THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Los tiempos de nuestras vidas. Una reflexión sobre la serenidad

«Cuando estoy solo en mi despacho sabiendo que mi mujer está por casa, soy capaz de disfrutar de mí mismo. Pero cuando estoy solo, sin ella, no puedo leer, ni escribir, ni hacer la o con un canuto»

Zibaldone
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Los tiempos de nuestras vidas. Una reflexión sobre la serenidad

El factor humano

Todo estaba preparado -¿recuerdan?- para que el Mobile World Congress nos confirmara que el futuro ya era una rutina, que la tecnología 5G, los big data y la inteligencia artificial tomaban el mando… y, de repente, a un chino normal y corriente le da por zamparse un filete de pangolín (o de civeta o de murciélago -¡qué más da!) y, de nuevo, el factor humano mandó al carajo a nuestras agenpdas y puso al mundo en cuarentena.

El 11 de enero se registró oficialmente el primer fallecimiento por coronavirus. ¿Recuerdan? 

De la propiedad y la responsabilidad

Cuando las crisis llaman a nuestras puertas, lo primero que sucumbe es el uso de los pronombres posesivos, que se tiñen de melancolía. ¿Esa ciudad que consideraba tan mía, sigue siendo mía? ¿Y mi casa? ¿Y mi familia? ¿Y de mi propio cuerpo, sigo siendo propietario?

Todos aquellos lugares entrañables con los que identificamos biográficamente nuestra ciudad nos han sido vedados. Bares, restaurantes, cines, parques… rutas del callejeo… todo eso tan nuestro es ahora inalcanzable.

Mi casa era de verdad mi casa cuando podía hacer el uso que quisiera de la puerta de entrada: abrirla de par en par, entreabrirla, dar con ella en las narices… Ahora esa puerta marca un límite terapéutico que tengo prohibido traspasar.

«Mi propio cuerpo se me ha desposeído y por eso me sorprendo a mí mismo sondeándolo en busca de indicios de la presencia del enemigo».

Mi familia era mía porque estaba allí, como un ámbito acogedor, una matriz psicoafectiva… ¿pero sigue siendo mía cuando contemplo impotente que no podemos salir juntos a pasear y que pueden llevarse a mi padre o a mi mujer a un hospital y quizás ya no los vuelva a ver?

Mi propio cuerpo se me ha desposeído y por eso me sorprendo a mí mismo sondeándolo en busca de indicios de la presencia del enemigo. ¿Es mi química interna mía? ¿Y mi sangre, mis pulmones, mi piel, mis neuronas, eso que llamo mi genoma… es todo esto mío? ¿está la semilla de mi muerte siendo alimentada por mi vida?

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Imagen: Irina Murza | Unsplash

Pero, sean cuales sean mis dudas sobre mis derechos de propiedad sobre lo mío, cuando la crisis llega no puedo librarme de mi responsabilidad sobre mi ciudad, mi casa, mi familia y mi cuerpo. Sé que tengo el deber de mantener esa responsabilidad con constancia (esa virtud a contratiempo) y que si me salto mi responsabilidad (mía y sólo mía) seré un irresponsable.

Mi responsabilidad es más evidente que mis derechos de propiedad porque es más mía. Más fundamental que la posesión es la copertenencia, comenzando por la de mi piel, que sólo la siento verdaderamente mía cuando es tocada por quien deseo ser sentido.

Soy en mi copertenencia

Al descubrir que no soy una isla, intuyo que hay algo que está por encima de mí mismo y que me anima a cuidar de la salud de esa copertenencia que me constituye como humano. No es ni el yo, ni lo mío, ni el sujeto, ni el cerebro, porque nada de esto puede cuidar conscientemente de sí. Si hemos de darle un nombre, el más adecuado es el de alma.

El alma es aquella instancia en la cual lo mejor que podemos llegar a ser dirige a la inercia de lo que somos.

Por “lo mejor que podemos llegar a ser” no entiendo nada oscuro, arcano o inefable, sino algo muy concreto. Todos tenemos una memoria clara de experiencias en las que nos hemos sentido a la altura de lo mejor de nosotros mismos. Por eso nos gusta rememorarlas pública y privadamente, con legítimo orgullo, como conductas ejemplares.

«Todos tenemos una memoria clara de experiencias en las que nos hemos sentido a la altura de lo mejor de nosotros mismos».

Pero, por nobles que sean, esas experiencias acostumbran a ser fragmentarias, mientras que la voz que nos llega desde lo mejor que podemos llegar a ser es una invitación a dotarnos de un ideal integral de nosotros mismos que actúe de guía ejemplar de nuestros actos.

