueno de la vida
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La historia o el payaso de las bofetadas

Melilla retira la estatua de Franco situada frente a la muralla de ‘Melilla La Vieja’. | Óscar Giménez Barrios / EP

Libros

¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio, democracia. Daniel Rico. Anagrama, Barcelona, 2024. 149 páginas

La historia en ruinas. El culto a los monumentos y a su destrucción. Manuel Tenorio Trillo. Alianza Editorial, Madrid, 2023. 203 páginas

La memoria es el fundamento de sentirse vivo. La historia, el fundamento de una sociedad. Es una pareja complicada. Una, se basa en los recuerdos, los testimonios; la otra en documentos, hechos contrastados, investigados. Cuando se produce un colapso entre ambas, la cosa pinta mal. Primero, porque la memoria es selectiva y se basa en un principio claro: el olvido. Ya escribió Borges un cuento hoy memorable, y tantas veces citado, en torno a la memoria infinita: «Funes, el memorioso». Alguien que recuerda cada minuto de su existencia, es incapaz de abstraer, y, por tanto, al recordarlo, no recuerda nada. Segundo, porque ante los mismos hechos uno encuentra versiones distintas y distantes. Tzetan Todorov ha escrito páginas llenas de sentido común en torno a la memoria y sus muy diversos jardines de senderos que se bifurcan (para seguir con el símil borgiano). Desde perspectivas complementarias. 

Dos libros cuajados de rigor, documentación, y escritos con una prosa ensayística muy de agradecer por el lector, ahondan en la cuestión. ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio, democracia de Daniel Rico (Barcelona, 1969) y La historia en ruinas. El culto a los monumentos y su destrucción de Mauricio Tenorio Trillo (Michoacán, 1962). Dos ensayistas que saben (y mucho, y bien) de lo que hablan. En el caso de Daniel Rico, el asunto al que se enfrenta es de notable enjundia. No es fácil. Además del centón de datos que se aportan y de las muy cabales consideraciones que se muestran, está admirablemente bien escrito (y esto, hoy, decirlo de un trabajo académico no sólo es un alivio para el lector, sino un motivo de elogio a reconocer). Rico sigue aquí las buenas enseñanzas de su padre, de ese gran filólogo y riguroso académico que fue Francisco Rico, cuando en uno de sus libros más atractivos, Primera cuarentena de la literatura, escribía: «La crítica literaria se salva si está literariamente escrita». Con un mérito notable, por cuanto la cuestión planteada le da la vuelta al debate previsible de mantener o destruir, ocultar la historia a través de estatuas y demás, se plantea desde un punto de vista singular, y no por ello, menos inteligente: cómo formar una verdadera cultura democrática. Y aquí volvemos al asunto de la memoria (memoria sin adjetivos, porque la memoria no requiere de adjetivos, como la democracia, si es, no necesita de más términos): 

«Creo haber dejado claro que la memoria, cuando se ejercita decididamente como matriz de conocimiento, ayuda a ensanchar el pensamiento y abrir el campo visual, cultivando a un tiempo la multiplicidad de la ciudad democrática y la desemejanza de la ciudad histórica. Porque, por un lado, da voz a las comunidades estigmatizadas u olvidadas, y, por otro, da luz a las ‘piedras desechadas’ (…) Pero creo también haber mostrado que cuando la memoria se radicaliza y transforma en vector de ideología y religión civil su mirada se tuerce y enturbia a pesar de mantener los ojos bien abiertos».

Para decirlo en palabras de ese enorme historiador que fue Santos Juliá, citado por Rico: «Una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura, debe cargar con todos los muertos y dar libre curso a todas las memorias», incluso cabría apuntar para que así hechos lamentables y dictaduras despreciables no vuelvan a suceder. Mejor dicho, imposible. Mejor y tan brillantemente presentado por Rico, con toda la gama de aportaciones bibliográficas y documentales, dudosamente mejorable.

«Lo que fue, fue, y la cuestión es contarlo para superarlo, para que buena parte de los atropellos del pasado queden inscritos en el nunca más»

En el caso de Mauricio Tenorio Trillo, su libro plantea la cuestión de las reparaciones simbólicas y los monumentos erigidos en otros tiempos y con otras mentalidades, hoy felizmente superadas. Hay una coincidencia entre ambos libros y es enfrentarse a la Historia sin remilgos, sin prejuicios, sin miedo, ni reparos. Lo que fue, fue, y la cuestión es contarlo para superarlo, para que buena parte de los atropellos del pasado queden inscritos en el nunca más. Pero, y he ahí uno de los elementos vertebrales de este ensayo, mostrar a las generaciones presentes y futuras el muy a menudo confuso, trágico adn de las sociedades occidentales. 

