Vida en libros
«Juan Ángel Juristo ha escrito un libro conmovedor que es la memoria de una generación, la de los nacidos a mediados de los años cincuenta del siglo pasado»
Libro
Libros soñados seguido de Travesías de Tinta. Juan Ángel Juristo. Confluencias, Almería, 2024. 202 páginas.
Ésta es una vida en libros. No con libros, o entre libros, o para los libros, o de los libros. No, una vida en libros. Es decir, alguien sumergido en la inmensidad de las infinitas páginas que los libros permiten soñar. Claro que la literatura es un añadido a la vida. Menos mal. Leemos en esta luminosa autobiografía literaria de Juan Ángel Juristo (Madrid, 1951): «Luego, ya en casa y antes de ir a la cama, abrí la maleta y saqué el libro de Maestros rusos. Sentía una necesidad terrible de leer y meterme en mundos que me recordaran poco a éste». Sí, he ahí el misterio: «Meterme en mundos». Quien probó el delicioso veneno de la lectura, lo sabe. Juristo hace de su vida, bendito él, una ensoñación surgida de los libros, y de las diversas epifanías (condenadamente joyceanas), que llenan este volumen que es la apoteosis de la memoria. Lo vivido y lo leído, fundido, mezclado, soñado.
Desde el arranque en la Cuesta de Moyano madrileña con el hurto del Ulises de Joyce (la edición argentina de Salas Subirats) hasta sus últimas lecturas, las de ahora mismo, que varían, se ocultan, suben y bajan en la singular bolsa de valores que a cada uno, con criterio, le acompaña a lo largo de su vida, o sea, de sus lecturas. El arte de la literatura es la memoria, la historia, la ficción. En el frontispicio del exhaustivo y ejemplar estudio de Paul Ricoeur sobre La memoria, la historia, el olvido (2000) se lee una contundente advertencia de Vladimir Jankélevitch: «El que fue ya no puede no haber sido; en adelante, este hecho misterioso y profundamente oscuro de haber sido es su viático para siempre». Sin duda, el precioso viático del escritor es su memoria. Una llamada telefónica, una música al azar, un olor perdido en el tiempo, la voz que resuena en la penumbra, el fotograma fugaz, todo, dispara la memoria, aniquila el presente, crea otra realidad o, mejor, añade a la que dicen de verdad.
«El arte de la memoria envuelve lo inverosímil entre la realidad y la ficción, y recuerda que sólo se escribe por venganza contra el tiempo»
El arte de la memoria envuelve lo inverosímil entre la realidad y la ficción, y recuerda que sólo se escribe por venganza contra el tiempo. Fue el escritor norteamericano James Salter quien en su espléndido libro de memorias, Quemar los días, señala que sólo permanece lo que se escribe. Sí, «queda lo escrito». Juan Ángel Juristo ha hecho en su libro lo que el Premio Princesa de Asturias, Adan Zawageski escribió: «El tiempo arrebata la vida y devuelve memoria; dorada por las llamas y negra por las ascuas». El dorado de las llamas es lo que queda en el recuerdo, la memoria de lo que uno fue, y son; las ascuas, lo irremediable, lo que ya es sólo ceniza, lo que no volverá, lo que se extinguió sin dar apenas tiempo.
En el caso que nos ocupa, escuchar a Janis Joplin en el patio de una corrala, la presencia de nombres que evocan un mundo evaporado, contemplar el barco de las almas muertas en un barrio de Madrid donde la droga campa en un reguero de sombras, el viaje a París cuando España era un sombrío lugar de soledades, el recuerdo del 27 de septiembre de 1975 y los últimos espasmos de una dictadura condenada por el tiempo, el maravilloso capítulo del diálogo (imaginario) entre Dante y Joyce, los juegos maléficos entre los estilos literarios, la semblanza, tremenda, de Jünger en El Escorial, ese enigmático poema de Klee, que el autor lee cada año, la estancia imaginaria en Nueva York o la real de Atenas y el cierre, autobiografía de la infancia y la adolescencia en los veranos de San Rafael.
Todo en este conmovedor libro anuncia una vida en libros, el alivio de la vida. Escrito con una prosa directa, cercana, neorrealista (en el mejor sentido del viejo término), Juristo ha escrito un libro que es la memoria de una generación, la de los nacidos a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, que merece figurar entre los testimonios más rotundos de una vida en libros. Una vida, la de verdad y la otra. Es decir, la misma.
Película
Que la fiesta continúe. Dirección. Robert Guédiguian. Intérpretes. Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Lola Naymak. Francia. 2024. 106 minutos.
Sí, que la fiesta continúe. Pero que continúe no como quieren algunos (que son más de los que el lector piensa) sino que la fiesta sea para todos. Y no lo es. Guédiguian regresa a su templo cinematográfico, Marsella. Con una historia terrible: el desmoronamiento de un edificio que causó la muerte de ocho personas y las consecuencias que la tragedia ocasionó. Y, con ello, la movilización de unas gentes hartas de tanto protocolo y tanta burocracia.
La película cuenta el despertar de una sociedad anestesiada en busca no ya de unos derechos abstractos e invisibles, sino de aquellos que permiten una vida mejor. Guédiguian, otra vez en forma, describe la historia de Rosa, una mujer mayor que sin dejar su trabajo como enfermera, se enfrenta a una actividad política, sumamente efectiva, en aras de lograr que la vida de los que los poderes consideran seres anónimos tengan su protagonismo. La gracia cinematográfica es cómo aunar todo ello con una historia de amor y la presencia de unos personajes que le llegan al espectador hasta lo más íntimo de su sensibilidad.
«Guédiguian se centra en la gente, en sus anhelos y desánimos, en sus ilusiones (tan modestas que conmueven) y en sus luchas»
Todo ello, sin sensiblerías, dogmatismo, polarizaciones y demás fanfarria al uso, sino con una firme voluntad de contar los hechos desde la mirada del director (eso es el cine, el de verdad): la vida tal cual es para el común, lo que no suele ser moneda habitual en el cine actual, incluso aquél que se reclama reivindicativo y que suele presentar un catálogo de obviedades y banalidades atorrantes. Como Ken Loach, como pocos hoy, Guédiguian se centra en la gente, en sus anhelos y desánimos, en sus ilusiones (tan modestas que conmueven) y en sus luchas por continuar una vida digna y plena de libertad. Una lección para los listos, surgidos de la ciénaga presente.
Taberna
Casa Orellana. c/ Orellana, 6. Madrid
Cercana al madrileño, y movido, territorio de Las Salesas de Madrid, un vaivén de gente en busca del atardecer y la fiesta, está Casa Orellana, una taberna, valga denominar así, tan castizo como griego el término, en donde el arroz en lata de presa ibérica, la ensaladilla de atún en escabeche (por cierto, el escabeche casero), la croqueta de rabo de toro, los callos (con morros), el cazón en adobo o la tortilla de camarones son sólo el anuncio de lo que uno encontrará para olvidar, si quiere, los días tan tristes que vivimos, y recordar que otra vida es posible. Lejos, no ya del tradicional mundanal ruido, sino de las atroces banalidades que uno escucha o lee, o contempla. Larga vida a las tabernas, el último refugio.