Los ritos en la sociedad democrática
«La transformación de la forma de vestir, el triunfo del tuteo, la falta de decoro o la banalización de las celebraciones son consecuencia del ocaso de los ritos en nuestras sociedades»
Una de las conversaciones clásicas con mis amigos progresistas es la conveniencia del uso de la corbata en los quehaceres diarios. Desde que comencé a trabajar en la universidad, por influencia paterna y para diferenciarme un poco de los alumnos, vine utilizando americana y corbata (el traje queda para héroes). Los argumentos contra la corbata eran —y son— muy sencillos: sería un atributo de las clases altas capitalistas y de gentes de la derechona, que diría Umbral. Mi réplica casi nunca convence: el estilo formal en el vestir era hasta no hace tantas décadas una cuestión interclasista y el uso de traje y corbata era habitual entre la izquierda (ahí teníamos a Carrillo, Berlinguer o a toda la nomenklatura soviética). Pero si ya hablamos de la idoneidad estilística de los estudiantes el reproche es automático y hasta cierto punto lógico: en una sociedad democrática cada uno va como le da la gana.
La transformación de la forma de vestir, el triunfo del tuteo, la falta de decoro o la banalización de las celebraciones son consecuencia del ocaso de los ritos en nuestras sociedades. El mundo horizontal en el que nos movemos, cuyo ejemplo más palmario son las redes sociales, rechaza cualquier tipo de aristocracia que pueda sustentarse sobre mitos o símbolos más o menos arcanos: todos nos hablamos de tú a tú. Ya Bourdieu en La distinción nos recordaba que el dominio de clase se expresaba no solo en relaciones económicas, sino en prácticas culturales que condicionaban los hábitos individuales y colectivos. Así las cosas, estamos abocados a una desaparición de muchos ritos, considerados elitistas o anticuados, en nuestro afán por conseguir un modelo de sociedad igualitario que Tocqueville daba por inevitable.
Pero las cosas parece que no son tan sencillas. En su último libro sobre el tema, Byung-Chul Han, representante de la nueva (¿o vieja?) teoría crítica, reivindica los rituales como hogar comunitario de los individuos disueltos en el marasmo neoliberal y tecnocrático. La pérdida de sentido de lo lúdico, el abandono de los ritos funerarios o el rechazo a la corrección política indicarían la emergencia de un sujeto narcisista empeñado en expresar constantemente el valor de su «yo» frente a los demás (no otra cosa sería la elección de un lugar romántico donde esparcir las cenizas tras la muerte). La creciente descortesía en el ámbito de la política y el parlamentarismo —con desastrosas consecuencias, como acabamos de ver con la salvaje toma del Capitolio— indicaría, además, un embrutecimiento social que atendería a un moralismo desbocado que rechaza la ética de las formas para afirmar sus propias razones.
Así las cosas, para el filósofo surcoreano los rituales pueden ofrecer un asidero de cierta utilidad para que el individuo y las sociedades se orienten en un mundo cada vez más líquido y con menos asideros. No se trata, desde luego, de caer en el esnobismo japonés (el fin de la historia para Kojève) o en el autoritarismo de las sociedades tradicionales. Pero el mantenimiento de viejas liturgias —ritos de paso— ayudaría por ejemplo a identificar transiciones esenciales en la vida desde el punto de vista educativo, religioso o relacional. Con ello quizá recuperaríamos lo que Blumenberg o Heidegger llamaban tiempo propio o diferenciado: sin los ritos nos deslizamos desde la infancia, la juventud, la madurez y la vejez hasta la muerte, sin apenas solución de continuidad. Y es que si algo parece caracterizar a nuestras sociedades es la plena coincidencia del tiempo productivo con el tiempo de la vida y el miedo creciente —horror vacui— a disfrutar de una libertad con la que, como observa Houellebecq en la mayor parte de sus novelas, no sabemos muy bien qué hacer.