Ocultarlo no es precisamente una buena recomendación, enfrentarse a ello con una mentalidad democrática, pedagógica, impecable, puede reportar notables avances. Claro que cada generación reconstruye la Historia en torno a sus realidades, a su presente, a los intereses y vaivenes que en ese momento se viven, se piensan y se estudian. Sin duda, es un derecho intocable. Pero ese no es el debate. Éste se basa más en el conocimiento, las circunstancias y el uso del espacio público y su connivencia con la historia y la memoria. Tenorio Trillo destaca: «Sin duda, el arte y la historia de antes borraron, racializaron, marginaron u olvidaron muchas culturas, identidades y razas. Y se asume que, por supuesto, los artistas y los historiadores de hoy somos mucho mejores que los de antes. Por tanto, en la medida en que la identidad del artista lo permita, asumimos que diversidad e inclusión son la clave. Y lo son, pero, en mi opinión, no meramente como una cuestión de identidades, sino como una cuestión de clase, geografía cultural y experiencias personales». Lo dicho, dos libros imprescindibles.

Cine

Chinatown. Dirección. Roman Polanski. Intérpretes. Jack Nicholson, Faye Dunaway, John Huston. Estados Unidos. 131 minutos. 1974

En el cine está la memoria, y también parte de la historia del siglo XX. Se hace cierto aquello de Vargas Llosa de La verdad de las mentiras (1990). En la ficción suele aparecer más verdad que en algunos libros que pretenden verdad y aparecen mentiras. Como en la literatura, el cine ya tiene su panteón de clásicos, más de cien años en el vértigo en el que vivimos son más que suficientes para comenzar a elaborar un canon, moderadamente atractivo. 

Un género literario que alcanzó con el cine su máximo esplendor es el denominado Novela negra. A los años cuarenta del pasado siglo y poco más de los cincuenta se debe la edad de oro de este género. Después de ese catálogo formidable de películas, adentrarse décadas más tarde al género tenía su riesgo. Roman Polanski se atrevió a ello con Chinatown (1974), cumple medio siglo, y se atrevió con mayor riesgo. El cine negro norteamericano tenía en el blanco y negro su manera de mostrar, de captar las atmósferas, los ambientes, los personajes, las luces y las sombras. Polanski la rodó en color, y había que transformar en la memoria del espectador esos ambientes en un color que no alterara la esencia misma de las historias. Lo consiguió. 

Con un Jack Nicholson, sin excesos, perfecto; Faye Dunaway, sobresaliente y la solvencia de John Huston, se narra una historia más de corrupción -eje de buena parte de las novelas y las películas del género-. La acción se sitúa en Los Ángeles hacia 1938. Para colmo, basada en un caso real. El guion de Robert Towne, que salió por arte de birlibirloque, se llevó, merecidamente, el Oscar y la película se resumía en lo que J.J. «Jake» Gittes, detective privado (Nicholson) escucha al final: «Olvídalo Jake, es Chinatown». Final en el que Polanski intervino frente al original. El novelista francés Jean-Patrick Manchette sentenció: «Hoy, todo el mundo es Chicago», aludía, claro está, al Chicago de los años treinta del siglo pasado. Y muy equivocado, da la impresión, que no estaba.

Taberna

Casa Rosita. Jesús Pobre. Alicante

Una rotunda casa de comidas. Con el Montgó cubriendo la localidad alicantina de Jesús Pobre (llegó a denominarse la población Montgovia), Casa Rosita. El patio, las mesas, el ambiente y, sobre todo, la sencilla calidad de los platos invita a leer la carta y no saber, casi y no poder, elegir uno, dos, tres. Platos de la zona, de la tradición, de saborear lentamente ese momento pleno en el que uno decide darse un modesto homenaje e implorar porque el verano termine ya. Porque en otoño es ya un antecedente de ese lugar ameno, al decir de los clásicos, que cada uno busca. «Capellá» con tomate seco, Figatells, Pelota de puchero, coca de verduras, además de los queridos arroces, uno especial, la paella de cebolla, y otro más, arrós amb fesols y naps. Nada, que sí, una fiesta que bien se merece cada uno al soportar no ya el atorrante calor, sino los acontecimientos patrios que tanto entretienen.

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