En eso más alto que podemos llegar a ser nos encontramos con un proyecto de realización de mí mismo que no puedo llevar a cabo en soledad. Necesito también sentir la salud de mis lazos de copertenencia. O si se prefiere, de nuestra circunstancia, es decir, de todo aquello que puedo nombrar provisoriamente como mío. Cuando Ortega nos dice que “yo soy yo y mi circunstancia”, no está sumando la circunstancia al yo, sino que está poniendo el acento en la conjunción copulativa: yo soy el proyecto que busca a los otros para hacer posible esa “y”. Por eso soy responsable de cuanto llamo mío.

Soy en mi copertenencia. Vivo espontáneamente en ella. Está siempre presente en el mundo de mi vida. Pero reflexionamos sobre ella dando un paso atrás para contemplarla con cierta perspectiva. Detengámonos en tres elementos que hacen posible esta distancia: la serenidad, la soledad compartida y la mirada extrovertida.

 De la serenidad   

La serenidad es la convivencia cordial con las diferentes dimensiones de mi copertenencia.

Escribe Plutarco en Sobre la serenidad del alma que cada uno tiene en sí la custodia de la serenidad o del abatimiento. Los estúpidos desprecian los seguros bienes presentes por estar siempre pendientes de los hipotéticos del futuro. El presente, aunque es verdad que apenas se deja tocar por un brevísimo lapso de tiempo y después huye de nosotros, sólo a los estúpidos les parece que no nos pertenezca y no sea nuestro. Como en esa pintura que representa al Hades, en la cual uno que teje una cuerda permite que un asno se vaya comiendo su trabajo, así muchos son incapaces de entrelazar el presente con el pasado formando una unidad bien tramada.

«A mi modo de ver, no hay manera de estar sereno que no pase por la confianza en que te encuentras bien orientado y que, por lo tanto, puedes mirarte a ti mismo sin vergüenza ni temor».

Plutarco se está refiriendo a Ocnos el soguero, cuya imagen podemos contemplar, por ejemplo, en el columnario de villa Panfilia. Ocnos, un anciano taciturno, trenza afanosamente una soga sin darse cuenta que, a su lado, su burro (que para los antiguos era una imagen del poder inapelable de la naturaleza) se va comiendo el fruto de su esfuerzo. Lo que va tramando por un extremo, el asno lo va dilapidando por el otro. El trozo de soga que va de las manos del anciano a los belfos del animal representaría cuanto podemos tener presente de nuestra propia vida si nos limitamos a contemplarla de forma fragmentaria.

Podemos resumir la filosofía de Nietzsche como el intento de contemplar con una serenidad jovial (Heiterkeit) este trozo de soga. Heidegger toma de Nietzsche este concepto pero alterándole el sentido. La serenidad, dice, nos permite habitar el mundo de una manera tal que podamos liberarnos de los cantos de sirena de la técnica. Nos ofrece un arraigo en un mundo más antiguo y primigenio. Esta serenidad es clarividente porque está abierta al misterio del origen y del fin. Pero la apertura al misterio no es una respuesta al misterio. Es, más bien, una fruición del abismo del misterio. Es empeñarse en vivir ante la conciencia lacerante de la propia finitud. Es decir, del desconsuelo. Heidegger realiza el proyecto esbozado por Nietzscche de concebir la filosofía como una oferta elitista de vida a la intemperie. Mas, si el hombre se sabe finito es porque se mide a sí mismo desde algo que, estando en él, es más grande que él.

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Imagen: Brannon Naito | Unsplash

La serenidad de Nietzsche o de Heidegger no está en la finitud. Está en una vivencia singular, muy elaborada intelectualmente, de la finitud.

En español el hombre sereno es también el que es dueño de sí mismo (que, por ejemplo, no está bajo los efectos del alcohol). A mi modo de ver, no hay manera de estar sereno que no pase por la confianza en que te encuentras bien orientado y que, por lo tanto, puedes mirarte a ti mismo sin vergüenza ni temor.

Recuerdo vivamente cuando hace unos años mi mujer y yo nos hicimos 300 km caminando por Bulgaria, siguiendo a contracorriente el cauce del río Tundja. Comenzamos el camino en Edirne y lo coronamos en el santuario de Shipka. Fueron muchos los kilómetros de una serenidad perfecta. Es decir, de un encaje armonioso entre el ritmo de nuestros pasos, nuestra meta y nuestro transitar por paisajes que emergían mansamente ante nosotros e iban desapareciendo lentamente a nuestras espaldas. La meta que guiaba nuestros pasos nos permitía desear que las cosas sucedieran como sucedían, permitiendo que nuestra voluntad acogiera con alegría la evolución de su presencia. Todo encajaba porque todo estaba bien orientado.

No había ningún fragmento en nuestras almas que nos urgiera a completarlo.

La soledad compartida

No sabemos vivir solos. Necesitamos, en todo caso, una soledad solidaria, acompañada de personas (o libros, o música, o fantasmas, o dioses…). A mí me gusta que alguien camine a mi lado para sentirme sereno. No valgo para soportar la soledad del aislado. Lo que me gusta es la copertenencia no invasiva, que me deja respirar.

Cuando estoy solo en mi despacho sabiendo que mi mujer está por casa, soy capaz de disfrutar de mí mismo. Pero cuando estoy solo, sin ella, no puedo leer, ni escribir, ni hacer la o con un canuto. El alma, sin ella, se me llena de fragmentos y vago, como un planeta, en torno a su ausencia. Quiero estar solo, pero en su cercanía.

Los tiempos de nuestras vidas. Una reflexión sobre la serenidad
Imagen: Soroush Karimi | Unplash

Curiosamente, estos primeros días de cuarentena he descubierto que, al mismo tiempo que lo mío no es tan mío, lo extraño es más mío de lo que creía, dado que también necesito cerca el anonimato de todos esos rostros con los que me cruzaba habitualmente sin dar ninguna relevancia al efímero roce de nuestras miradas. Echo en falta la imprevisible epifanía del rostro desconocido que se pierde entre la gente y, si me falta, es porque, de alguna manera, me pertenecía. 

Así, pues, sin los demás, sin familiares, amigos y desconocidos liminares, me falta la circunstancia que me permite sentirme yo y afirmarme en mi proyecto.

La mirada extrovertida

El hombre recluido en sí mismo, que vive sin preocuparse por la salud de su copertenencia, es como un erizo que vive pendiente únicamente de su ombligo, en un amor intrascendente. San Agustín entendía que la intrascendencia era la peor perversión del amor, la radical negación de su esencia trascendente. Por eso presenta el pecado como una reclusión en uno mismo, un vivir “incurvatus in se”. El pecador es el hombre que ha cortado sus lazos de copertenencia.  El “incurvatus in se” en todo lo que busca sólo espera encontrarse a sí mismo.  No sabe mirar fuera de sí. Vive prisionero de su gravedad egolátrica. Si, como insiste Platón, siempre estamos en lo que amamos, el incurvatus in se se ha perdido en sí mismo.

 Y, de repente, caemos presos de nuestro ombligo

¿Pero qué ocurre si en la reclusión me siento cercado y la necesidad de ser es, de pronto, más imperiosa que la preocupación por lo mejor que puedo llegar a ser?

En no pocos casos, como la estructura anímica se tambalea, se refuerza con urgencia el significado de los pronombres posesivos y la responsabilidad, circunscrita en mis indiscutibles derechos de propiedad, se vuelca sobre lo inmediatamente mío. Se resquebraja la serenidad, la soledad compartida se hace coercitiva y la mirada se ensimisma. La burra de Ocnos es demasiado voraz y la mano que trenza la cuerda tiembla de miedo ante la fragilidad sin florituras de la existencia.

«Cuando se llega a la emergencia, las mismas condiciones que hacían tan creíble la moral de la inercia se alteran. La copertenencia se llena de cortafuegos».

Cuando las crisis de verdad llaman a la puerta, suelen llegar sobre la inercia moral de los tiempos viejos, en los que era de buen tono predicar el respeto absoluto a la dignidad inalienable del otro. Incluso elevan esta inercia al empaparse de una intensidad emocional melancólica y vaga, dulcemente empática, pero esperanzada en la que muchos encuentran un cómodo refugio. Pero si la crisis se agrava, tendemos a buscar argumentos utilitaristas para justificar nuestras reacciones ante nuestros miedos y, así, aceptar con la conciencia tranquila la legitimidad de dejar morir sin atenciones a un anciano porque hay otras prioridades, o de ocultar datos para no ser alarmistas, o de enmascarar con mil argucias retóricas la falta de un liderazgo claro… Hay mil maneras de utilizar al otro como medio y de protegernos a nosotros contra las justas pretensiones de los otros.

Cuando se llega a la emergencia, las mismas condiciones que hacían tan creíble la moral de la inercia se alteran. La copertenencia se llena de cortafuegos.

Ciertamente esto no ocurre en todos los casos. En los tiempos extremos, los que se proponen sobrevivir a cualquier precio conviven con héroes que no dudan en entregar su vida ante el altar del deber y de nuevo vuelven a ser actuales esos dos tipos humanos que o se dan unidos o no se dan, el de héroe y el de santo. A ambos les levantaremos monumentos cuando esto pase y ante ellos acudiremos los supervivientes a llevarles flores, antes de volver a nuestra cotidianeidad de 5G, big data e inteligencia artificial.

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